Domingo III de Pascua (C)

18-4-2010 DOMINGO III DE PASCUA (C)

Hch. 5, 27b-32; Slm. 29; Ap. 5, 11-14; Jn. 21, 1-19



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

- Hace ya un año fallecía de modo repentino mi prima. Era bastante joven. Dejó un marido, unos hijos pequeños, una madre, unos hermanos, unas cuñadas, unos sobrinos, una familia política… Ha sido un año duro para toda la familia: duro por el sufrimiento que ha sido compartido, pero duro también por el sufrimiento llevado en soledad… para no ahondar más el sufrimiento de los demás. Mas la vida sigue adelante. Saldremos adelante, a pesar de tanto dolor y de tanto notar su ausencia. Por dentro, en nuestro ser más íntimo nos sucederá lo de aquel cuento del hombre viejo y de su corazón destrozado. Quizás ya lo conozcáis algunos. Escuchad: “Un día un hombre joven se puso en el centro de una ciudad y gritó que su corazón era el más hermoso de aquel lugar. Muchos se arremolinaron a su alrededor y confirmaron que su corazón era perfecto, pues no se observaban en él ni manchas ni rasguños. De pronto, un anciano se acercó y dijo: ‘¿Por qué dices eso, si tu corazón no es tan hermoso como el mío?’ Sorprendidos, la multitud y el joven miraron el corazón del anciano y vieron que, si bien latía vigorosamente, estaba cubierto de cicatrices, e incluso había zonas donde faltaban algunos pedazos, los cuales habían sido reemplazados por otros que no encajaban perfectamente en el lugar. Es más, había lugares con huecos, donde faltaban trozos. La gente se sintió sobrecogida y pensó que cómo podía decir aquel anciano que su corazón era el más hermoso. El joven, al ver el corazón deteriorado del anciano, se echó a reír y dijo: ‘Debes de estar bromeando. Compara tu corazón con el mío. El mío es perfecto. El cambio, el tuyo es un amasijo de cicatrices y dolor’. A lo que el anciano contestó: ‘Es cierto, tu corazón luce perfecto, pero yo no podría confiar en ti. Mira, cada cicatriz representa una persona a la que entregué todo mi amor. Arranqué trozos de mi corazón para entregárselos a cada uno de aquellos que he amado. Muchos, a su vez, me han obsequiado con un trozo del suyo, que he colocado en el lugar que quedó abierto. Como las piezas no eran iguales, quedaron los bordes desiguales, de los cuales me alegro, porque me recuerdan el amor que hemos compartido. Hubo veces en que entregué un trozo de mi corazón a alguien, pero esa persona no me ofreció un poco del suyo a cambio. De ahí los huecos. Dar amor es arriesgar; pero, a pesar del dolor que esas heridas me producen al haber quedado abiertas, me recuerdan que los sigo amando y alimentan la esperanza de que algún día, tal vez, regresen y llenen el vacío que han dejado en mi corazón. ¿Comprendes ahora lo que es verdaderamente hermoso?’ El joven permaneció en silencio. Por sus mejillas corrían las lágrimas. Se acercó al anciano, arrancó un trozo de su joven corazón y se lo ofreció. El anciano lo recibió y lo colocó en su corazón; luego, a su vez, arrancó un trozo del suyo ya viejo y maltrecho y tapó con él la herida abierta del joven. La pieza se amoldó, pero no a la perfección. Se notaban los bordes. El joven miró ahora su corazón, que ya no era tan perfecto, estéticamente hablando, pero lucía mucho más hermoso que antes, porque el amor del anciano fluía en su interior”.

Los corazones de los dos hijos de mi prima están más grandes, pues tienen trozos de los corazones de su padre, de sus abuelos, de sus tíos, de sus primos, que han querido arropar el corazón de estos dos críos. Pero también tienen parte del corazón de su madre, que, por amor, les sigue acompañando, aunque no sea de modo físico y material

Y ahora mirando para nosotros mismos, ¿a quién nos parecemos más nosotros en nuestra vida ordinaria: al joven o al anciano? ¿Cómo tenemos nuestro corazón: bien conservado de amar poco, de entregarnos poco a los demás, de compartir poco con los demás, o tenemos el corazón más parecido al anciano con su corazón herido, cuarteado, troceado por haber amado y sufrido por y con los demás?

- Para nosotros, los cristianos, ese “anciano” del que nos habla el cuento es sobre todo Jesús. El ha ido dejando trozo a trozo su corazón y todo su ser por todo el mundo y durante todos los siglos de la historia de la humanidad. En su corazón faltan muchos trozos, pues nos ha dado partes de su corazón, pero no ha recibido a cambio trozos del nuestro. Por eso, su corazón parece un queso de Emmentaler (o Gruyère). Fijaros, por ejemplo, en el caso que nos pone el evangelio de hoy. San Pedro había negado a Jesús hasta en tres ocasiones, cuando éste estaba en poder de los judíos. Ahora Jesús le da la oportunidad de borrar esas tres negaciones. Por eso, le pregunta en tres ocasiones si lo quiere, si lo ama, y Pedro contesta por tres veces que sí, que lo quiere. Nadie pierde más trozos de su corazón que cuando se acerca al enemigo, al que le ha hecho algo malo, y busca la reconciliación con él. Nadie pierde más trozos de su corazón que cuando perdona.

Otro ejemplo de ese corazón roto de Jesús, también en el evangelio de hoy, lo tenemos en el siguiente hecho, que a mí me enternece tanto. Mirad cómo Jesús se acerca una y otra vez a sus discípulos, que habían quedado como huérfanos, para consolarlos y confortarlos. “En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a sus discípulos junto al lago de Tiberíades”. Saboread estos detalles. Cerrad los ojos e imaginaros la escena que nos cuenta el evangelio: Jesús se hace el encontradizo; Jesús les facilita una pesca abundante indicándoles dónde tienen que echar las redes; Jesús les prepara el fuego, como si fuera un ama de casa, una madre, para que, al llegar a tierra los discípulos pescadores, él pueda cocinarles un poco de pescado y puedan desayunar; pero Jesús no se conforma con preparar el desayuno, sino que también les reparte la comida: “Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado”. De amar tanto a los suyos, de preocuparse tanto por los suyos, de sufrir tanto por los suyos, Jesús tendrá el corazón como era descrito en el cuento de hoy. ¿Cómo está el mío?