Domingo XXV del Tiempo Ordinario (C)

19-9-2010 DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO (C)

Am. 8, 4-7; Slm. 112; 1 Tim. 2, 1-8; Lc. 16, 1-13

ORACION (II)



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

ACTITUDES: Continúo con la homilía del domingo pasado en que analizaba las premisas y las actitudes necesarias para la oración cristiana y de fe.

5) La quinta actitud que reseño es la de no buscar seguridades, pero sí la Seguridad en Él. Para explicar este apartado y que se pueda comprender mejor utilizaré un ejemplo: el de los españoles y los portugueses a la hora de lanzarse a la aventura de llegar a las Indias Orientales (como todo ejemplo, habrá de tomarse de modo analógico y no totalmente identificado en cada aspecto). Los portugueses aparejaron barcos en Lisboa u otras ciudades de su país y bordeando el continente africano pasaron al Océano Indico y bordeando costas de Asia llegaron a las Indias Orientales. Con esta táctica tenían, en su viaje de ida, la costa a mano izquierda y el mar-océano a mano derecha. Si les faltaba agua, se acercaban a la cercana costa y llenaban los barriles de agua. Si les faltaba comida, se acercaban a la cercana costa y conseguían alimentos variados: carne, verduras, frutas… Si venía una galerna o la navegación se convertía en algo muy arriesgado, se acercaban a la cercana costa a guarecerse hasta que pasaba el peligro. Si algún día querían volverse a su lugar de origen, era todo muy fácil: daban un giro de 180 grados y en ese momento tenían la costa a mano derecha y el mar a mano izquierdo y, sin ningún tipo de pérdida, llegarían a Portugal de nuevo. Aquí casi todo estaba asegurado. Sin embargo, los españoles hicieron de otro modo. Aparejaron barcos y se lanzaron por el Océano Atlántico. En aquellos momentos se pensaba que la Tierra era plana por lo que la gente pensaba que, llegados a un punto, no había nada más y los barcos caerían al vacío. Al poco tiempo de iniciar los españoles la navegación no se veía más que la mar por todas partes, salvo por arriba que tenían el cielo. Tuvieron que aguantar con la comida, que se iba agotando y se pudría; tuvieron que aguantar con el agua, que se iba agotando y se deterioraba; tuvieron que aguantar galernas y tormentas sin tener donde guarecerse. Además, de los peligros e incomodidades físicas, tuvieron que soportar la incertidumbre, el miedo, el terror, el no saber cuándo llegarían, a dónde llegarían, ni si sabrían retornar a España…

Pues bien, la vida de oración de los seres humanos la podemos hacer como los portugueses, es decir, buscando seguridades. Quiero saber a dónde voy, por dónde voy, qué me pasa, por qué me pasa, y no estoy dispuesto a correr riesgos. Quiero sentir siempre al Señor conmigo. Si me falta, quiero saber por cuánto tiempo y por qué motivo. Si me falta el Señor, quiero tener otras cosas a las qué agarrarme, como rosarios, Misas, limosnas, buenas obras…, que me aseguran que estoy en el buen camino. Ejemplo típico de esto es la oración del publicano: “Ayuno dos veces por semana y pago los diezmos de todo lo que poseo” (Lc. 18, 12). De ahí la seguridad de este publicano, que oraba ERGUIDO ante Dios, que basaba su confianza y seguridad en lo bueno que era y que hacía: “No soy como el resto de los hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni como es publicano” (Lc. 18, 11). De este modo y manera, la oración la hacemos nosotros, no la hace Él en nosotros; además, no dejamos que Él se manifieste en nosotros, que Él nos salve. Yo no estoy dispuesto a peligrar por Él, a no saber por Él, a perderme por Él…

La oración, al modo de los españoles, consiste en abandonarse a Dios, en despreciar cualquier seguridad que no sea Él. Sé de dónde parto, pero no sé a dónde voy, ni cómo voy, ni por dónde voy. No sé qué será de mí mañana o pasado. No sé si moriré en el intento. Sólo sé que me fío de Él o que quiero fiarme de Él[1]. Pero este fiarse de Dios no es una cosa del principio y lo demás es dejarse llevar. NO. Este fiarse de Dios ha de ser al principio, al final y también por el medio. No me he de preocupar tanto si avanzo o no en la oración y en la fe, si siento o no siento, si estoy consolado o desolado, si me aburro o no, si tengo éxtasis y arrobamientos al estilo de Sta. Teresa de Jesús o si estoy más frío que un carámbano de hielo, si soy bueno o malo, si me quieren Dios y los demás o no…rpincipio y lo demDios, en despreciar cualquier seguridad que no sea El. o que era y que hac Porque, en definitiva, eso es mirarme a mí mismo, y la oración es para mirarle a Él, o por mejor decir, para que Él me mire a mí. No me ha de importar si se me acaba el “agua”, porque estoy con Él y Él está conmigo. No me ha de importar si se me acaba la “comida”, porque estoy con Él y Él está conmigo. No me ha de importar si estoy en medio de las tormentas o galernas, porque estoy con Él y Él está conmigo. No me ha de importar si se acaba el Océano y caeré por el precipicio abajo, porque estoy con Él y Él está conmigo. Lo que quiero decir es que, en la vida de oración y en la vida de fe, IMPORTA ÉL Y NO YO, e, importándome sólo Él, me doy cuenta de que a Él sólo le importo yo.



[1] Fijaros en cómo Abraham se fió de Dios y abandonó su hogar, su país, sus amigos y sus parientes por una promesa de Dios. Y lo hizo, no a los 20 años, sino a los 75 años: “El Señor dijo a Abrán: Sal de tu tierra, de entre tus parientes y de la casa de tu padre, y vete a la tierra que yo te indicaré. Yo haré de ti un gran pueblo, te bendeciré y haré famoso tu nombre, que será una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Por ti serán benditas todas las naciones de la tierra. Partió Abrán, como le había dicho el Señor. Tenía Abrán setenta y cinco años” (Gen. 12, 1-4).