Domingo XXIII del Tiempo Ordinario (C)

9-9-2007 DOMINGO XXIII TIEMPO ORDINARIO (C)
Sb. 9, 13-19; Slm. 89; Flm. 9b-10.12-17; Lc. 14, 25-33
Queridos hermanos:
- El otro domingo veíamos cómo la madre Teresa de Calcuta se quejaba del silencio de Dios. Pero esta queja es algo habitual en las personas cuando hablan de Dios o de las cosas de Dios. ¡Cuántas veces hay gente que en confesión, en dirección espiritual o en otras circunstancias me dicen que Dios no les habla, que Dios les deja en la soledad, que no les responde a sus peticiones! Vamos a poner algunos ejemplos:
* ¿Quién de nosotros no se ha aburrido alguna vez en la Misa? Si Dios nos hubiese hablado durante la Misa, no habría habido aburrimiento alguno.
* ¿Quién de nosotros no se ha aburrido alguna vez haciendo oración? Si Dios nos hubiese hablado durante la oración, no habría habido aburrimiento alguno.
* ¿Quién de nosotros no se ha quedado perplejo en alguna ocasión, no sabiendo si hacer una cosa u otra, si decir una cosa u otra, sin saber qué era mejor? En esos momentos sí que hubiera sido necesaria una palabra de Dios para orientarse. Recuerdo que hace unos días, cuando estaba en León con mis padres, me llamó una persona para contarme cómo una mujer casada había tenido relaciones sexuales con su marido y tenía miedo de haberse quedado embarazada; tenía miedo del embarazo, ya que su situación familiar y económica no era buena. Esta mujer quería tomar la píldora del día después, por si acaso… Le preguntó a su marido y éste le dijo que hiciese lo que quisiera. (El había desfogado ya sus apetitos sexuales; ahora las consecuencias las tenía que afrontar su mujer sola). Esta mujer preguntó a una persona qué debía hacer y esta persona le indicó que de ninguna manera tomara la píldora del día después, ya que de aquí podría venir un aborto y eso no debía suceder en modo alguno. Luego la persona que aconsejó de este modo y manera quedó muy preocupada y me consultó si había hecho bien o mal con lo que había dicho, pues, si resultaba que la mujer quedaba embarazada, le podían echar la culpa a ella; pero, por otra parte, no podía consentir que la mujer casada abortase. ¡De ninguna manera! ¿Qué hubiésemos hecho nosotros si hubiésemos sido la mujer casada? ¿Qué hubiésemos dicho nosotros si hubiera venido la mujer y nos hubiera preguntado: Tomo la píldora del día después o no la tomo? ¿Qué nos parece la actuación del marido?
- Llegados a este punto, es necesario que leamos la primera lectura, que acabamos de escuchar y en donde se le pregunta a Dios: "¿Quién conocerá Tu designio, si Tú no le das sabiduría enviando tu Santo Espíritu desde el cielo?"
¿Cómo haremos para escuchar a Dios en la oración, en la Misa, en nuestra vida ordinaria, en las dudas que nos plantea la vida o que nos plantean otros, para saber siempre lo que hemos de hacer?
El primer paso que hemos de dar es….: Aprender a escuchar a Dios. a) Aprendemos a escuchar a Dios cuando hacemos y tenemos silencio exterior: Hemos de callar más; hemos de no hablar tanto y con tantas palabras vanas, huecas y superfluas. Hemos de quitar ruidos inútiles de nuestra vida: TV, músicas, radios, revistas superficiales, libros superficiales, conversaciones superficiales… b) Aprendemos a escuchar a Dios cuando hacemos y tenemos silencio interior. No dejamos que las preocupaciones nos aturullen, nos obsesionen, nos invadan una y otra vez: tengo que ir a la compra, tengo mucho que hacer, dijeron de mí esto o lo otro, mis pecados me aplastan y no soy capaz de vencerlos… Todo eso el Señor lo sabe. Cuando quiero escuchar a Dios no debo aturdirlo en todo momento y siempre con “mis cosas”. El se las sabe todas. Pondré todas “mis cosas” ante El y me quedaré tranquilo, aunque sea sólo por un instante. Me he de dar un tiempo pequeño de respiro: todo está en sus manos. El sabe lo que necesito y lo que soy y lo que tengo y lo que me falta y lo que me sobra. Ahora… sólo debe de haber silencio; silencio a mi alrededor y silencio en mi interior.
El segundo paso es éste: Debemos de saber que lo que oímos de Dios es totalmente distinto de lo que oímos en el mundo. Cuando aprendemos a escuchar a Dios, no debemos juzgar con nuestros criterios lo que Dios nos dice. Como dice el profeta, “sus caminos no son nuestros caminos.” El mundo dice orgullo, Dios dice humildad. El mundo dice riqueza, Dios dice pobreza y austeridad y tener simplemente lo necesario. El mundo habla de fuerza, de grandeza y de poder, Dios nos habla de la debilidad de su Hijo en la cruz, de que son bienaventurados los pequeños y los que son como niños. El mundo habla del ojo por ojo, Dios nos habla de perdón. El mundo nos habla de tener, Dios nos habla de ser (“¿de qué te sirve ganar el mundo entero, si pierdes tu vida?”). Por todo esto, mucha gente hoy no entiende el mensaje del evangelio y “pasa” de él.
¿Quién hace que podamos hacer silencio y escuchar a Dios? ¿Quién hace que se nos transmita la sabiduría divina? Pues el Espíritu Santo, como se nos dice en la primera lectura. Todo depende de Dios. Si Dios no nos abre el oído, no nos enseña a guardar silencio, no nos revela lo que conocemos, nunca podremos conocer nada.
- Esta era la introducción para hablar ahora del evangelio, de lo que nos dice el propio Jesucristo. Nos parecerá duro, incluso podremos decir que es una metáfora. Sin embargo, sus palabras están bien claras. Con la Palabra de Dios no se puede jugar. No valen componendas. Dios no quiere sólo nuestra asistencia a misa, ni nuestras oraciones, ni nuestras limosnas, ni que nos confesemos católicos. Eso es demasiado poco. Dios nos quiere a nosotros, todo enteros.
Dice Jesucristo en el evangelio las condiciones para seguirlo: "Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, NO PUEDE SER DISCIPULO MIO". Creo que ya os lo conté en una ocasión: Hacia 1987 daba clase de religión en la escuela de Taramundi. Tenía una clase con adolescentes entre 11 y 14 años. En cierta ocasión les pregunté si querían más a un lápiz o a Dios. Todos quedaron sorprendidos por la pregunta, y todos respondieron que a Dios. Luego les pregunté si querían más a un balón o a Dios. Todos respondieron que a Dios. Aquí se generalizaron las risas y seguramente pensarían que nunca habían tenido un cura tan gracioso y que dijera cosas tan extrañas. Luego les pregunté si querían más a una vaca del establo de su casa o a Dios. Todos respondieron que a Dios. Las risas iban en aumento. Luego les pregunté si querían más a sus padres o a Dios. Aquí las risas se cortaron de raíz. Hubo un gran silencio y uno de los chicos me dijo con gran seriedad: “Don Andrés yo quiero más a mis padres que a Dios.” Percibí que los otros chicos pensaban lo mismo. Hacia 1985 una persona con la que llevaba la dirección espiritual en Taramundi y que tenía dos hijos le pregunté si quería más a sus hijos o a Dios. Me contestó a sus hijos. Sin embargo, en 1988 un día me dijo que quería más a Dios que a sus hijos, pero que, siendo esto así, había descubierto que ahora amaba a sus hijos mucho más y más perfectamente que cuando eran los primeros en su amor. Y es que Dios perfecciona, purifica y aumenta nuestro amor por nuestros seres queridos y por nuestros enemigos y por los desconocidos…
¿Cómo se puede hacer este camino? ¿Cómo se pueden cumplir estas palabras de Jesús que, a primera vista, parecen tan fuertes y tan irrealizables? Pues, como nos decía la primera lectura, sólo será posible esto si el Espíritu Santo de Dios nos es enviado por el Padre. Pidamos a Dios que nos dé su Espíritu, que amemos más a Dios que a todos nuestros seres queridos y que a nosotros mismos, que nos sea concedido el silencio exterior e interior, que escuchemos a Dios en nuestro ser más íntimo. ¡QUE ASI SEA!