Pentecostés (C)

27-5-2007 PENTECOSTES (C)
Hch. 2, 1-11; Slm. 103; 1 Co. 12, 3b-7.12-13; Jn. 20, 19-23
Queridos hermanos:
Como hemos visto el domingo pasado, domingo de la Ascensión del Señor, nosotros, los cristianos, somos teístas (creemos en un Dios que está entre nosotros y se implica con nosotros: en las pequeñas cosas y en las grandes) y también somos monoteístas (creemos en un solo Dios). Pero igualmente es cierto que nosotros creemos en un solo Dios, mas con tres personas divinas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Los dos primeros son más conocidos y orados por nosotros que el tercero. El tercero, el Espíritu Santo, es el gran desconocido.
Acabamos de escuchar la SECUENCIA DE PENTECOSTÉS. Este un texto precioso, tanto literaria como religiosamente hablando. Sólo se puede hablar del Espíritu Santo de un modo alegórico y con ejemplos, o narrando las sensaciones que percibe la persona de fe, pero este “hablar” y este “narrar” no logran expresar toda la riqueza de lo que sucede en quienes reciben este Espíritu. Veamos lo que se dice en la Secuencia de Pentecostés. Haré algunos comentarios:

Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.

El Espíritu ha de ser pedido y suplicado a Dios Padre y a Dios Hijo. No se puede fabricar el Espíritu aquí, en la Tierra. Su lugar es el cielo, en donde están el Padre y el Hijo, y es a ellos a quienes se lo hemos de pedir. ¿Cómo sé yo que el Padre y el Hijo han escuchado mi oración y me han dado o me dan su Santo Espíritu? El Espíritu Santo está en mí cuando tengo luz para ver la realidad de mi vida. Vamos a ver un ejemplo de una chica que no tenía el Espíritu Santo y de otra que sí lo tenía: La primera se trata de una chica de Taramundi. Cuento el primer caso porque fue público y notorio. Esta chica iba a casarse y, preparando las cosas y los papeles en la sacristía, le dije que tenía que confesarse antes de la boda. Ella me contestó que no le hacía falta, que ella no tenía pecados. Yo le dije que sí los tenía, que todo el mundo los teníamos. Entonces ella insistió en que no tenía pecados. Le dije que sí tenía algunos, y le puse algunos ejemplos a partir de su propia vida: su madre, viuda y jubilada por enfermedad se levantaba todos los días hacia las 6 de la mañana a dar de comer a las vacas y a ordeñarlas a mano; luego su madre cogía el cántaro de leche y, en invierno y en verano, se lo cargaba a su espalda y a pie lo llevaba desde la casa en que vivían unos 4 km. hasta la carretera de Taramundi-Vegadeo por donde pasaba el camión de la leche. Allí su madre esperaba al camión con lluvia, viento, nieve o frío. Luego su madre de nuevo cargaba con el cántaro vacío y regresaba a casa, y al llegar le preparaba el desayuno a la hija, la cual se levantaba hacia las 12 del mañana y veía la telenovela de turno (Cristal), mientras su madre estaba en la huerta sembrando o escarbando las patatas y otras verduras. Encima de la cabeza de la chica, en la cocina, estaba la ropa tendida, que su madre había primero lavado y que plancharía más adelante. Luego su madre regresaba de la huerta y preparaba la comida, que servía a la chica, y con exigencias de ésta, si la comida no le gustaba. Después su madre fregaría, y la chica seguiría viendo la tele esperando a que diera la hora de vestirse y salir con su novio, que la vendría a buscar al pueblo. En este comportamiento yo distinguía los pecados de egoísmo, de pereza, de ira, de desamor hacia su madre. Le dije a la chica que, si le parecían pocos estos pecados, que miraríamos más. Veamos ahora el segundo caso; se trata de la chica que sí tenía la luz del Espíritu Santo. Lo tomo de un escrito de la propia chica: “An­tes... yo nunca veía mis pecados, sólo los de los demás, y sobre todo los de mis padres; hasta sentía satisfacción en criticar y humillar a mi madre... Todo ha cambiado. Ahora, si obro mal, lo reconozco y pido perdón. Y cada día voy descubriendo más cualida­des buenas en mi madre".

Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.

El Espíritu Santo, con su luz lee, en nuestro interior. Ante El no hay engaño ni maquillaje. Pero, al penetrar el Espíritu en nuestras almas hasta lo más profundo, no nos humilla ni nos abochorna, sino que, en medio de nuestra mediocridad y pecado, nos produce el mayor de los consuelos. Nada en este mundo se puede parecer a la sensación de paz y serenidad y alegría que nos produce el tener el Espíritu Santo en nosotros. Narra un sacerdote que, dando un retiro, explicaba a los asistentes que “Dios te quiere tanto, porque te mira con ojos de madre. No se fija en tu pequeñez, en tus defectos y fallos; sólo ve en ti un trozo de cielo; un reflejo de su propia luz, belleza y bondad... Entre los participantes de ese retiro se encontraba una señorita muy acom­plejada por su desmesurada talla. Al día siguiente esta señorita dio un testimonio así: ‘Anoche, estando en la capilla, podía sentir la mirada de Dios sobre mí. Y de lo más hondo de mi cora­zón surgió espontánea esta oración: ‘Te doy gracias, Señor, porque me has creado así, como un trozo de cielo, ¡y menudo trozo!’ Y por primera vez en mi vida pude reírme a gusto pensan­do en mi talla. Además, me parecía oír a Jesús riéndose conmigo. El caso es que todos mis complejos se los llevó el viento’". ¡Cuánto nos hacen sufrir nuestros fracasos personales y nuestros complejos! Por eso, podemos decir que el Espíritu Santo es el “padre amoroso del pobre”, de los pobres de este mundo, de los que sufren por cualquier cosa física, moral o espiritual.

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.

Ante esta riqueza y ante tantos dones y regalos (descanso, tregua, brisa, gozo, consuelo, agua en la sequía, salud en la enfermedad, limpieza, calor, guía del que no sabe…) como nos otorga el Espíritu Santo no es extraño que uno vuelva a clamar al Padre y al Hijo por este Espíritu.