Domingo XI del Tiempo Ordinario (C)

13-6-2010 DOMINGO XI TIEMPO ORDINARIO (C)

2 Sam. 12, 7-10.13; Slm. 31; Gal. 2, 16.19-21; Lc. 7, 36-8, 3



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

En el relato del evangelio de hoy se nos cuenta un episodio de María Magdalena. Ella era una prostituta. Para conocer un poco más lo que sucedió aquel día tenemos que tratar de acercarnos a la realidad social de las mujeres de aquella época y de las prostitutas en concreto.

Ante todo hemos de decir que sorprende ver a Jesús en los relatos evangélicos rodeado de tantas mujeres: amigas entrañables como María Magdalena; las hermanas de Lázaro: Marta y María; mujeres enfermas como la hemorroisa o paganas como la siro-fenicia; prostitutas despreciadas por todos o seguidoras fieles, como Salomé y otras muchas que le acompañaron hasta Jerusalén y no le abandonaron ni en el momento de su ejecución. De ningún profeta de Israel se dice algo parecido. ¿Qué encontraban estas mujeres en Jesús? ¿Qué las atraía tanto? ¿Cómo se atrevieron a acercarse a Él para escuchar su mensaje? ¿Por qué se aventuraron algunas a abandonar su hogar y subir con Él a Jerusalén, provocando seguramente el escándalo de algunos?

En tiempos de Jesús se vivía una sociedad patriarcal en que la mujer vivía en inferioridad y sometida a los varones. Para los judíos había sido Eva, una mujer, quien se había dejado engañar por la serpiente y quien había instigado a Adán a desobedecer a Dios y a pecar. Por ello, el pueblo judío tenía una visión negativa de la mujer, la cual era fuente siempre de peligrosa tentación y de pecado. A la mujer había que acercarse con mucha cautela y mantenerla siempre sometida. Por otra parte, la mujer siempre era propiedad de un varón: primero pertenecía al padre; al casarse pasaba a ser propiedad del marido; si quedaba viuda, pertenecía a los hijos o volvía a pertenecer al padre o a sus hermanos. Era impensable una mujer con autonomía. La mujer tenía sólo dos funciones sociales: tener hijos y servir fielmente al varón. Además, la mujer era considerada un ser vulnerable al que había que proteger, por eso se la retenía recluida en el hogar. Lo más seguro era encerrarlas en casa para tener mejor guardado su honor y el honor de la familia. Fuera del hogar, las mujeres no “existían”. No podían alejarse de la casa sin ir acompañadas por un varón y sin ocultar su rostro con un velo. No les estaba permitido hablar en público con ningún varón. No tenían los derechos de los que gozaban los varones. Incluso hubo un maestro judío que mandaba rezar a los varones así: “Bendito seas, Señor, porque no me has creado pagano ni me has hecho mujer ni ignorante”.

Veamos ahora lo que podría ser la condición de las prostitutas en tiempos de Jesús. Eran mujeres, como hoy día, usadas como pañuelos de papel: usar y tirar. En ellas los hombres descargaban todas sus frustraciones, todas sus apeten­cias, todos sus complejos. Eran mujeres sobre las que se podía hacer o decir todo, porque para eso eran pagadas (seguro que muchos de los que gritaron contra María Magdalena habían ido en alguna ocasión a yacer junto a ella). Eran mujeres que, al ir a coger el agua en la fuente del pueblo, eran despreciadas, escupidas, insultadas o maltratadas de obra por las otras mujeres a las que les robaban sus maridos; por eso, tendrían que ir a coger el agua cuando más apretaba el sol y la fuente estaba vacía para evitar improperios y bofetadas. Las prostitutas eran mujeres sin derechos. Eran mujeres en las que sólo se veía un trozo de carne y no una persona con sentimientos. Eran mujeres que tenían que matar a los hijos engendrados de sus relaciones, pues una mujer embara­zada no era apetitosa y, además, no podía atender a sus hijos. Eran mujeres que no podían volver a sus hogares familiares, porque no eran admitidas; habían deshonrado, no sólo a ellas mismas, sino y sobre todo a su familia. Este era el caso de María Magdalena.

El encuentro que nos narra el evangelio de hoy entre María Magdalena y Jesús no fue el primero entre ellos. Seguramente María Magdalena había oído hablar de Jesús. Le habrían dicho que era un profeta, que hablaba en nombre de Dios, que curaba, que daba de comer a la gente…, pero María Magdalena conocía bien a los hombres. Bajo el manto de la riqueza, o del poder, o de la religión… los hombres eran todos iguales. Antes o después todos iban a lo mismo. Seguramente, por curiosidad, se acercó a él y encontró en Jesús un hombre que la miró entera: por dentro y por fuera. No miró de modo lujurioso sus senos, sus piernas, sus glúteos, sus labios… Jesús le miró el corazón, el espíritu y un cuerpo bello, pero cansado de que la sobaran todos los hombres con los que se encontraba. Jesús habló a María Magdalena como a una persona, tan importante como otra cualquiera. En Jesús María Magdalena encon­tró compresión, perdón, cariño, acogida, aceptación. Y ella no permaneció indiferente. Por fin, había encontrado un hombre, un ser humano que la miraba a ella y no a su cuerpo, que hablaba con ella y de lo que a ella le interesaba y no con la intención de acostarse con ella. María Magdalena encon­tró a alguien que no la juzgaba ni la condenaba, sino que la quería y la aceptaba sin más, independientemente de lo que fuera o de cómo se ganara la vida o de lo que hubiera hecho anteriormente. Jesús le devolvió su dignidad, la misma con la que Dios le había creado. María Magdalena encon­tró a un hombre que la quiso y… el amor con amor se paga. Por eso, ella quiso y amó a este hombre del mismo modo que se sintió amada por él: de un modo puro y desinteresado.

Ahora ya podemos entender un poco más el relato del evangelio de hoy. Ahora conocemos un poco más de la vida de las mujeres en tiempos de Jesús, de la vida de las prostitutas en tiempos de Jesús y de la relación entre Jesús y María Magdalena. El evangelio nos dice que María Magdalena “colocándose detrás junto a sus pies llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume”.

Sí, María Magdalena 1) se postró detrás de Jesús, pero no en la parte de su cabeza, sino de los pies, no de un modo servil, sino amoroso, y allí dio rienda suelta a su amor, al perdón y a la aceptación de Jesús hacia ella. 2) Sus lágrimas de arrepentimiento y de cariño bañaron los pies de Jesús para quitarle el barro del camino. 3) Sus bellos cabellos, esos que sólo se mostraban en el pueblo judío por parte de las esposas a los maridos o que le sirvieron a María Magdalena en tantas ocasiones para conquistar y atrapar a los hombres en su lazo, ahora ella los usaba para limpiar los pies de Jesús. 4) Sus besos no fueron entonces utilizados para dar placer a un hombre, sino como muestra del amor más rotundo y profundo a Jesús. Pero no le besa los labios, ni las mejillas, ni la cabeza, ni las manos…, sino los pies, porque para ella, lo más humillante (los pies), se convirtió en la expresión máxima de su amor. Él, que no rehusó tratar con una prostituta y amar a una prostituta, ésta, es decir, María Magdalena tampoco rehusó besar los pies de Jesús. 5) Los pies de Jesús ya estaban limpios, secos, ablandados por los besos de María Magdalena. Ahora sólo faltaba el perfume que cubriera aquellos pies que llevaban la buena noticia a tanta gente necesitada de Dios, de perdón, de comprensión y de amor.

Jesús se dejó hacer, porque comprendía el signifi­cado de todo aquello que hacía María Magdalena con él. No le importaba a Jesús lo que pudiera decir la gente que le rodeaba. A él sólo le importaba aquella mujer herida y necesitada de amor, y lo que dijera su Padre del Cielo.

Sería muy interesante profundizar en el personaje de Simón, el fariseo que invitó a comer a Jesús en su casa y que juzgó a María Magdalena, pero hoy no nos da tiempo. Hacedlo vosotros. A ver qué os dice Dios de él. ¿A quién me parezco yo más en mi vida ordinaria en la relación con Dios y con los demás: a Simón el fariseo o a María Magdalena?