Domingo XXXII del Tiempo Ordinario (A)

9-11-08 DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO (A)
Sb. 6, 12-16; Slm. 62; 1 Tes. 4, 13-17; Mt. 25, 1-13
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Queridos hermanos:
En estos días de atrás leía en Internet unas noticias muy curiosas: resulta que a principios del siglo XX, en la recién estrenada Rusia bolchevique, juzgaron a Dios en un juicio sumarísimo: fue condenado a morir fusilado. La figura de Dios aparecía para las doctrinas marxistas como el centro de las desdichas humanas: Un ser todopoderoso que mantenía a su pueblo sufriendo injusticias y los hacía pobres, sumisos y conformes con su dolor. Por ello, Anatoli Vasílievich Lunacharski (1875-1933), comisario de educación en la Unión Soviética dirigió un juicio en contra de Dios. Se acusó a Dios de crímenes en contra la humanidad. Por suerte, Dios tuvo abogados defensores que alegaron en su favor que sufría trastornos mentales como para indicar que no sabía lo que hacía o que no era responsable de lo que hacía, pero, a pesar de todo, el jurado encontró culpable a Dios y procedieron a dictaminar un veredicto: muerte por fusilamiento. Una mañana de 1917 un destacamento de fusileros levantó sus armas y disparó contra el cielo. Dios había sido fusilado.
Asimismo creo que algunos de vosotros aún recordéis que hace poco tiempo un senador de EE.UU., Chambers, interpuso un juicio contra Dios por haber causado nefastas catástrofes, que han provocado muerte y destrucción sin misericordia. La demanda fue interpuesta ante un tribunal en Nebraska, y ello es signo de que las demandas pueden prosperar pese a lo extravagante de su contenido. En la demanda se decía que el demandado es conocido con varios “alias, títulos, nombres y designaciones”. Se le invocó para que se manifestase dondequiera que estuviese…, aunque sin éxito. Ante la imposibilidad de que Dios se presentase en el proceso, se citó a los representantes de “varias religiones, denominaciones y cultos que, de manera notoria, reconocen ser agentes del demandado y hablan en su representación”. Al final, parece que el senador abandonó el proceso judicial.
Para concluir, diré que en Rumanía hace unos años un rayo fulminó una vaca y el ganadero quiso cobrar al seguro el daño causado, pero le contestaron que la empresa aseguradora no era responsable de los “rayos divinos”; así le dijeron. Entonces el ganadero, ni corto ni perezoso, demandó a Dios para que le pagara la vaca. El juez en un principio aceptó la demandada, pero posteriormente la archivó, porque… no fue posible entregar la citación a Dios en un domicilio concreto.
Todo esto que acabo de decir, aunque suena a broma, sin embargo, es verídico.
- A este senador de Estados Unidos, al ganadero rumano, a los jueces que aceptan demandas y juicios contra Dios, y a tanta gente les es muy difícil encontrar a Dios. ¿Por qué? Por nuestra parte, también nosotros queremos encontrar a Dios, nosotros queremos encontrar su casa, pero no para procesarle o para demandarle en juicio, sino para estar con El.
¿Cómo hemos de hacer para encontrar a Dios? En la primera lectura que acabamos de escuchar se nos dan una serie de pistas para hallar a Dios. Se dice: “La sabiduría (es decir, Dios mismo) la ven fácilmente los que la aman, y la encuentran los que la buscan; ella misma se da a conocer a los que la desean. Quien madruga por ella no se cansa: la encuentra sentada a la puerta […] Ella misma va de un lado a otro buscando a los que la merecen; los aborda benigna por los caminos y les sale al paso en cada pensamiento”. Es decir, en estas palabras vemos cómo parece muy fácil encontrar a Dios. Para lograrlo se reseñan las siguientes condiciones personales: amarlo, buscarlo, desearlo, madrugar por El, merecerlo… Y quien tiene estas actitudes y disposiciones encontrará que Dios mismo se les da a conocer, lo encontraremos sentado a la puerta de nuestra casa, será Dios mismo quien nos vaya buscando por los caminos, será El quien nos abordará en cualquier esquina, incluso en nuestros pensamientos.
¿Por qué no pudieron encontrar a Dios el senador, el ganadero rumano, los jueces y tantas personas? Pues porque no tenían las actitudes necesarias y, a pesar de pasar al lado de Dios, no fueron capaces de reconocerlo. Unos querían fusilarlo, otros que les pagara la vaca, otros humillarlo en un juicio sumarísimo, otros sólo querían cumplir con su trabajo al citarlo para el juicio sin importarles para nada lo que Dios tuviera que entregarles o decirles a ellos mismos, otros sólo quieren su salud, su trabajo, el pago de su hipoteca, que les toque la lotería; en definitiva, que atienda sus necesidades…, pero no desean ni esperan que Dios se dé a sí mismo.
Ya decía Pascal: “Si de verdad os parece que tener fe sea deseable, entonces procuradla no aumentando las pruebas de la existencia de Dios, sino disminuyendo las pasiones (carnales) en vosotros”. En efecto, quizás no encontramos a Dios en nuestras vidas y en nosotros mismos porque en realidad no le amamos, no lo deseamos con todo nuestro ser y nuestra mente (como nos decía hace poco Jesús en un evangelio), no madrugamos por El, no lo merecemos.
Por lo tanto, para encontrar a Dios hay que tener previamente esta serie de disposiciones, ya que Dios no puede ser buscado “en frío”. El día en que lo amemos, lo buscaremos. El día en que lo busquemos, madrugaremos. El día en que madruguemos por El, significará que lo deseamos. El día en que lo deseemos como lo más importante de toda nuestra existencia (presente, pasada y futura), ese día realmente lo mereceremos y El se dará a conocer a nosotros, lo encontraremos sentado a nuestra puerta y nos saldrá al paso en cada pensamiento.
Esta disposición era la que tenía el salmista, pues compuso este salmo 62 –un salmo precioso-. En este texto el creyente abre todo su corazón y canta a ese Dios, al que ya ha encontrado, pues no se pueden decir estas cosas si es que antes uno no ha tenido experiencia de este Dios. Ahí va el salmo:
“Oh Dios, tu eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansía de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua.
¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloría!
Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios.
Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote.
Me saciaré como de enjundia y de manteca, y mis labios te alabarán jubilosos.
En el lecho me acuerdo de ti y velando medito en ti,
porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo”.