Domingo II de Pascua (C)

15-4-2007 DOMINGO II DE PASCUA (C)

Hch. 5, 12-16; Slm. 117; Ap. 1, 9-11a.12-13.17-19; Jn. 20, 19-31
Queridos hermanos:
- A finales del siglo XX el Papa Juan Pablo II instituyó el segundo domingo de Pascua como DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA. ¿De dónde viene esto? Una joven monja polaca, María Faustina Kowalska, que fue canonizada en abril de 2000, escribió un diario por indicación de su director espiritual en el que narraba las revelaciones que Cristo Jesús le hizo. Estamos hablando de 1930. Esta monja no tenía ni la EGB y falleció en 1938. Lo que ella escribió en el diario y que le fue revelado por Jesús no es nada nuevo: Dios es misericordioso y nos perdona, también nosotros debemos ser misericordiosos con los demás y perdonar. No importa lo grandes que hayan sido nuestras faltas, el mucho tiempo durante el cual hayamos pecado. Su misericordia es más grande que nuestros pecados y todos ellos han sido borrados por la sangre derramada por Cristo en la cruz.
- En este tiempo de Pascua celebramos que Cristo Jesús ha resucitado. La resurrección de Cristo significa su aceptación por el Padre. Este no lo ha abandonado, como podía pensarse durante su pasión y muerte de cruz. Dios ha acogido a su Hijo muerto y sacrificado por todos los hombres. La resurrección de Cristo significa el gran SI del Padre al Hijo: su respuesta de amor al amor del Hijo. Por eso, la resurrección de Cristo es el centro del mensaje evangélico. Como dice S. Pablo: “si Cristo no ha resucitado, tanto mi anuncio como vuestra fe carece de sentido […] Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido y seguís aún hundidos en vuestros pecados […] Si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más miserables de todos los hombres” (1 Co 15, 14.17.19). De este modo, la resurrección de Cristo conlleva: 1) nuestra propia resurrección y 2) el perdón irrevocable de todos nuestros pecados (los que hemos cometido hasta hoy, los que cometemos hoy, los que cometeremos hasta el día de nuestra muerte). La cruz ya no es un escándalo sin sentido; nuestra vida no es un inútil absurdo. La condición humana ha cambiado radicalmente.
- En el evangelio de hoy se nos habla de una aparición de Jesús a sus discípulos. En todas las apariciones de Jesús resucitado, narradas en los evangelios, hay algunos puntos esenciales y comunes:
1) Se parte de una situación humana de tristeza, de miedo y de incredulidad: María Magdalena está llorando; los discípulos de Emaús están tristes; los apóstoles, en el cenáculo, llenos de miedo; Sto. Tomás no cree en lo que le dicen los otros apóstoles…
2) Jesús se aparece y no es reconocido y, entonces, El interpela y pregunta. Jesús irrumpe en medio de las lágrimas, de la tristeza y del miedo preguntando: “¿Por qué lloras?”, a la Magdalena; “¿qué os pasa, a dónde vais?”, a los discípulos de Emaús.
3) Se produce la revelación de Cristo. Reconocen a Cristo. María Magdalena lo reconoce cuando El la llama; los discípulos de Emaús, al partir del pan; S. Juan, desde la barca del lago, al ver la pesca milagrosa, dice: “Es el Señor…”
4) Cristo da el encargo de una misión. La aparición nunca busca el consuelo para la persona a la que Jesús se aparece. El le da la misión de anunciar y compartir el gozo.
Veamos a continuación la aparición de Jesús a los apóstoles y a Sto. Tomás:
a) Se parte de una situación humana de miedo y de incredulidad. “Estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Cuando a Sto. Tomás se le dijo que se les había aparecido Jesús, aquél dice: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. También hoy Jesús se encuentra con cristianos encerrados en sus casas, en sus iglesias, en sí mismos… por miedo a los agnósticos, a los ateos, a los vecinos y familiares. Tenemos miedo de confesar nuestra fe, de que nos reconozcan como personas de fe o de Misa o de oración. Tenemos una fe vergonzante. También hoy Jesús se encuentra con cristianos tibios, con muchas dudas de fe, con pocas ganas de salir de esta apatía. Somos los cristianos comodones, miedosos y dubitativos: Nos da reparo hacer la señal de la cruz al pasar por delante de una iglesia, al entrar en un templo. Nos da reparo el bendecir la mesa al comer, cuando estamos en un bar o restaurante ante tanta gente desconocida. Nos da reparo y vergüenza hacer la genuflexión ante el sagrario. Nos da reparo y vergüenza defender el Vaticano, a la jerarquía de la Iglesia, la abstinencia de comer carne los viernes de Cuaresma… y todo aquello que huela a carca o no sea “política o culturalmente correcto”. Vemos normal el ir una semana a realizar un crucero al mar Egeo, pero no encontramos tiempo o nos da vergüenza hacer unos ejercicios espirituales o un retiro y el decirlo a nuestros familiares y conocidos.
b) Ante esta situación de miedo de los apóstoles y de incredulidad de Sto. Tomás, Jesús se presenta a éste y le dice: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. Sí, Jesús hoy también coge nuestro dedo y lo introduce, no en su bolsillo, ni entre sus labios, ni siquiera entre sus manos, sino en el agujero que los clavos dejaron en sus manos. Mete nuestro dedo en una parte de su cuerpo que le produce a El dolor, pero a nosotros nos confirma en la realidad de su dolor, pero también en la realidad de su amor por nosotros, ya que es capaz de no mirar su dolor (al reabrir su herida con nuestro dedo) con tal que nuestras dudas se disipen y percibamos su amor para con nosotros. Del mismo modo Jesús coge nuestra mano y la lleva a su costado abierto. Jesús no se preocupa de su sufrimiento, de sus necesidades, sino de nuestras necesidades, de nuestros miedos, incredulidades y dudas.
Todo esto (introducir nuestro dedo y nuestra mano en sus heridas) lo hace para que creamos. “Y no seas incrédulo, sino creyente”. Porque sabe que el que cree tiene otra forma de afrontar la vida distinta del que no cree. ¿Qué sería de nosotros sin fe, sin la certeza íntima de Su presencia, de Su amor, de Su ternura, de Sus detalles para con nosotros, de Su alegría y de Su fuerza? ¿Qué sería de nosotros sin El? Imaginemos por un instante nuestra vida sin la existencia de Dios. Pero los que creemos tenemos VIDA, según el evangelio de hoy: “Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.”
c) La respuesta de Sto. Tomás a las palabras de Jesús fue ésta: “¡Señor mío y Dios mío!”. El apóstol es incrédulo (“no lo creo”) y desconfiado (“si no meto…”), pero, cuando Jesús se le muestra, todas sus dudas y desconfianzas desaparecen, y hace un acto de fe en Jesús. ¿Qué significa un acto de fe? Significa que le confiesa, no como “maestro”, como hicieron los fariseos en la entrada triunfal en Jerusalén el Domingo de Ramos, sino que le confiesa como “Dios”, pero “Dios suyo” (hay una relación de comunión y de intimidad entre Dios y el creyente). Y también le confiesa como “Señor”, pero “Señor suyo”. Jesús es confesado como el único Dios y el único Señor. Sto. Tomás ha reconocido a Jesús y esto implica que ha renacido a la nueva vida del Resucitado. El Jesús que ha reconocido ahora Sto. Tomás, no es simplemente el Jesús físico y carnal, sino que es nuestro mismo Jesús: el Jesús de la fe. Y en este punto, Sto. Tomás y nosotros no nos diferenciamos en nada.
d) Y termina el evangelio de hoy con un mensaje para nosotros: los que no hemos comido y bebido con el Jesús físico y carnal, los que no hemos visto su pasión y muerte, los que no hemos metido físicamente nuestro dedo y nuestra mano en sus heridas. A nosotros, Jesús nos dice: “Dichosos los que crean sin haber visto”. Nosotros no hemos visto carnalmente. A pesar de ello, ¿creemos en su resurrección? Pues entonces DICHOSOS DE NOSOTROS, PUES TENEMOS VIDA EN SU NOMBRE.