Domingo de la Santísima Trinidad (B)

7-6-2009 SANTISIMA TRINIDAD (B)
Dt. 4, 32-34.39-40; Slm. 32; Rm. 8, 14-17; Mt. 28, 16-20
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Queridos hermanos:
Celebramos en el día de hoy la festividad de la Santísima Trinidad. Es la celebración que sigue siempre al domingo de Pentecostés y la Iglesia dedica este día a orar y a tener presente a todas las vocaciones a la vida contemplativa: monjes y monjas.
Carlos de Foucauld fue un noble francés que murió el siglo pasado. En la adolescencia perdió la fe. Siguió la carrera militar y estando en el norte de África se encuentra con la fe en Alá. El testimonio de fe de los musulmanes despierta en él un cuestionamiento sobre Dios: “Dios mío, si existes, haz que te conozca”. En efecto, Carlos de Foucauld buscaba la Verdad de su vida y no sabía dónde hallarla. Durante un tiempo se sintió atraído hacia el islamismo. Incluso llegó a estudiar árabe y a leer el Corán. “El islamismo me agrada mucho por su sencillez: sencillez de dogma, sencillez de jerarquía, sencillez de moral”. Sin embargo, Carlos se fue dando cuenta que no estaba allí la Verdad plena que él buscaba. ¿Por qué? Porque no había hombres y mujeres, jóvenes o adultos, dedicados totalmente a Dios. Es decir, no había vida consagrada. No había contemplativos. “Yo veía claramente que el Islam carece de fundamento y que la verdad no está en él. ¿Por qué? Porque el fundamento del amor, de la adoración, es perderse, abismarse en lo que se ama y mirar todo lo demás como nada… Cuando se ama apasionadamente, se separa uno de todo lo que pueda distraer, siquiera un minuto del ser amado, y se arroja y se pierde totalmente en él”. ¿Es posible que no haya nadie, absolutamente nadie, que se entregue al Señor totalmente, en cuerpo y alma? Y Carlos resolvió seguir buscando. Un día encontró esos hombres y mujeres en la Iglesia Católica.
Este fue el camino de fe, a grandes rasgos, recorrido por Carlos de Foucauld[1]. También una religiosa contemplativa nos cuenta algo de su camino de fe. Vamos a escucharla: “Es verdad que, en el origen, en el camino y en la meta de mi vocación contemplativa, está Dios solo. Él con su fuerza arrolladora, que nunca nadie ha podido ejercer en mi corazón. Él ha hecho que todo lo demás sea, para mí, pequeño, pasajero y de menor valor, pues Él es ¡mi Perla de gran valor!
Era costoso decir a mis padres que quería dejar los estudios y entrar en un Monasterio. También conocí la humillación ante mis compañeros de clase cuando me ridiculizaban o hacían el vacío porque me veían entrar o salir de la Capilla. Yo no era valiente para ir mar adentro en los caminos de Dios. Pero Él sí lo era y lo es. El espíritu que me concedía no era para recaer en el temor (Rm. 8, 15), sino el Espíritu Santo para sufrir y salir victoriosa con Jesús, por amor a Jesús. Pienso que si todo hubiese sido más difícil, más contrario y más largo, también Él hubiese vencido en mi debilidad.
Ante Dios, día y noche me arrodillo. Él es el Señor, el único Señor y Dueño de mi vida. En sus manos de Padre transcurre mi existencia; Él me ha desposado con su Hijo, mi Señor Jesucristo, y al regalarme el Espíritu Santo me ha abierto un camino de esperanza, de vida eterna, un camino de amor para el amor.
Y, precisamente, porque mi vida le pertenece con exclusividad, Él va llenando mis manos y mi corazón de nombres y rostros. Unos conocidos y otros que nunca conoceré. Las manos y los rostros de todos los hombres, mis hermanos, a quien yo debo cuidar y curar; por quienes debo orar y ofrecer mi vida.
Cuando me siento cansada o atravieso dificultades, sufrimientos o pruebas inevitables, sé que ese cansancio, ese dolor o dificultad, esos sufrimientos breves o prolongados, son necesarios a alguien en el mundo. Alguno de esos rostros que Dios me confía, acaso tú mismo o tú misma; algún sacerdote o seminarista, el Santo Padre (el Papa) o el obispo… lo necesitan para descansar; necesitan de mis pruebas y sufrimientos vividos con Jesús y por su amor para tener fortaleza, esperanza, consuelo. Y me siento feliz de poder acercarme a sus vidas, abrazarlos en mi corazón y besar las heridas de todos mis hermanos, dejando en ellos el consuelo y la esperanza del Señor.
Así es como, la Palabra más grande, la Voz de fuego: voz ardiente que hacía y hace arder mi corazón, como a los discípulos de Emaús. Esta Palabra y esta Voz son signos y señales de amor, de cariño, de elección, de la fortaleza de su Mano que me guía, del Brazo poderoso que me sostiene (Dt. 4, 32ss.). El Padre me entrega esa Vida en Jesús, su Hijo, para que yo os la entregue y tengáis vida; pero no cualquier clase de vida ni sólo calidad de vida, sino que tengáis ya ahora Vida eterna, perdurable, Vida de Dios, y por lo mismo sentido, esperanza, y amor. Para que todos pongamos nuestros ojos en Dios y en la Patria del Cielo, pues estamos de camino y pronto nos llamará a encontrarnos con Él. Debemos prepararnos a ese encuentro definitivo.
En mi vida sencilla y sin relieve, Jesús sigue sosteniendo a su Iglesia y, poniendo ante vuestros ojos la eternidad.
Hoy quisiera deciros con las palabras de Jesús (Mt. 28, 19): ‘Yo estoy con vosotros, los hermanos y hermanas contemplativos estamos con vosotros, todos los días. Siempre habrá por ti una oración ante Dios, por ti una plegaria en su Corazón, por ti alguien ofrece su sacrificio; alguien se arrodilla y suplica por ti’.
Orad para que nuestra vida sea una ininterrumpida adoración, una intercesión constante por el mundo, para que seamos reflejo del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; ese amor eterno, gratuito, pero con entrañas. Ése es el amor que tiene pleno poder (Mt. 28, 18) para cambiar el mundo y la historia, para enderezar las vidas de los hombres y llenar de sentido la existencia.
A Él os confío y rezo por vosotros. ¡¡Prometido!!”
[1] Os aconsejo que os hagáis con las obras de Carlos Carreto, un sacerdote italiano que siguió las huellas de Carlos de Foucauld y lo siguió al desierto.