Domingo XXV del Tiempo Ordinario (C)

23-9-2007 DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO (C)
Am. 8, 4-7; Slm. 112; 1 Tim. 2, 1-8; Lc. 16, 1-13
PECADO-PERDON-CONVERSION
Queridos hermanos:
Reflexionábamos el domingo pasado sobre el pecado. Os decía que sólo el hombre que está cerca de Dios puede verse pecador. Quien ve a Dios, ve la santidad de Dios y, al mismo tiempo, ve su propio pecado; pero, a la vez, quien ve a Dios y ve su propio pecado, ve el perdón de Dios para con el hombre pecador. Dios no nos “restriega” nuestro pecado en las narices. Nos lo muestra y, a la vez y sobre todo, nos ofrece su perdón.
- El perdón de los pecados está en el corazón del anun­cio evangélico. Jesús declara repetida­mente que ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido y no se contentó sólo con exhortar a los pecadores a que se convirtie­sen e hiciesen penitencia, sino que acogió a los pecadores para reconciliarlos con el Padre y les perdonó todos sus pecados. Como escuchamos el domingo pasado, Jesús comió con publicanos y pecadores y su comprensión hacia el pecador la expresó en varias parábolas (la oveja perdida, el hijo pródigo).
Con el mensaje de la reconciliación ofrecido por Dios a los hombres se abarca la práctica totalidad del mensaje de la salva­ción. La reconciliación es el primer fruto de la redención. Lo mismo que el pecado supone, como veíamos el otro domingo, una triple ruptura: con Dios, con los demás y con uno mismo. El perdón de Dios supone la reconciliación del pecador con Dios, con los demás y con uno mismo. En efecto, la reconciliación 1) restablece a los hombres en su verdad más profunda y les conduce a la comunión con Dios a la que están ordenados desde su creación. Dios reconciliador alcanza al hombre en su interioridad más profunda, dándole un corazón nuevo y haciéndole participar del Espíritu y de sus dones que lo sitúan en una nueva forma de existencia. 2) Con la reconciliación el hombre, que estaba desgarrado por el pecado, reencuentra su unidad interior y su libertad más auténtica y se hace capaz de vivir conforme a su dignidad perso­nal. 3) El hombre reconciliado está capacitado para establecer una relación amorosa y auténtica con los demás. Se hace próximo a sus hermanos dando lugar a unas relaciones fundadas sobre el recono­cimiento de la dignidad del otro, de la justicia y de la paz.
Además, la plena reconci­liación de todos los hombres se extiende a su vez a toda la creación. Recordemos el texto de Is. 11, 6ss. (“El león y el cordero pastarán juntos, la pantera con el ternero, no habrá estrago por todo mi monte santo.”) De aquí también viene eso que se nos cuenta de S. Francisco de Asís y su trato con el lobo que aterrorizaba a una comarca en Italia (Arezzo).
- La reconciliación es un regalo de Dios que sólo podemos recibir, ya que se nos da sin mérito alguno de nuestra parte; pero, a la vez, cada uno debe conquistarlo con esfuerzo y lucha personal y, ante todo, mediante un cambio total interior, una conversión radical de toda la persona, una transformación profunda de la mente y el corazón.
El hombre que se convierte 1) abandona cuanto le tenía alejado de Dios, rompe con su autosuficiencia -sus idolatrías y pecado-, renuncia a su actitud fundamental enfocada a la autoseguridad para dejarle todo el espacio a Dios en su vida. 2) Dios es para el hombre convertido en el criterio último y definitivo de su obrar. 3) El hombre convertido pasa a tener una confianza abso­luta en Dios y una firme esperanza en El. 4) El convertido ve operarse en él como un nuevo nacimiento, el surgimiento de una nueva criatura que reconoce que no hay, fuera de Dios, poder alguno al que debamos someter nuestra vida ni del que podamos esperar la salvación.
La conversión, por su misma naturaleza, es ante todo y primariamente una realidad personal. Acontece en la intimidad de la persona, en su encuentro con Dios, y conlleva una honda modi­ficación de la orientación existencial que marca, a partir de entonces, la conducta total. La conversión es una transformación interior, perso­nal e intransferible, que llega hasta el último fundamento del ser del hombre.
Esta conversión supone, como en el caso del hijo pródigo, un darse cuenta de que uno se alejado libremente de Dios, que este alejamiento sólo ha traído consigo vacío, sole­dad, ruina y miseria. Uno se reconoce a sí mismo desilusionado por el vacío que lo había fascinado. En este momento es cuando se arrepiente de su egoísmo, de su autosufi­ciencia. Por todo ello, el pecador se arre­piente y decide volver toda su persona a Dios; decide corregirse, no sólo en tal o cual punto concreto, sino cuestionarse a sí mismo en la totalidad del propio ser y disponerse para el cambio sin reser­vas. En efecto, como nos dice Jesús en el evangelio, Dios nos quiere por entero, no sólo una parte de nosotros: “Ningún siervo puede servir a dos amos, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero.” Y es que la conversión exige la ruptura con el viejo mundo de pecado, como uno que ha sido alcohólico-ludópata-drogadicto y ya no puede volver a beber-jugar-tomar drogas nunca más ni a frecuentar determinados ambientes y personas. La conversión supone la decidida voluntad de no volver a pecar. Ello se realiza normalmente en un lento y laborioso proceso de madura­ción y de vida nueva, con altibajos y aún sus retrocesos prosi­guiendo el camino hacia adelante, a pesar de las recaídas, con humildad y confianza, puestos los ojos en Aquél que nos busca y sale al encuentro. Y es que tenemos la total confianza en lo que hoy se nos dice en la segunda lectura: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.”
Voy a leer a continuación un relato de un soldado americano, que ilumina muy bien todo lo que he ido diciendo hasta ahora. Este soldado murió en el norte de África durante la segunda guerra mundial. En un bolsillo se le encontró un papel en donde ponía lo siguiente: “¡Escúchame, Dios mío!, nunca te había hablado; pero ahora quiero decirte: ‘¿Cómo te encuentras?’ Escucha, Dios mío; me dijeron que no existías y como un tonto me lo creí. La otra tarde, desde el fondo de un agujero hecho por un obús, vi tu cielo… De pronto me di cuenta de que me habían engañado. Si me hubiera tomado tiempo para ver las cosas que Tú has hecho, me habría dado cuenta de que esas gentes no consentían en llamar al pan pan. Me pregunto, Dios, si Tú consentirías en estrecharme la mano… Y, sin embargo, siento que Tú vas a comprender. Es curioso que haya tenido que venir a este sitio infernal antes de tener tiempo de ver tu rostro. Te quiero terriblemente; quiero que lo sepas. Ahora se va a dar un combate horrible. ¿Quién sabe? Puede ser que llegue yo a tu casa esta misma tarde… Hasta ahora nunca habíamos sido camaradas, y me pregunto, Dios mío, si Tú me vas a estar esperando a la puerta. Mira, ¡estoy llorando! ¡Yo, derramando lágrimas! ¡Ah, si te hubiera conocido antes…! ¡Bueno, tengo que irme! Es extraño, pero desde que te he encontrado ya no tengo miedo a morir. ¡Hasta la vista!” Este es un modelo de un hombre que vivió de espaldas a Dios, que se encontró con El y que se convirtió, aunque no tuvo tiempo vivir terrenalmente en el día a día su amor por Dios.
Os deseo una feliz reconciliación y conversión a todos.