Domingo de la Santísima Trinidad (A)

18-5-08 SANTISIMA TRINIDAD (A)
Ex. 34, 4b-6.8-9; Slm. (Dan. 3, 52-56); 2 Co. 13, 11-13; Jn. 3, 16-18


Queridos hermanos:
En el día de hoy celebramos la festividad de la Santísima Trinidad. Asimismo hoy la Iglesia ora y tiene muy presentes a los fieles consagrados a la vida contemplativa: a los monjes y a las monjas. Ya el año pasado hice esta homilía sobre la base de un escrito de una monja. Nuevamente esta monja, contempladora permanente del Dios amoroso y eterno, me escribió para que pudiera predicarlo en este día. Leamos:
“MI VOCACIÓN CONTEMPLATIVA
Pasada una semana después de mi nacimiento mis padres me llevaron a bautizar. Sé que, desde entonces, además de los brazos de mis padres, he tenido los brazos de la fe y del amor de nuestra Madre, la Iglesia. Y, aunque no era muy consciente de ello, mi vida transcurría, se alimentaba y crecía no sólo en mi familia humana sino también en el Hogar de la Iglesia.
Hacia los 16 años se despertó en mí como “un uso de razón espiritual”, es decir, a mi corazón le fue dado ver este inmenso Hogar: me di cuenta que éramos muchos hermanos, muchos hijos de la Iglesia y que, nuestra Madre-Iglesia, necesitaba y me pedía que yo le echase una mano con su familia.
Así es como mi vocación contemplativa, desde sus primeros momentos, está entrañablemente unida a la Iglesia. Cuando yo escuchaba poderosa y dulcemente que el Señor Crucificado me llamaba a estar con Él en el silencio y la oración, al mismo tiempo Él ponía ante mí y me mostraba el gran Hogar de la Iglesia y las heridas ¡tantas heridas! de la humanidad: las lágrimas y los sufrimientos de los hombres, mis hermanos, sus tragedias, fracasos, soledades y desesperanzas.
Comprendí, entonces, que el Señor y la Iglesia querían que me quedase para siempre en Casa, muy dentro, en el Hogar. Ése era el lugar que ellos habían escogido para mí. No necesitaba ir de una parte a otra anunciando el Evangelio; no era necesario ir a otro país a la misión o multiplicarme en actividades de caridad. Ni siquiera era necesario que los hermanos supieran de mí. Mi lugar estaba de puertas a dentro: para que no se apagase el calor del Hogar, su acogida, su belleza, su hospitalidad, su amor. Y ésta es mi vocación en la Iglesia:
· Mantener la luz del Hogar, con una fe viva; poniendo mi vida y la de todos mis hermanos en las Manos del Padre; siendo yo una ofrenda con Jesús en favor de todos; suplicando el Espíritu Santo, el único que renueva nuestra vida y la faz de la tierra.
· Mantener abierta la esperanza, como se mantiene la puerta entreabierta para que los hijos, en cualquier momento, puedan entrar. Si abandonan el hogar, aguardarles con mi oración y plegarias. Tender la mano a los que vacilan, confortar a los que sufren. Orar con esperanza y por la esperanza del mundo.
· Mantener el calor del hogar con el amor ardiente y puro a Jesús, mi Señor y Esposo. Un amor encendido, único y sobre todas las cosas, pero un amor que se extiende a toda la humanidad y sostiene y nutre nuestra gran familia.
Nuestra Madre la Iglesia, no sólo me ha abierto el Misterio de su corazón: Esposa de Cristo y Madre nuestra, sino que me ha dado parte de él, en vuestro favor.
Así mi vocación, con la de otras hermanas y hermanos contemplativos, es como una estrella en la noche de la humanidad. Diminuta en el inmenso firmamento, pero que regala su luz sin pedir nada a cambio. Somos como un goteo constante en el alma de la humanidad y de cada persona para que no se apague la vida, para que no se seque del todo ni para siempre su raíz, sino que sigan brotando, creciendo y dando frutos la esperanza, el gozo y el amor de Dios, nuestro Señor.
En este día, en que la Iglesia os pide que volváis vuestra mirada hacia nosotros, los contemplativos, os digo: Ved cómo Ella, la Iglesia, también a vosotros os necesita. Todos hemos de echar una mano en la familia, responder a sus llamadas, ocupar nuestro lugar, ahora que estamos en Sínodo Diocesano y caminamos a la sombra del gran Jubileo de la Cruz. Contáis con la estrella y el goteo de nuestra oración que os acompaña.
Moisés subía, con frecuencia, al Monte Sinaí a orar. Un día, como nos narra la 1ª lectura, Dios le descubrió su Corazón: un Corazón compasivo y misericordioso. Moisés, tocado por este amor entrañable de su Dios, se sintió movido a hacer tres súplicas en favor de su pueblo:
- Acompáñanos, Señor, en nuestro camino. No nos dejes solos.
- Perdónanos, Señor, somos pecadores.
- Recíbenos, Señor, como tuyos. Haznos ser tu pueblo y tu heredad.
Este Corazón compasivo y misericordioso de Dios que Moisés vislumbra en su oración y que le llena de piedad y paciencia, nosotros lo vamos a contemplar y recibir en Jesús, el Hijo Amado del Padre:
Tanto amó el Padre al mundo que nos ha dado a su Hijo Único.
Tanto amaron el Padre y el Hijo al mundo que nos han dado el Espíritu Santo.
Tanto amó el Espíritu Santo al mundo que ha suscitado, en la Iglesia, personas que, tocadas como Moisés del Amor misericordioso de Dios, están constantemente en el Monte de la oración y hacen súplicas por el mundo y por todos los hombres.
Hoy, día de la Stma. Trinidad, es un día en que recordamos y oramos por estos hermanos y hermanas nuestros que, en la vida contemplativa, hacen de su vida un canto de bendición al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo –como leíamos (cantábamos) en el salmo– y oran al Señor por toda la humanidad.”

Espero que os hayan gustado las palabras de esta monja, y sobre todo espero que os hayan ayudado y conmovido el corazón, el alma y la fe.