Domingo XII del Tiempo Ordinario (A)

21-6-2009 DOMINGO XII TIEMPO ORDINARIO (B)
Job 38, 1.8-11; Sal. 106; 2 Co. 5, 14-17; Mc. 4, 35-41
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Queridos hermanos:
Empezamos ya los “domingos verdes” o domingos del tiempo ordinario, que llegarán hasta finales de noviembre. El domingo pasado, festividad del ‘Corpus Christi’, os hablé sobre la adoración eucarística, aunque un poco por encima. ¡Se pueden decir tantas cosas de ella o en torno a ella!
Hoy quisiera seguir profundizando un poco en este tema de la adoración eucarística, pues quisiera “meteros ganas” y que tuvierais el “gusanillo” y, los que no la hacen, que empezaran con ella y, los que la hacen, que sigan con más ganas, pues la adoración eucarística es algo esencial en la vida de fe.
No es fácil ‘hacer’ adoración ante el sagrario. Mucha gente reza ante el sagrario, es decir, está delante del sagrario y reza el rosario, o reza una estación, o hace otros rezos. Hay gente que quiere ir un poco más allá de los ‘rezos’ y habla con Jesús, que está realmente en el sagrario, y le cuenta sus cosas. Pero mucha gente es inconstante y, finalmente, deja de lado esta adoración, o se aburre y no saca nada en claro ni avanza. Todo esto es normal que suceda y la solución contra ello es doble: 1) Ser fiel y continuar día tras día ante el sagrario. 2) Tener un guía espiritual que ayude, oriente, anime y discierna lo que está pasando en el interior del adorador.
Cuando una persona, a pesar de todos los pesares, continúa en adoración ante el Señor en el sagrario, en un determinado momento puede empezar a percibir algunos frutos en el momento de la adoración o en otro momento del día. Y de esto quería hablaros propiamente en el día de hoy: ¿Cuáles son los frutos de la adoración eucarística? Algunas advertencias: 1) Por supuesto, no agotaré todos los frutos que se pueden recibir del don y regalo de la adoración. 2) Los frutos de los que yo hablo aquí no son producidos por nuestro esfuerzo o diligencia, sino que son sobre todo un regalo de Dios. En efecto, nadie puede estar al lado de Dios y no quedar contagiado con las cualidades divinas. Lo mismo que nadie puede estar al lado del Maligno y no quedar contagiado de sus vicios y defectos. Bien, veamos algunos de estos frutos:
- Cuando uno está situado ante el Señor de una forma constante y diaria, la acción de Dios transforma al adorador. Así, éste percibe que la paz le va inundando poco a poco. Uno se vuelve más paciente consigo mismo, con los demás y con Dios. Uno ya no echa tantas cosas en cara a los demás ni a sí mismo. La paz de Dios transmite serenidad y sana poco a poco las heridas del pasado y del presente: tanto el dolor y sufrimiento que han hecho o hacen a uno como lo malo que uno ha hecho o hace a los demás o a sí mismo. Por otra parte, la paz del Señor nos quita las prisas y todo se vuelve calma y sosiego en nuestro interior. Una calma que no nos lleva al pasotismo o a la pereza, sino que nos hace más responsables de nuestras tareas y trabajos, pero con equilibrio y serenidad, ya que las prisas producen ira y hieren a los demás con palabras, con gestos, con acciones, con omisiones. Por lo tanto, cuando uno adora es regalado con la paz de Dios; la misma paz que El tiene nos es entregada.
- La adoración constante produce el fruto de la comprensión. Hay un refrán indio que dice que para, comprender a otra persona, hemos de ponernos sus propias zapatillas. Es decir, hemos de estar en su misma situación y, a lo mejor, descubriríamos que lo hacíamos mucho peor que él. Recuerdo que en una ocasión, siendo yo seminarista, discutí con un compañero (no recuerdo el motivo) y tuvimos unas palabras. Era por la tarde y hacia las 8 de la tarde yo hacía mi rato de adoración ante el sagrario. Normalmente yo estaba entonces una hora. La primera media hora me la pasé rememorando la conversación con el compañero y echándole en cara todos sus fallos y, cuanto más pensaba en ello, me veía con más razón. A la media hora sentí en mi espíritu una voz clara, y era de Dios. Yo estaba diciéndome: ‘porque él hizo esto, hizo lo otro, dijo así…’ Dios simplemente me dijo: “¿Y tú? Y en un instante me mostró tantas situaciones en las que yo había reaccionado igual o mucho peor que el otro seminarista y vi claramente cómo Dios en todas aquellas ocasiones había sido comprensivo conmigo y no me había echado nada en cara, ni me lo había restregado por las narices. La siguiente media hora de la adoración me la pasé pidiendo perdón a Dios y al salir tuve que ir a pedirle perdón al compañero por mis palabras duras, en el tono. Luego de haberlo hecho sentí una alegría inmensa. Vi que no era tan difícil pedir perdón y estaba dispuesto a pedir perdón a todo el mundo, pues el gozo que sentí era mayor y más grande que lo que yo había experimentado nunca antes.
- Todos nosotros estamos llenos de complejos o de miedos; complejos por nuestro carácter, por nuestro físico, o de miedos a ser ridiculizados, a no ser aceptados por los demás. Constantemente estamos como en una competición, y aprendemos la ley del engaño y del disimulo. En la adoración se nos quitan estos complejos y miedos. ¿Por qué? Porque descubrimos que Dios nos ama, nos quiere y acepta tal y como somos, PUES HA SIDO EL QUIEN NOS HA CREADO ASI. Uno tiene las piernas torcidas, es calvo, tiene barriga, tiene el trasero gordo, pronuncia mal las erres, se baba al hablar… ¿Qué más da todo ello? Si Dios te quiere y acepta así. Y entonces empieza uno a aceptarse también así. Con Dios y ante Dios comprendo que no tengo que ser el mejor, ni el más guapo, ni el más gracioso, ni el más listo. Dios me quiere así y me acepta así. Y además, siento que esto no son palabras bonitas; siento en lo más profundo de mi ser que es así. ¿Qué más da que los demás no me acepten, si me acepta Dios?
¿De qué o de quién voy a tener miedo, si Dios siempre está conmigo? Y uno canta con toda la fuerza de su ser el salmo 26: “El Señor es mi luz y mi salvación. El Señor es la defensa de mi vida. ¿A quién temeré, quién me hará temblar?” Todo esto significa que la persona que adora y es tocada por el dedo de Dios es una persona que se acepta a sí misma y que acepta a los demás, porque Dios lo hace conmigo… y con los demás. Yo no soy más que otro, porque para Dios no soy más, pero tampoco soy menos. Soy quien soy, y el otro es quien es, y Dios ama, crea y acepta al otro y a mí.
- La persona que adora recibe el don de la humildad. Es uno de los mayores frutos de Dios. Esta humildad no proviene del hecho de que veamos claramente que yo no soy más que nadie y que todos somos iguales ante Dios. NO. El origen radical y profundo de la humildad es que la persona que adora y entra en contacto íntimo y profundo con Dios se da cuenta que Dios es todo y yo no soy nada; El es bueno y santo y yo soy pecador; El es poderoso y yo soy débil; El es la bondad absoluta y la generosidad total y yo soy egoísta e interesado; El es grande y yo soy pequeño; El ama de verdad y yo no, pues mi amor está demasiado contaminado de egoísmo. Esto que digo son palabras, pero, cuando uno experimenta todo esto de una manera misteriosa, pero real, uno se da cuenta (espiritualmente, no sólo racional o sensiblemente) de todo ello y desde ese momento considera a Dios como el Kyrios, el Señor.
La humildad regalada por Dios en la adoración produce en nosotros la confianza, ya que se experimenta la fidelidad eterna de Dios para con nosotros. Hagamos lo que hagamos, digamos lo que digamos, dejemos de hacer o de decir lo que sea… Dios siempre estará con nosotros y no nos abandonará.
- La adoración produce en nosotros el aumento de fe en Dios, el gozo de saborear las cosas de Dios, como la lectura espiritual, los sacramentos recibidos.
- La adoración produce también un aumento de amor y una purificación de nuestro amor. Nadie sabe amar de verdad al marido, a la mujer, al novio o novia, a los hijos, a los amigos, a los feligreses, a los vecinos, al prójimo si antes no ha experimentado en sí mismo el amor que Dios le tiene. Es un amor sin condiciones, sin egoísmos, eterno, total, no excluyente. El que adora se siente amado por Dios y siente como él mismo ama, ya no con su amor, sino con el mismo amor que ha recibido de Dios. La gente que está alrededor de los santos se siente amada de un modo especial y único. ¿Por qué? Porque son amados por el mismo Dios a través del instrumento dócil que es el santo.
Termino diciendo que los frutos de la adoración son divinos (de origen divino) y, por lo tanto, son duraderos en el adorador. A que con todo esto que acabo de deciros, ¿da ganas de empezar y/o de no dejar nunca la adoración eucarística?