Domingo V de Pascua (B)

10-5-2009 DOMINGO V DE PASCUA (B)
Hch. 9, 26-31; Sal. 21; 1 Jn. 3, 18-24; Jn. 15, 1-8
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Queridos hermanos:
Hoy quisiera fijarme en dos ideas de las lecturas que acaba­mos de escuchar:
- Se dice al final de la primera lectura que, pocos meses después de la resurrección de Jesús, "la Iglesia gozaba de paz. Se iba construyendo y progresando en la fidelidad al Señor y se multiplicaba animada por el Espíritu Santo". A raíz de la predicación de los apóstoles y de los milagros de estos, mucha gente se integraba en la Iglesia. Así pasaba hacia el año 33 de nuestra era. Sin embargo, vemos que hoy pasa exactamente todo lo contrario: en España, en Europa y en tantos lugares de América Latina los templos se vacían, y en todo caso sólo hay gente mayor. En La Corredoria (barrio cercano a Oviedo) hay bloques de pisos en los que sólo una familia entre treinta tiene los hijos bautizados; cada vez menos niños hacen la primera comunión y muchos menos son quienes se confirman. Se están vendiendo templos en Alemania, pues no hay quien los use. En América Latina las gentes se van a las sectas, en donde se encuentran más acogidas y son más participativas que las parroquias católicas, las cuales están en general muy clericalizadas. Los conventos se vacían de monjas y religiosos: no entran jóvenes, los de mediana edad se van y quedan sólo los ancianos. Cosa parecida pasa en los seminarios diocesanos. Muchas más cosas podríamos decir en esta línea.
No obstante, esto que acabo de narrar no es nada nuevo en la historia de la Iglesia. Hace poco cayó en mis manos una reflexión de un carmelita que iba en la misma dirección que acabo de apuntar más arriba y añadía que durante la peste negra, que sucedió en plena Edad Media, conventos e iglesias se vaciaron. En el siglo XVI, con el triunfo de la Reforma protestante, también se vaciaron conventos y diócesis, llegando a desaparecer congregaciones religiosas centenarias. También en el siglo VII, con el triunfo del islamismo, en el norte de África, cuna de tantos santos (S. Atanasio, S. Agustín, S. Cipriano, etc.) y con unas comunidades cristianas florecientes, se produjo una hecatombe, pues todo ello desapareció arrasado por los musulmanes. Igualmente otra destrucción de la fe sucedió hacia 1917 en toda Rusia y sus alrededores, y hacia 1945 con el triunfo de Mao en China.
¿Por qué nos sucede ahora toda esta deserción de la fe católica y cristiana por parte de tantas y tantas personas? Quizás la razón está en lo que nos decía el evangelio de hoy: "Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no perma­nece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí." En cuanto se poda una rama de un árbol, o un viento fuerte la arranca y dicha rama no está unida al tronco de donde le viene la sabia, enseguida las hojas de la rama se mustian y se secan y, al final, la misma rama acaba pereciendo. Si la rama tenía flores, éstas se secan; si tenía fruto, también éste se seca y se pudre, porque le falta el alimento. Esta imagen tan sencilla y que comprendemos todos tan bien, la puso Jesús a las gentes que estaban cerca de él y con ello quiso enseñarles que del mismo modo pasaría con todos aquellos que no estuviesen unidos a El. Si no estamos unidos a Cristo no podemos dar hojas, no podemos crecer, no podemos dar ni flores ni fruto. Y Dios nos utiliza a nosotros para dar fruto para los demás hombres. Aquellos primeros apóstoles y cristianos de la primitiva Iglesia daban mucho fruto y cada vez más gente se les unía. La Iglesia progresaba en fidelidad al Señor y en unión entre los cristianos. La razón fundamental era porque ellos estaban unidos totalmente a Cristo Jesús. La sabia de Cristo les llegaba y daba vida.
Quienes conocen a los santos y leen sus vidas, palabras y hechos saben que ellos son los que más fruto dan para Dios y para la Iglesia, porque son los que están más unidos a Jesús. No sé si sabéis la famosa oración, atribuida a San Fran­cisco de Asís, que dice así:
"Señor, haced de mí un instrumento de tu paz.
Que allí donde haya odio, ponga yo amor.
Que allí donde haya ofensa, ponga yo perdón.
Que allí donde haya discordia, ponga yo armonía.
Que allí donde haya error, ponga yo verdad.
Que allí donde haya duda, ponga yo fe.
Que allí donde haya desesperación, ponga yo esperanza.
Que allí donde haya tinieblas, ponga yo luz.
Que allí donde haya tristeza, ponga o alegría."

Sin Jesús no podremos hacer nada, pero con él lo podremos todo en nuestra vida. Y esto sabe que es verdad aquel que ha experimentado su nada, sus caídas una y mil veces, sus promesas eternamente incumplidas de ser mejor, de tener más paciencia, de guardar más la lengua, etc. Sólo El nos puede ayudar, nos puede trasformar en frutos de salvación para nosotros y para los demás. En efecto, como dice Jesús en el evangelio de hoy: "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada”.
¿Estoy yo unido a Cristo y doy frutos? ¿Soy instrumento de Dios para los demás, al modo de San Francisco de Asís y su oración?
- La segunda idea que quisiera reseñar está contenida en la segunda lectura. Dice así: "Queridos, si la conciencia no nos condena, tenemos plena confianza ante Dios." Todos los hombres tenemos una conciencia en nuestro ser. Ella es la que nos indica aquello que está bien hecho o aquello que está mal hecho. En ella influye la educación que hemos tenido en nuestras familias, en el colegio, en nuestro ambiente. Asimismo la conciencia es el lugar en donde Dios nos habla y nos mues­tra lo bueno y lo malo.
Es cierto que esta conciencia puede ir cambian­do con el tiempo, con las experiencias que vamos te­niendo a lo largo de nuestra vida. Se dice que el mayor ladrón comenzó roban­do un alfiler. Seguro que su conciencia le dijo en aquella oca­sión que el robo estaba mal, pero si él la acalló, la siguiente vez que robó ya la voz de la conciencia fue más débil y así hasta que la acalló totalmente. Por eso, San Pablo nos indica en la carta a los corintios que Dios está por encima de la conciencia[1]. Y al contrario, cuando una persona comienza tener más trato con Dios, su conciencia se vuelve más sensible y cosas que antes pasaba por alto, ahora ya no. Recuerdo una vez que en unos Cursillos de Cristiandad, que duran 3 días, para comer nos traían al comedor un carro con las comidas y los sacerdotes y otros seglares nos levantábamos para servir la comida o recoger los platos. Al segundo día se levantó un hombre casado que iba por vez primera y se puso también a quitar los platos y la mujer nos comentaba: "Es la primera vez en 25 años que veo a mí marido hacer esto. Siempre esperaba que lo hiciera yo, pues así lo había visto siempre en su casa".
Por tanto, procuremos dejar que el Espíritu forme nuestra conciencia al modo de Dios. Quien tiene la conciencia tranquila y está ésta bien formada, puede estar totalmente en paz.
[1] "Sino que a mí me importa muy poco que me exijáis cuentas vosotros o un tribunal humano; más aún, ni siquiera yo me las pido; pues aunque la conciencia no me remordiese, eso no signifi­caría que estoy absuelto; quien me pide cuentas es el Señor" (1 Co 4, 3-4).