Domingo II del Tiempo Ordinario (A)

20-1-2008 DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO (A)

Is. 49, 3.5-6; Slm. 39; 1 Cor. 1, 1-3; Jn. 1, 29-34

Queridos hermanos:
- En estos últimos días hemos celebrado que Jesucristo ha nacido, ha crecido y ha sido bautizado. Estamos ya ahora en pleno Tiempo Ordinario (enseguida, el 6 de febrero será Miércoles de Ceniza y empezará la Cuaresma). En este domingo de hoy la Iglesia nos propone unos textos en donde Cristo aparece como el centro de todo y de todos.
Hace poco me vino un chico alemán diciéndome que quiere entrar en la Iglesia católica. El no sabe nada de nuestra fe. Me pidió que yo le ayudara a formarse y prepararse. Si os encontrarais vosotros ante un caso semejante, ¿qué haríais, por dónde empezaríais, que le diríais…? Os pido opinión ahora a vosotros:
* ¿Será mejor que le dé un catecismo no demasiado extenso y que lo estudie, y ya le iré explicando las dudas que tenga? Es decir, puedo pedirle que memorice una serie de textos doctrinales y de dogmas de la fe.
* ¿Le explicaré los principales ritos católicos como confesarse bien, saber asistir a las Misas y responder…?
* ¿Le enseñaré las oraciones principales, como son el Padrenuestro, el Ave María, el Credo, la Salve, el Santo Rosario, el Viacrucis…?
* ¿Le diré las principales normas morales que un católico debe saber y practicar?
Entiendo que, aunque todo esto está bien, resulta equivocado empezar por aquí. Lo que creo que hay que hacer es anunciarle a Cristo como centro de todo, a Dios como centro de todo y de todos. Cuando esta persona conozca a Dios con su propia experiencia, cuando se sienta amado por Dios y ame a Dios de Tú a tú, entonces y sólo entonces esta persona necesitará conocer las palabras de Jesús y su doctrina. También necesitará saber cómo comportarse de cara a El y de cara a las demás personas (moral). Igualmente necesitará saber cómo dirigirse ritualmente y litúrgicamente a Dios en medio de una comunidad, y este lenguaje litúrgico le ayudará a crecer y a profundizar en su fe… Todo lo que suponga no empezar por Dios mismo o por Cristo mismo es comenzar la casa por el tejado. Así tenemos a tanta gente que pide los sacramentos en la Iglesia y, sin embargo, no conoce a Dios por experiencia propia; sólo lo conoce de oídas.
S. Juan Bautista, que sabía muy bien todo esto, nos habla hoy en el evangelio, no de ritos, no de doctrinas, no de rezos, no de moral, sino de Cristo mismo. Veamos lo que nos dice de Jesucristo:
-
“Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo […] Éste es el Hijo de Dios.” ¿Por qué a Jesús se le llama “cordero” y, además, “Cordero de Dios”? Se está haciendo referencia al cordero que cogieron los israelitas al escapar de Egipto (Ex. 12). La sangre de este cordero les sirvió para embadurnar las puertas de sus casas y que ángel exterminador no les hiciera daño. Este cordero les sirvió de igual modo para alimentarse y para coger fuerzas, porque al día siguiente tenían que empezar su travesía por el desierto. Pues también ahora S. Juan Bautista nos dice que nosotros tenemos un Cordero mucho mejor que el de los mismos israelitas. Nuestro Cordero nos protege con su sangre derramada y nos alimenta con su carne triturada con nuestros dientes y digerida con nuestros estómagos.
Además de protegernos y de alimentarnos Jesús, Cordero de Dios, nos quita los pecados a todos nosotros. Recuerdo ahora una celebración, que también tienen los israelitas. Me refiero al Gran Día de la Expiación (Lev. 16). Esta fiesta consistía en que se cogían dos carneros y uno de estos se destinaba a ser sacrificado en presencia de todo el pueblo y en quemar sus entrañas y rociar con su sangre al pueblo. ¿Qué se hacía con el otro carnero? Leamos: El Sumo Sacerdote “impondrá sus dos manos sobre la cabeza del (otro) animal y confesará sobre él todas las iniquidades y transgresiones de los israelitas, cualesquiera sean los pecados que hayan cometido, cargándolas sobre la cabeza del carnero. Entonces lo enviará al desierto por medio de un hombre designado para ello. El carnero llevará sobre sí, hacia una región inaccesible, todas las iniquidades que ellos hayan cometido; y el animal será soltado en el desierto.” Allí el animal moría a manos de las fieras, puesto que se le dejaba atado a una estaca. De este modo, el carnero se llevaba los pecados del pueblo fuera del campamento, y el carnero y los pecados eran comidos por las alimañas. Pues bien, del mismo modo todos nuestros pecados, los pecados de todos los hombres y de todos los tiempos: del pasado, del presente y del futuro, son cargados sobre el Cordero de Dios y El los lleva consigo, es atado con clavos a una cruz para que no se pueda escapar y allí es devorado por la muerte. Por todo esto decimos que Jesús es “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Hace poco vino una persona a hacer dirección espiritual conmigo y me trajo un texto de Jean Paul Sastre, que sabéis que fue un filósofo francés ateo del siglo XX. El estuvo prisionero de los nazis entre 1940 y 1941. Entonces escribió una obra de teatro (“Barioná, el hijo del trueno”), que se representó en el campo de concentración con prisioneros. Tiempo después Sartre llegó a renegar de esta obra suya. ¿Por qué? En la obra Sartre hace decir a uno de los actores: “Si un Dios se hubiese hecho hombre por mí, le amaría excluyendo a todos los demás, habría entre El y yo algo así como un lazo de sangre […] Un Dios-hombre, un Dios hecho de nuestra carne humillada, un Dios que aceptase conocer este sabor amargo que hay en el fondo de nuestra boca cuando todos nos abandonan, un Dios que aceptase por adelantado sufrir lo que yo sufro ahora.”

Pidamos a Dios que su Hijo sea el centro de nuestra fe y de nuestra experiencia de vida. Luchemos por ello y oremos por ello. Termino con esta oración preciosa, que creo que conocéis muchos de vosotros para pedir a Dios Padre que Cristo sea realmente para mí “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”:

Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
¡Oh, buen Jesús!, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de Ti.
Del maligno enemigo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a Ti,
Para que con tus santos te alabe y bendiga.
Por los siglos de los siglos. AMÉN.