Domingo II Cuaresma (C)

4-3-2007 DOMINGO II CUARESMA (C)
Gn. 15, 5-12.17-18; Slm. 26; Flp. 3, 17-4, 1; Lc. 9, 28b-36
Queridos hermanos:
Cuando confieso o hago dirección espiritual con la gente, una de las preguntas que suelo plantear es si hacen oración. Alguna gente me dice que sí, que reza. Y yo les digo que no pregunto si rezan, sino si “hacen oración”. Alguna gente me contesta que no hace oración, pero que habla con Dios. Y yo le aclaro que hay que distinguir entre rezos (recitación de las oraciones ya hechas como el credo, el Ave María…) y la oración, o sea, el diálogo con Dios utilizando nuestras propias palabras y/o pidiendo y/o dando gracias y/o alabando simplemente a Dios, y les digo que esto sí que es oración. Una vez aclarado lo que es “hacer oración”, doy un paso más para profundizar y les pregunto si escuchan a Dios. Y es que la oración principalmente no se hace, sino que se recibe; no es acción nuestra, sino de El. Lo que importa en la oración no es tanto lo que nosotros le decimos o pedimos a El, sino y sobre todo lo que El nos dice a nosotros. Dios nos habla al corazón, nos habla a través de los acontecimientos de nuestra vida ordinaria, nos habla a través de lo que leemos o a través de lo que se nos dice.
Las lecturas de hoy nos hablan del diálogo entre Dios y sus hijos (Abrahán, el salmista, S. Pablo, Jesús). Es importante darse cuenta que el tiempo de Cuaresma, más que un tiempo de mortificación y de penitencia, es un tiempo de silencio, de escuchar a Dios, de pararse y dejar de lado las cosas mundanas y volverse hacia El.
- En la primera lectura se nos dice que es Dios quien toma la iniciativa de hablar con Abrahán. Así, aprendemos que la iniciativa de acercarnos a Dios no procede nunca de nosotros, sino de El, que siempre nos busca y nos encuentra y nos habla. Lo que Dios nos dice no coincide, la mayoría de las veces, con lo que nosotros pensamos o deseamos, y parece algo irrealizable: a Abrahán le prometió una gran descendencia, cuando él era ya muy mayor y su mujer también, además de estéril; asimismo Dios prometió a Abrahán un gran territorio, cuando éste no tenía ni un ejército para conquistarlo ni dinero para comprarlo. Veamos la postura de Abrahán para aprender nosotros: 1) Abrahán pregunta a Dios, es decir, dialoga con El: “Señor Dios, ¿cómo sabré yo que voy a poseer la tierra que me prometes?” 2) Abrahán cree al Señor y acepta lo que El le dice.
¿He escuchado al Señor en algún momento de mi vida? ¿Cómo y cuándo? ¿Qué me dijo? ¿He dialogado con El? ¿Le he creído? ¿Tengo esperanza en El y en su palabra?
- En el precioso salmo 26 leemos cómo un hombre clama a Dios ante la soledad, ante los problemas de su vida, ante los sufrimientos de sus seres queridos (el otro día me llamaba una madre angustiada porque su hija pequeña no respiraba bien y tenía asma y temía que se ahogara durante la noche). El salmista, como cualquier hombre y mujer de fe, clama: “Escúchame, Señor, que te llamo; ten piedad, respóndeme. No rechaces a tu siervo.” Después de un tiempo de clamar, de esperar la respuesta de Dios, al fin, Éste responde. ¿Cómo responde? Nos lo dice el mismo salmista: “Oigo en mi corazón: Buscad mi rostro’”. Dios nos habla en lo más profundo e íntimo de nuestro ser. Los judíos pensaban que ese sitio era el corazón, por eso se dice en el salmo que oye en su corazón. Cuando el salmista y el hombre de fe escuchan la voz del Señor en su corazón, es cuando todo cambia. Los problemas siguen ahí, los sufrimientos no desaparecen, pero TODO ES DISTINTO. ¿Por qué? Porque El está conmigo, con nosotros. Y surge de lo más íntimo del corazón del salmista un canto de fe, de esperanza y de confianza hacia el Amado: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida.” Y, finalmente, el salmista nos habla a nosotros, a los que leeremos sus palabras años y siglos más tarde, desde su experiencia de Dios y nos anima a ser pacientes: “Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.” Espera en Dios a pesar de que todo el mundo te diga que no está, que no existe, que no te oye, que no se preocupa por ti. Espera en Dios a pesar de sus largos silencios y de tus muchas impaciencias[1]. Espera en Dios, porque, cuando El te hable al corazón, sabrás que ha merecido la pena esperar en El. Pero para esperar, hay que ser valiente frente a los demás y frente a uno mismo. En definitiva, “Espera en el Señor.”
¿Me he sentido reconocido alguna vez con la experiencia del salmista? ¿He escuchado en mi corazón para que buscara el rostro de Dios? ¿Lo estoy buscando? ¿Cómo?
- En la segunda lectura S. Pablo nos previene para que en esta Cuaresma no aspiremos únicamente a las cosas terrenas: sólo comer, sólo vestirnos, sólo planear las vacaciones de Semana Santa, sólo que nos consideren, sólo ver Tv, sólo ganar más sueldo, sólo vivir más tiempo y mejor en la tierra, sólo estar sano -físicamente hablando y no tanto en el espíritu-, sólo quitar la hipoteca, sólo cambiar de coche, sólo sacar los estudios, sólo… “Nosotros, por el contrario, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo.” En este tiempo de Cuaresma hemos de mirar y aspirar más a las cosas de Dios y del Reino de Dios, que es lo único que nos da verdadera y duradera felicidad. Así lo experimentó S. Agustín: "¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y ver que tú estabas dentro de mí y yo estaba fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobres estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; ex­ha­laste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y abraséme en tu paz" (S. Agus­tín, Confesiones, Libro X, Cp. XXVII, 38).
- Pero el modelo genuino de oración es Cristo Jesús. En El hemos de mirar todos y de El debemos de aprender todos. Jesús quiere que sus amigos más íntimos participen de sus secretos y de sus alegrías, por eso llevó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan.
Al orar hay: 1) una transformación en todo el que ora. Aunque nos distraigamos, aunque parezca que es un pérdida de tiempo, sin embargo, hay algo que cambia en nuestro interior e incluso en nuestro exterior (las facciones del rostro se suavizan). Otra cosa es que no lo percibamos o que no lo percibamos siempre o que no percibamos todo lo que acontece en nosotros y a nuestro alrededor. En el caso de Jesús “mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.” 2) Al orar las realidades espirituales, que no están a los ojos de los que no oran, de los que no son hombres de espíritu, se manifiestan: Con Jesús estaban Moisés y Elías y hablaban con El.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño, porque se aburrían, porque no percibían nada, como nos pasa a nosotros en muchas ocasiones en nuestros tiempos de oración. Pero, en cuanto Pedro, Santiago y Juan perciben algo, todo cambia: ya se encuentran bien allá y no quieren marcharse ni que aquello se acabe. En la oración hay ratos de total claridad (Pedro y los otros dos veían la gloria de Dios), pero también de oscuridad (entraron en una nube y se asustaron). El aburrimiento forma parte de la oración. La consolación forma parte de la oración. El miedo (la nube) forma parte de la oración. En la oración también escucharon la voz de Dios, que les decía que Jesús era su Hijo y que lo escucharan. ¿Cómo podemos saber que lo que sentimos en la oración es auténtico y que no nos engañamos? Si la oración nos lleva a Jesús, es un signo de que estamos en el camino verdadero.
Cuando todo paso, nada más vieron a Jesús. Y es que en la oración todo es temporal. Habrá que esperar a entrar en el Reino de los cielos para que todo esto lo percibamos de un modo pleno, total y perpetuamente.
[1] Hace poco me enviaron por carta un “Padre nuestro” muy peculiar que ilumina muy bien esto último que os estoy diciendo. Ahí va: “Padre nuestro, de todos nosotros, de los pobres, de los sin techo, de los marginados y de los desprotegidos, de los desheredados y de los dueños de la miseria, de los que te siguen y de lo que en ti ya no creemos. Baja de los cielos, pues aquí está el infierno. Baja de tu trono, pues aquí hay guerras, hambre, injusticias. No hace falta que seas uno y trino, con uno solo que tenga ganas de ayudar, nos bastaría. ¿Cuál es tu reino? ¿El Vaticano? ¿La banca? ¿La alta política? Nuestro reino es Nigeria, Etiopía, Colombia, Hiroshima. El pan nuestro de cada día son las violaciones, la violencia de género, la pederastia, las dictaduras, el cambio climático. En la tentación caigo a diario, no hay mañana en la que no esté tentado de crear a un Dios humilde, a un Dios justo. Un Dios que esté en la tierra, en los valles, los ríos, un Dios que viva en la lluvia, que viaje a través del viento y acaricie nuestro Alma. Un Dios de los tristes, de los homosexuales. Un Dios más humano… Un Dios que no castigue, que enseñe. Un Dios que no amenace, que proteja. Que, si me caigo, me levante, que si me pierdo, me tienda su mano. Un Dios que si yerro, no me culpe y que, si dudo, me entienda. Pues para eso me dotó de inteligencia, para dudar de todo. Padre nuestro, de todos nosotros. ¿Por qué nos has olvidado? Padre nuestro, ciego, sordo y desocupado, ¿por qué nos has abandonado?”