Domingo VI del Tiempo Ordinario (B)

15-2-2009 DOMINGO VI TIEMPO ORDINARIO (B)
Lv. 13, 1-2.44-46; Sal. 31; 1 Co. 10, 31 - 11, 1; Mc. 1, 40-45
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Queridos hermanos:
- El otro domingo os hablaba del sufrimiento humano, por ejemplo, del hambre y también de la enfermedad. En las lecturas de hoy se nos habla de una enfermedad en concreto: de la lepra. Con esta expresión se debe englobar no sólo la lepra, tal y como hoy la conocemos, sino también cualquier enfermedad de la piel: soriasis, tiña, erupciones, tumores, eccemas… Igualmente se nos habla en las lecturas de cómo reacciona Jesús ante quien padece este mal.
¿En qué consiste la enfermedad de la lepra? La lepra es una dolencia propia de un país pobre y subdesarrollado, como sucedía en los tiempos de Jesús. Los leprosos eran enfermos incurables, abandonados a su suerte e incapacitados para ganarse el sustento. Vivían arrastrando su vida en la mendicidad, y experimentando casi a diario la miseria y el hambre. Jesús los encontraba constantemente en su ir y venir por Israel.
Quienes padecían la lepra o cualquier enfermedad de la piel veían cómo se extendía por su cuerpo todas esas manchas, eran unas manchas repugnantes para ellos y para los demás. Estos enfermos se sentían y se sabían sucios y repulsivos, de tal manera que todos les rehuían. No podían casarse, ni tener hijos, ni participar en las fiestas y peregrinaciones de los israelitas. No podían trabajar ni ganarse el sustento con el sudor de su frente, pues los frutos de sus trabajos estarían manchados y contagiarían a los demás: a los sanos. Los leprosos estaban condenados al abandono y al apartamiento total.
- En el Israel de Jesús, como hoy también he visto en tantas ocasiones, se vivía la enfermedad como un castigo de Dios. Y tantas veces como un castigo injusto: ‘¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora?’ Si Dios, que era el creador de la vida y de la Salud (con mayúsculas), les estaba retirando su espíritu, ello era señal de que Dios les estaba abandonado. Pero, ¿por qué? La enfermedad para un israelita era una maldición, un castigo de Dios por algún pecado. Por el contrario, la curación era vista como una bendición de Dios.
Los leprosos eran separados de la comunidad, no por temor al contagio, sino porque eran considerados impuros y podían contaminar de pecado a quienes pertenecían al pueblo de Dios. Por eso se entiende la orden del Antiguo Testamento que acabamos de leer: “Cuando alguno tenga una inflamación, una erupción o una mancha en la piel, y se le produzca la lepra, […] el sacerdote lo declarará impuro de lepra. El que haya sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: ‘¡Impuro, impuro!’ Mientras le dure la afección, seguirá impuro; vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento”. Para el israelita, que sólo entendía la vida integrado en una familia y en un grupo, esta exclusión significaba una auténtica tragedia. Abandonado por Dios y por los hombres, estigmatizados por los vecinos, excluidos de la convivencia, estos enfermos eran el sector más marginado de la sociedad. Los cojos, los ciegos, los mudos, los que tenían otras enfermedades podían entrar en los pueblos e incluso ser cuidados por sus familias y vivir con ellas, pero los leprosos no. Estos debían vivir solos, fuera de su familia, de su aldea y, cuando iban por los caminos, debían gritar: “Impuro, impuro”. Debían apartarse del camino cuando se acercaban otras gentes. No debían lavarse en las fuentes ni en los ríos que usaban los sanos, pues en caso contrario se exponían a morir apedreados. Podían lavarse y beber en charcos, o en pozos sólo por ellos usados. Los leprosos no se acercaban a la gente. Sus propios familiares, si les daban de comer, no les dejaban acercarse, sino que les tiraban la comida desde lejos o la dejaban sobre una piedra para que después ellos la cogiesen.
No podemos juzgar sin más aquellas gentes sanas desde nuestra perspectiva. Debemos ponernos en su lugar. La lepra era una enfermedad horrible: la piel se pudría, olía mal. Los miembros del cuerpo se desprendían. Se pensaba que la lepra era altamente contagiosa y no tenía cura. ¿Como protegerse? ¿Como proteger al resto de la comunidad? ¿Era razonable acercarse a un leproso y exponerse a la lepra? ‘Terminaré yo también leproso’, pensaban entonces. La única solución parecía consistir en apartar a los contaminados. No por odio, sino por necesidad de prevención.
- ¿Cuál era la reacción de Jesús ante los leprosos? Nos cuenta el evangelio que un leproso sí que se acercó a Jesús. El leproso sabe que puede ser apedreado. Pero en su corazón ha nacido un rayo de fe: ‘Jesús puede curarme’. El se daba cuenta que Jesús no iba a escapar, que Jesús no iba a tirarle piedras. Por eso, se acercó a Jesús, “suplicándole de rodillas: ‘Si quieres, puedes limpiarme’”. (Actitud humilde, de súplica, y palabras de petición y de confianza). Es cuando sufrimos miserias, cuando sabemos que solos no podemos, es cuando más nos abrimos a la misericordia de Jesús.
Y entonces Jesús hizo algo escandaloso para aquel tiempo y para la gente que lo vio: Jesús “sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Quiero: queda limpio’. La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio”. Jesús manifiesta en esta acción la misericordia de Dios. No sólo enseña verdades valiosas, sino que El tiene también el poder infinito para restaurar al hombre. Jesús es Dios que ha venido a salvarnos.
Pero este evangelio contiene hoy y siempre varios mensajes para todos nosotros:
* Nosotros somos ese leproso. Nuestra lepra es una lepra espiritual, es decir, nuestro pecado que nos causa una corrupción mucho más grave que la lepra física.
* Jesús se acerca a nosotros, si hace falta se arrodilla ante nosotros y nos suplica. Jesús nos toca y no teme ensuciarse con nuestras impurezas. No siente repugnancia por nuestras erupciones o malos olores. Jesús permite que le toquemos, que bebamos de su vaso, que comamos en su plato y con su cuchara. Jesús nos acoge en su casa y nos hace la cama con sus sábanas; las mismas que El utilizará después. Jesús nos cura y nos sana.
* Tras la curación, Jesús nos envía a llevar su amor a otros hermanos “leprosos”, para que nosotros seamos su presencia, tocando a otros en su nombre con la misma misericordia y pureza que El lo hizo. ¿Qué leprosos nos necesitan? Personas marginadas, rechazadas, faltas de cariño, de presencia amigable y de escucha atenta; quizás pecadores que necesiten alguien que les ayude a encontrar el camino... Es un riesgo muy grande tocarlos. Te puedes contaminar. Puede que no te comprendan…
* Pidamos ahora mismo a Jesús la gracia de vernos y sentirnos leprosos a los ojos de Dios. Pidamos la humildad necesaria para acercarnos a Jesús o para permitir que El se acerque a nosotros. Pidamos, como el leproso del evangelio: “Si quieres, puedes limpiarme”. Pidamos a Jesús que El nos toque, que nos diga: “Quiero: queda limpio”. Pidamos a Jesús que sepamos ser sus discípulos y que sepamos extender su misericordia a otros hermanos nuestros.