Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario (C)

14-10-2007 DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO (C)
2 Re. 5, 14-17; Slm. 97; 2 Tim. 2, 8-13; Lc. 17, 11-19
Queridos hermanos:
- La primera lectura de hoy y el evangelio nos hablan de enfermos y de enfermedad. Concretamente nos hablan de la lepra y de leprosos. La lepra era y es una enfermedad terrible. Es la enfermedad de los pobres, de los hambrientos. A pesar de que en la actualidad hay medicinas contra ella, sigue estando presente en muchos sitios de la tierra. Por ejemplo, en la India. Recuerdo haber leído que una niña de unos doce años iba al basurero a recoger comida y otras cosas para ayudar a su familia. De repente un día vio unas manchas blancas sobre su piel y, al pincharse en esas zonas, no sentía el dolor. Tenía la lepra. Su propia familia la echó de casa. Es la norma. Con la lepra se pudre la carne del ser humano y esta carne se cae a pedazos. Un leproso se ha de apartar de la gente y vivir como un apesta­do. Si están casados y con hijos, deben salir de su casa No pueden beber en las fuentes públicas para no contaminarlas. En tiempos de Jesús, si un leproso caminaba por un sitio, debía ir tocando la campanilla para que al acercarse un hombre o una mujer sanos, estos se pudiesen apartar. Esta era y es la situación de los leprosos.
En las lecturas de hoy vemos cómo Dios cura a los leprosos: a Naamán y a diez leprosos. “Naamán de Siria bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había ordenado el profeta Eliseo, y su carne quedó limpia de la lepra, como la de un niño”; “Cuando Jesús iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: - ‘Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.’ Al verlos, les dijo: - ‘Id a presentaros a los sacerdotes.’ Y, mientras iban de camino, quedaron limpios.” Pero estas lecturas no nos hablan simplemente de curaciones de leprosos. Nos hablan de algo más. En el evangelio se nos dice que, de los 10 leprosos curados, sólo uno volvió para dar gracias a Jesús. Y entonces Jesús le otorga otro don mucho más grande que la salud, pues ésta, tarde o temprano, se acabará. Jesús le otorga la salvación que da la fe: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado.” Esto mismo le ocurrió a Naamán. El se marchó para su tierra, pero diciendo: “en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses fuera del Señor.”
Pienso que la idea central de estas lecturas no es simplemente que Dios nos cura y nos sana de nuestras enfermedades. Hay que profundizar más: Señor, ¿para qué me sirve la salud, si no me acerca más a Ti? Señor, ¿para qué me sirve la enfermedad, si no me acerca más a Ti? Voy a transcribiros unos trozos de una carta de un obispo. Fue obispo auxiliar de la diócesis de Madrid y murió a principios de este año, creo que de un cáncer. Fijaros, los cánceres y enfermedades alcanzan hasta los obispos, como no podía ser de otro modo. El obispo se llamaba Eugenio Romero Pose: “’Tu gracia vale más que la vida.’ Son palabras del salmista que se tienen como verdaderas cuando te sientes bendecido por la enfermedad y tocas los límites de tu caducidad. Sentir el hielo de la debilidad, del cuerpo que se rompe, de la mente que se oscurece, de la corruptibilidad que se adueña de lo que uno creía poseer, adquieren nuevo sentido cuando se obren los ojos a la verdad del dolor. Y únicamente uno puede mirar hacia delante y salir […] cuando en la oración deja que el corazón acoja la luz de quien sufrió y saboreó las hieles del sufrimiento hasta el extremo. Al sentir la incapacidad […] en la enfermedad […] entonces, sólo entonces, levantas los ojos a lo Alto y recibes el bálsamo que hace más dulce la existencia. La enfermedad […] nos hace tocar el fondo de la pequeñez […] No se aprecia la vida si no se acepta la muerte. Padre bueno, Padre Creador, me ha desbordado tu querer […] Llegó hasta mis ojos la cercanía de tu ser y estar en los enfermos, pobres, y débiles, que tu Hijo, Jesucristo, encontraba y curaba en los caminos de Galilea, Samaría y Judea. Sigo sintiendo la Mano sanadora del Nazareno que, más que nadie, saboreó el sufrimiento, la oscuridad del dolor, la entrega a la muerte […] Te pido, Señor, que sepa en el dolor pedirte el Espíritu para que mi vida y mi muerte estén en tu Cruz. Tiéndeme tu Mano para que contigo tenga la sencilla certeza de abrir un día los ojos y verte a ti a la derecha del Padre con el Espíritu Santo […] Déjame que no te deje y que dé gracias porque cada instante es un milagro en la espera de otro mayor; la vida eterna, vivir contigo. Me abandono, enfermo y débil, en tus Manos, que me hicieron, y en las de los hermanos que en el camino del dolor me comunican tu calor. Tus Manos están llenas de misericordia […] Gracias, Señor de mi vida y mi enfermedad, porque me has enseñado que tu gracia vale más que la vida, que la frialdad de la muerte no dejará que se apague el fuego de tu Amor.”
- En la segunda lectura se nos dice: “Haz memoria de Jesucristo […] Es doctrina segura: Si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos, reinaremos con él. Si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo.”
* Jesús ha de estar en el centro de nuestra fe, de nuestra vida, de nuestro pensamiento y de nuestro amor. Pero, si esto no fuera así, tenemos la absoluta certeza –gracias a las palabras de S. Pablo- que nosotros sí que estamos siempre en el centro de su Amor, de su Pensamiento, de su Vida y de su Gracia.
* Nosotros podremos alejarnos de Jesús o vivir de espaldas a El. Pero El nunca se alejará de nosotros. ¡Cuántas veces he sido testigo de esto a lo largo de mi vida sacerdotal! Personas que, por una causa u otra, han “pasado” de Jesús, de Dios y, al cabo de un tiempo, quieren retornar y El siempre está ahí para recibirlos, para recibirnos con los brazos abiertos. ¿Os acordáis de la carta que os leí a finales de septiembre de un soldado americano que murió en la segunda guerra mundial y que no aceptó a Dios en su vida hasta pocas horas antes de morir? Este es el Dios en quien yo creo. Este es el Dios al que yo amo. El Dios fiel para nosotros, que somos infieles. Esta es una doctrina segura, según nos decía S. Pablo.