Todos los Santos (B)

1-11-2009 TODOS LOS SANTOS (B)
Ap. 7, 2-4.9-14; Slm. 23; 1 Jn 3, 1-3; Mt. 5, 1-12
San Juan María Vianney (Santo Cura de Ars) (I)

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Queridos hermanos:
Como ya sabéis, al llegar la festividad de Todos los Santos suelo hablaros de un santo, y proponeros su vida y sus palabras como modelo. Los santos estaban y están hechos de la misma “pasta” que nosotros. La única diferencia es que ellos se dejaron modelar dócil y totalmente por la acción del Espíritu. En el día de hoy quisiera hablaros del Santo cura de Ars. Ars es un pueblo pequeño cerca de Lyon, una ciudad del sureste francés. ¿Por qué os hablo este año precisamente de este cura francés de mediados del siglo XIX? Pues porque este año se cumple el 150° aniversario de la muerte de san Juan María Vianney, conocido como el cura de Ars, y el Papa Benedicto XVI, con ocasión del comienzo del Año Sacerdotal (desde la festividad del Sagrado Corazón de Jesús de 2009 hasta la misma celebración en 2010), lo ha propuesto como modelo para todos los sacerdotes.
Siendo seminarista leí una biografía suya y enseguida quedé prendado de su persona, de su vida y de su unión con Dios. Como a mí me ayudó mucho, tanto en mi vida sacerdotal como en mi vida de discípulo de Cristo, quiero ahora poner, junto con el Papa, ante vuestros ojos y vuestro corazón a este cura humilde y bueno, a este cura santo.
En muchas ocasiones, al contemplar a los santos, los ojos se nos van hacia sus acciones más maravillosas, pero a mí me gusta mucho más… 1) indagar y conocer cómo han llegado a la cima de la unión con Dios y 2) palpar los tesoros de su corazón. Juan María, de niño y de adolescente, siempre fue muy devoto y amante de Jesús. En sus primeros años de existencia vivió los tiempos del terror de la Revolución francesa, cuando la Iglesia católica, los sacerdotes, los fieles y los actos de culto estaban perseguidos. De hecho, Juan María en muchas ocasiones acompañó, siendo muy pequeño, a su madre de noche por los caminos para ir a la Misa que celebraba un sacerdote en un pueblo cercano. O también Juan María tuvo que recibir la Primera Comunión de noche en una habitación con todo cerrado para no ser descubiertos.
Con poco más de veinte años se restableció en Francia la libertad de culto y pudo por fin acudir a un centro para estudiar y ser sacerdote a fin de “llevar almas al cielo”. Los otros seminaristas eran diez años menores que él. A Juan María le costaba memorizar, comprender las ideas abstractas de la filosofía y de la teología, pero sobre todo le costaba el latín. Entonces las clases se daban en latín, pero los profesores a él tuvieron que dárselas en francés. Sin embargo, tenían que exigirle el latín, pues era el idioma en que se celebraban los sacramentos y se recitaban muchas oraciones, y el sacerdote tenía que conocer el latín de modo suficiente. En una ocasión un compañero suyo que lo ayudaba con este idioma, y sintiéndose impotente de meterle “los latines” en la cabeza, en un arrebato le dio un bofetón delante de los demás compañeros. Juan María se arrodilló inmediatamente y le pidió perdón por su torpeza. Entonces el otro también se arrodilló y se abrazaron. Al poco tiempo de este episodio Juan María sintió un gran desaliento y quiso dejar los estudios, pero el sacerdote-formador que lo acompañaba le dijo: “¿Y las almas para el cielo?” Aquello traspasó el corazón y entonces Juan María redobló sus esfuerzos con el latín. Supo lo justo para pasar. De hecho, en el examen que le hizo el vicario general, al ver que iba muy justo, preguntó al resto de profesores si era piadoso, si tenía devoción a la Virgen María, si sabía rezar el rosario, y le contestaron que Juan María era un modelo de piedad. Entonces el vicario general dijo: “La gracia de Dios hará el resto”.
En estos años de estudiante Juan María aprendió en sus propias carnes que no podía confiar en sí mismo, que no era nadie, que no era mejor que los demás, que no tenía destreza, ni conocimientos, ni ciencia. El era nada y Dios haría de aquella “nada” alguien a quien nada ni nadie se resistirían. Con el tiempo Juan María traspasaría los secretos del corazón de todos los que vinieran a él, atravesaría almas, derrocaría los razonamientos más seguros de sí mismos y contestaría a las preguntas más intrincadas[1]. Parecía que Dios le había puesto multitud de obstáculos para alcanzar el sacerdocio, pero Juan María practicó el abandono, la confianza absoluta en Dios y la aceptación de Su voluntad.
Una vez ordenado sacerdote Juan María fue enviado a Ars y allí estuvo desde 1818 a 1859. Si algún día vais a Ars, encontraréis a la entrada del pueblo una estatua en donde aparece el santo con un niño. Resultó que la primera vez que Juan María fue a Ars se perdió y no encontraba el camino hasta que le preguntó a este niño, quien lo llevó al pueblo. Al ver las primeras casas, Juan María dijo al niño: “Tú me has enseñado el camino a Ars; yo te enseñaré el camino al cielo”.
El Obispo, al mandarle a esta parroquia le dijo que no había mucha fe allí, pero que él tendría que dársela. Así su oración inicial era ésta: “Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida”. En cuanto llegó, consideró el templo parroquial como su casa y allí pasaba muchas horas, aunque también se dedicó a visitar casa por casa, y familia por familia.
El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía.”No hay necesidad de hablar mucho para orar bien”, les enseñaba el Cura de Ars[2]. Una anécdota muy famosa que le ocurrió es la siguiente: Un día entró en la iglesia y vio a un parroquiano sentado delante del sagrario. Estaba quieto, con la vista fija en el sagrario y no movía los labios. El Santo cura le preguntó qué hacía y el parroquiano le contestó: “Yo le miro, y El me mira”.
Amor a Jesús Eucaristía. Para animar Juan María a sus feligreses a que estuviesen tiempo ante el sagrario les decía: “Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración”. Y les persuadía: “Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él...”. También les decía: “Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis”.
[1] Recuerdo que en una ocasión un famoso predicador de toda Francia llegó a su parroquia y se puso a predicar desde su púlpito. Juan María escuchaba con mucha atención y devoción, pero sus fieles le miraban a él y no a aquel sacerdote “extraño”, pues no entendían las ideas teológicas de aquel predicador. Este se bajó del púlpito y dejó que Juan María subiera. El lo hizo y predicó. Cuando bajó, el predicador le preguntó que de dónde sacaba aquella sabiduría y aquellas cosas que llegaban al corazón. Juan María señaló al sagrario. Lo que él sabía de teología lo aprendió en la oración de Dios y de Dios directamente, y no en los libros.
[2] Un parroquiano le preguntó una vez, porqué cuando predicaba hablaba tan alto y cuando oraba tan bajo, y él le dijo: “Ah, cuando predico le hablo a personas que están aparentemente sordas o dormidas, pero en oración le hablo a Dios que no es sordo”.