Domingo IV de Pascua

29-4-2007 DOMINGO IV DE PASCUA (C)
Hch. 13, 14.43-52; Slm. 99; Ap. 7, 9.14b-17; Jn. 10, 27-30
Queridos hermanos:
En este IV domingo de Pascua se celebra a Jesús, el Buen Pastor. Demos gracias a Dios por todas las personas que El ha puesto a lo largo de nuestra vida como guías, maestros, educadores y pastores: por nuestros padres y familiares, por los profesores y vecinos, por los catequistas y sacerdotes, por tantas personas que nos han hecho tanto bien y, sin los cuales, nuestra vida no sería como es, ni nosotros seríamos como somos.
Como leíamos el otro domingo, Jesús le preguntó por tres veces a Pedro si lo amaba, si lo quería, y Pedro decía que sí. A cada una de las respuestas de Pedro Jesús le decía: “Apacienta mis ovejas.” Y es que el amor a Dios no debe quedar encerrado en nosotros mismos, sino que nos debe llevar a amar y cuidar de nuestros hermanos los hombres, los cristianos… “Apacienta mis ovejas.”
Esta tarea de apacentar las ovejas de Jesús es tarea de todos y cada uno de nosotros, los creyentes en Jesús. Porque todos nosotros tenemos el sacerdocio real por haber sido bautizados. Nuestras cabezas han sido ungidas con el santo crisma y por ello todo nuestro ser está consagrado, o sea, dedicado y reservado por entero a Dios y para Dios.
Entre los cristianos, los cuales tenemos el sacerdocio real, hay algunos elegidos por Dios para desempeñar el sacerdocio ministerial (ministerio quiere decir “servicio”). Me estoy refiriendo a los presbíteros, a los curas. Cristo Jesús toma nuestros labios y predica su Palabra Divina. El toma nuestras manos y perdona los pecados. El toma nuestras manos y consagra su Cuerpo y su Sangre, que sirven como alimento para los creyentes. Jesús toma posesión de todos y cada uno de los sacerdotes ministros (=servidores) para actuar en ellos y a través de ellos. Por eso, no es el cura el que predica, sino que lo hace en nombre de Cristo Jesús. No es el cura el que perdona, sino que es el mismo Cristo Jesús quien lo hace. No es el cura el que consagra el pan y el vino, sino que es el mismo Jesús quien convierte el alimento humano en Alimento Divino. Los sacerdotes ministros (=servidores) tenemos que desaparecer, vaciarnos de nosotros mismos para ser poseídos por El, el único Sacerdote, el único y auténtico Mediador entre Dios y los hombres.
El miércoles me llamó por teléfono un chico. Este quiere casarse. Se va a casar por la Iglesia, aunque a él le bastaría hacerlo por lo civil. Pero es que su novia es creyente y quiere hacerlo sacramentalmente. Me vinieron a ver los dos hace mes y medio para preguntarme si podían casarse por la Iglesia, ya que él no es creyente, a pesar de estar bautizado. Les dije que sí podían hacerlo, pero que él tenía firmar en el expediente matrimonial que no era creyente; además, tenía que firmar un documento por el que aceptaba la doctrina católica sobre el matrimonio (la fidelidad, la indisolubilidad y el tener hijos); también le dije que debía firmar que iba a permitir a su mujer educar a los hijos en la fe católica y que le iba a permitir a ésta vivir su fe. Este chico dijo que aceptaba todo esto. Asimismo le dije que no podía comulgar en la ceremonia, y lo aceptó. Luego nos despedimos. Pues bien, repito que el chico me llamó el miércoles para decirme que había salido muy revuelto de nuestro encuentro, que se había dado cuenta que su falta de fe era más bien desidia y descuido, que quería luchar por recuperar su fe y que se había confesado el día anterior. Le costó mucho el decidirse, pero, al salir de la iglesia, sintió una paz y una tranquilidad en su interior como nunca había tenido. ¿De dónde le vino todo esto? Pues de la actuación de Cristo, Buen Pastor, a través del cura que le habló a él y a su novia por lo del expediente matrimonial, y a través del cura que lo confesó el miércoles. Su transformación no fue obra de los dos curas, que son “muy inteligentes”, sino de la acción de Jesús en su interior. Así, se cumplieron en él las palabras que acabamos de escuchar en la segunda lectura: “El Cordero que está delante del trono será su pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos.”
Hace un tiempo cayó en mis manos un escrito de un autor de la Edad Media, en el que describía cómo debía ser un sacerdote. Os lo transcribo:
“Debe ser muy grande y a la vez muy pequeño.
De espíritu noble, como si llevara sangre real, y sencillo como un labriego.
Héroe por haber triunfado de sí mismo y hombre que se negó a luchar contra Dios.
Fuente inagotable de santidad y pecador, a quien Dios perdonó.
Señor de sus propios deseos y servidor de los débiles y vacilantes.
Uno que jamás se doblegó ante los poderosos y se inclina, no obstante, ante los más pequeños.
Dócil discípulo de su maestro y caudillo de valerosos combatientes.
Pordiosero de manos suplicantes y mensajero que distribuye a manos llenas.
Animoso soldado en el campo de batalla y mano tierna en la cabecera del enfermo.
Anciano por la prudencia de sus consejos y niño por su confianza en los demás.
Alguien que aspira siempre a lo más alto y amante de lo más humilde.
Hecho para la alegría y acostumbrado al sufrimiento.
Transparente en sus pensamientos y sincero en sus palabras.”
Recemos por todos los sacerdotes ministros para que seamos fieles y dóciles al único, eterno y verdadero Sacerdote: Cristo Jesús.