Domingo V del Tiempo Ordinario (C)

7-2-2010 DOMINGO V TIEMPO ORDINARIO (C)

Is. 6, 1-2a.3-8; Slm. 137; 1ª Cor. 15, 1-11; Lc. 5, 1-11


HOY NO APARECE EL AUDIO DE LA HOMILÍA EN MP3 POR PROBLEMAS TÉCNICOS; EN VÍDEO TAMPOCO. Lo siento.

Queridos hermanos:

- La primera lectura y el evangelio siempre han sido y son muy usados en los ejercicios espirituales, en convivencias, en retiros o en oraciones personales para iluminar y reflexionar sobre las vocaciones al sacerdocio o a la vida religiosa. En mes y medio dos chicas de Oviedo se han marchado, llamadas por Dios, al monasterio de las religiosas clarisas de Lerma. Ésta es una noticia estupenda, y estoy seguro que ellas en algún momento de su vida oraron sobre estos dos textos bíblicos. Sin embargo, estos textos de la Palabra de Dios no pueden ni deben quedar reducidos sólo para seminaristas, curas, novicios y monjas o monjes. Hacer esto sería falsear las palabras de Jesús. Nadie puede apropiarse de tales pasajes bíblicos sólo para curas y monjas, pero tampoco nadie puede escudarse en la disculpa y justificación fácil de que Jesús no habla aquí para los laicos, solteros o casados. En conclusión, la primera lectura y el evangelio están destinados para todos los cristianos, pues la llamada de Dios es universal: Dios nos llama a existir como personas; Dios nos llama a ser hijos suyos y a la fe en su Hijo; Dios nos llama a la santidad de vida, al amor, a la libertad, a la esperanza perpetua, a su Santa Iglesia…

En algunas ocasiones me permito haceros alguna confidencia espiritual. ¿Por qué? Pues porque, como a mí me ha hecho tanto bien, quiero que también a vosotros os lo haga, si Dios quiere. En estos días de Adviento he recibido una luz de Dios, que quiero compartir con vosotros. Se refiere a que, cuando trato de conseguir algo, siempre procuro esforzarme por ello. Pero el Señor me ha enseñado que todo logro personal mío, a la hora de anunciar el evangelio de Cristo Jesús, o de conseguir una virtud, o de vencer un pecado, es tarea (esfuerzo mío), pero sobretodo es don (regalo de Dios). Es decir, ha de ser suplicado y a la vez trabajado. Dios lo concede y el mismo esfuerzo es también regalo del Señor. Parece una simpleza, pero a mí me ha confortado el corazón y deseo comunicároslo para que Dios os conceda vivirlo como yo lo he vivido y lo estoy viviendo. Sí, la vida de un cristiano, de cualquier cristiano es tarea y don a la vez, don y tarea; esfuerzo mío y regalo de Dios. Sí, en muchas ocasiones podemos sentir en lo más profundo de nuestro ser la tentación de abandonar la vocación cristiana (la llamada de Cristo Jesús) debido al cansancio, al aburrimiento, a la depresión, a nuestros pecados o los de otros. Pero el Señor renueva siempre su amor y su llamada cada día. Siempre es tiempo de responderle generosamente y de empezar cada mañana de nuevo el seguimiento y una nueva vida. Esta respuesta sólo se puede dar desde esta perspectiva: tarea-don, y don-tarea. Nunca conseguiremos nada, si Dios no nos lo concede (don), y a la vez Dios quiere contar con nuestra colaboración (tarea).

- No sé si ya os conté que hace años conocí a un sacerdote hispanoamericano que tenía familia en Estados Unidos. Me dijo que en una ocasión fue hasta allá para pasar unos días con ellos y se acercó a la parroquia para ofrecer sus servicios los días que estuviera por allá. El párroco aceptó inmediatamente y le encomendó que celebrara y presidiera algunas Misas. Resultó que en una de las Misas dominicales se le ocurrió a este sacerdote predicar unas ideas que había leído recientemente en un libro de teología. Al terminar la Misa se acercaron a la sacristía algunos feligreses y le preguntaron que de dónde había sacado esas ideas. Él contestó que del libro de un teólogo, a lo que replicaron los feligreses que para otra vez se guardase esas ideas para sí o propusiese una charla en la parroquia sobre ellas, pero que en la Misa predicase, por favor, únicamente la Palabra de Dios. La gente estaba durante la semana muy ocupada en su trabajo, con su familia…, y que necesitaba escuchar la Palabra de Dios y no ideas de teólogos o de otra gente. Para eso ya tenían ellos libros o Internet o la televisión o charlas en centros sociales.

¿Por qué os cuento esta anécdota? Pues porque, cuando me la contó aquel sacerdote hispanoamericano, me sorprendió y he reflexionado en muchas ocasiones sobre este hecho. Leemos en el evangelio que “la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios”. También hoy vosotros estáis aquí, porque queréis acercaros más a Dios y no venís simplemente a pasar el rato.

En esta misma línea habla San Pablo en la segunda lectura. Él y el resto de los apóstoles no predican lo que se les ocurre. Cada uno no predica su propia idea o su propia reflexión sobre Jesús. No. Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos […]; por último, como a un aborto, se me apareció también a mí […] Pues bien; tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído”.

La fe cristiana es una fe revelada, es decir, nos ha sido entregada por el mismo Dios a través de su Hijo. Nosotros solos nunca hubiéramos podido encontrar la verdad del evangelio. Cada uno de nosotros, todos los que estamos aquí, hemos recibido esta fe de nuestros padres, de catequistas, de sacerdotes, de otras gentes, es decir, de la Iglesia. Nadie ha venido con ella bajo el brazo al nacer. La hemos recibido de Dios a través de la Iglesia y no podemos cambiarla, ni recortarla, ni agrandarla. Hemos de transmitir lo que su vez hemos recibido. Esto es lo que se nos ha predicado y en lo que hemos creído: “que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce”.

Siendo seminarista leí que San Agustín, que era muy buen predicador y catequista, utilizaba un método para enseñar y transmitir la fe a sus feligreses: En las charlas y homilías que les daba les iba exponiendo ideas heréticas o contrarias a la fe, por ejemplo, la salvación depende sólo del esfuerzo de los hombres y no de la acción de Dios; o Jesús era verdadero hombre y el mayor de los profetas, pero no era Dios; o el bautismo y el sacramento de la confesión no nos quitan realmente los pecados, sino que su acción consiste simplemente en que Dios echa una especie de sábana sobre nosotros para no ver nuestros pecados, los cuales continúan presentes bajo la sábana (es como si yo barro y el polvo reunido lo echo bajo la alfombra y no lo recogiera y lo echara a la basura); etc. Cuando San Agustín predicaba así todos los feligreses suyos movían la cabeza negativamente, pues ésa no era la fe de Jesucristo, ni la fe de los apóstoles, ni la fe de la Iglesia. A continuación San Agustín pasaba a explicarles la doctrina evangélica recibida en el evangelio de Cristo a través de los apóstoles y entonces sí que todos los fieles asentían a lo que les decía su obispo, pues esta vez lo que les predicaba coincidía con los recibido por los apóstoles y con lo transmitido por éstos. Quienes estuvisteis en la Misa de la toma de posesión de D. Jesús, nuestro arzobispo, fuimos testigos de cómo, en medio de la homilía y al final de ésta, los fieles aplaudieron sus palabras. Este aplauso fue una muestra externa y palpable, no simplemente de que estaban de acuerdo con lo que éste dijo, sino y sobre todo que sus palabras coincidían con lo recibido y transmitido de parte de Dios a través de toda su Iglesia. Aquello era evangelio puro.

¿Sabéis por qué los fieles saben en su interior lo que procede del Señor y lo que no? Pues porque poseen un don o carisma del Espíritu Santo que se llama el “sensus fidei”: el sentido de la fe. Así nos lo dice el Concilio Vaticano II: La universalidad de los fieles que tiene la unción del Santo no puede fallar en su creencia […] Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y sostiene, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio, al que sigue fidelísimamente, recibe no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios, se adhiere indefectiblemente a la fe dada de una vez para siempre a los santos, penetra profundamente con rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en la vida (Lumen Gentium 12a).