Domingo III de Adviento (C)

13-12-2009 DOMINGO III DE ADVIENTO (C)
Sof. 3, 14-18a; Is. 12; Flp. 4, 4-7; Lc. 3, 10-18


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Queridos hermanos:
El evangelio de hoy tiene dos partes: En la segunda habla Juan Bautista de Jesús y de la misión de éste. En la primera parte Juan nos presenta el caso de tres tipos de personas que, habiendo escuchado a Juan Bautista, fueron tocados por Dios en su corazón y se dieron cuenta que tenían que cambiar de vida. Por eso le preguntaron a Juan qué debían hacer. Sin embargo, sería un gran error si pensáramos que la conversión de vida, o el caminar hacia Dios, o el encontrarse con Dios supone sólo repartir y compartir las cosas que tenemos con los necesitados, o contentarnos con lo que se nos da sin exigir nada más, o el no usar la violencia y el poder con los otros. Ver la relación con Dios de esta manera es una caricatura y una burla. Si las gentes, los publicanos y los soldados se acercan a Juan Bautista y le piden orientación no es principalmente porque él sea un hombre bueno o sabio, sino porque –repito- ha entrado Dios en vida de ellos; saben que no pueden seguir viviendo como hasta entonces y quieren saber qué más espera Dios de ellos.
Este encontrar a Dios y este caminar hacia Dios no es fruto de un día. Estoy completamente seguro que todas esas personas que se acercaron aquel día a Juan Bautista y le preguntaron qué debían hacer, eran personas que ya estaban desde hacía tiempo en búsqueda de Dios o, al menos, Dios estaba en su busca y los esperaba al lado de Juan Bautista.
Si me permitís, voy a leeros una experiencia de un chico que hace poco me encontré y creo que puede iluminar muy bien lo que trato de decir y, además, puede ayudarnos a nosotros. Fijaros de qué modo tan extraño Dios se vale para llegar al corazón de una persona. Se trata de Juan, un joven valenciano, que a sus 26 años acaba de entrar en un seminario español. Dejemos que él cuente su propia historia: “Nací en una familia católica, pero no practicante. A los 5 años me apuntaron a hacer artes marciales. Cuando yo tenía 8 años, llegó a casa un lama tibetano. Nos dijo que había tenido unas visiones y que pensaba que quizá yo era la reencarnación de un lama tibetano. Mis padres no sabían casi nada del budismo. El lama les inspiró confianza y decidieron darme una formación paralela. Por las mañanas yo iba al colegio como un niño normal, a los salesianos. Por las tardes, tenía clase con dos tutores budistas tibetanos que vinieron a España. Completaba mi formación con artes marciales. Mi educación estaba orientada clarísimamente a ser lama, es decir, maestro, y no un simple monje. Incluía meditación y enseñanzas budistas. Durante todo esto, mis padres sólo pidieron discreción. Nadie en mi colegio conocía mi formación budista. Fui nombrado lama oficialmente con 15 años. Para mis maestros, yo era la reencarnación de Tan-ñon-Gon-Chen-Tulku-Rimpoché, un lama ermitaño tibetano del siglo IV d.C. Ese lama estaba especializado en sanaciones espirituales, en las enseñanzas más chamánicas del budismo. Se considera que, cuando un lama vuelve a nacer, va a seguir desarrollando las mismas actividades que en su otra vida. Por eso yo atendía muchos casos de dolencias espirituales, me traían enfermos, hacía rituales de sanación. A los 21 años, vivía en Barcelona. Llegó un matrimonio hindú, de la India, recién aterrizado, porque habían oído hablar de un curandero o sanador espiritual que podía ayudar a su hija enferma. Resulta que el tal "curandero" era un cura católico; ellos ni sabían eso. El sacerdote me los remitió, porque pensó que yo, al ser budista, de una tradición asiática, podía atenderlos mejor. Por lo general, en los casos de dolencia espiritual grave, yo siempre pedía varios informes: uno médico, otro neurológico y otro psiquiátrico. Ellos estaban tan desesperados que habían venido de la India ya con la niña y con todos los informes hechos. Organicé una sesión de sanación según el ritual budista. Como de costumbre, además de los padres y la niña, estaban con nosotros unos amigos a los que yo solía invitar como testigos y ayudantes. Uno es notario, otro psiquiatra, otro ingeniero y el otro informático. Llevábamos ya 13 horas de ritual y no conseguía nada. La niña se agitaba con fuerza sobrehumana, hablaba mezclando idiomas, se ponía en trance... Yo no conseguía ninguna mejora. Y entonces la madre, que no sabía español, dijo en castellano: ‘En el nombre de Jesús libera a mi hija’. Y en ese momento la madre y la hija cayeron inconscientes. Cuando se despertaron la niña estaba curada y la madre no recordaba haber dicho nada. Aquello me impactó. Para mí, Jesús sólo había sido un hombre sabio que ayudaba a la gente. Yo nunca había reflexionado sobre Jesús. Lo conocía sobre todo por la asignatura de religión con los salesianos, pero para mí lo que me habían contado de Jesús era sólo como un cuento. Salí a pasear, a reflexionar sobre lo que había pasado. Me encontré un mendigo, que me hizo señas para que me acercase. Yo iba vestido de monje, con la túnica azafrán y la cabeza rapada. Supuse que mi aspecto le había hecho gracia y querría decirme algo. Pero él sacó un libro y me dijo: ‘ábrelo’. Era la Biblia. Lo abrí 3 veces y me salía la sanación de Jesús en Gerasa. Y entonces entendí que mi vida era seguir a Jesús. Mi maestro budista me dejó marchar. Dijo que siguiera mi corazón. El budismo enseña que la mente a menudo es tramposa, pero el corazón no miente. Dijo que si Jesús estaba en mi corazón, que lo siguiera. Ellos pensaban -y siguen pensando- que volveré al budismo. Así que volví ‘al mundo’. Incluso estuve saliendo con algunas chicas. Visité a los capuchinos, que me enseñaron el cristianismo. Me hice terciario capuchino, su rama laica. Pero me parecía que Dios me pedía más. Me dediqué a conocer las órdenes monásticas, los movimientos católicos, y también los ambientes protestantes, ortodoxos, el islam sufí... Buscaba entender lo que Dios me pedía. Hice los Ejercicios Espirituales de los jesuitas. Me hablaron de un seminario que parecía serio. Un médico amigo mío, diácono permanente, me preparó una cita con el obispo. Hablé con él después de la Misa, y vimos que Cristo me había tocado. ¿Mi vocación es diocesana o monástica? No lo sé, pero en el seminario, en silencio y estudio se irá descubriendo. De Jesús me impactó su Dios, el Padre que nos quiere, que nos ha creado a su imagen y semejanza. También me impresiona el testimonio de Jesús, su coraje de morir por nosotros. Es impresionante cómo lucha con todos en contra. Hay muchos maestros espirituales, pero sólo Él ha muerto por los hombres. Me impresiona la Pasión: Ese ‘muere por nosotros’... Si no es el Hijo de Dios, no puede morir por nosotros. Ni Buda, ni Moisés ni Zoroastro murieron por los hombres. Después de mucha reflexión pienso que Dios es como la cima de una montaña. Cima sólo hay una. Caminos hay muchos. Ojo, unos son de piedra, otros de fango; no son todos iguales. Pero hay un camino recto, el de Cristo. Del budismo mantengo cosas valiosas. La disciplina del budismo, la práctica de la meditación, es muy valiosa. El adiestramiento de la mente, el cuerpo y del espíritu. La ascética es un esfuerzo del hombre, un método, no está mal. Pero la mística es la acción del Espíritu, Dios que actúa y te rompe hasta el método. El voto de pobreza y el de castidad no me resultan difíciles. El de obediencia, el concepto de jerarquía, son cosas que me resultan más novedosas. En ello estamos”.
Termino: estamos en Adviento; Dios nos sale al encuentro y toca nuestro corazón, o lo quiere tocar, si nos dejamos; nosotros quisiéramos seguirlo; y le preguntamos, como aquellos del evangelio preguntaron a Juan Bautista: ‘Entonces, ¿qué hacemos ahora?’ La respuesta es individual y personalizada para cada uno de nosotros. Abramos el oído y que El nos dé la fuerza de seguir sus indicaciones.