Domingo V Tiempo Ordinario (A)

6-2-11 DOMINGO V TIEMPO ORDINARIO (A)

Is. 58, 7-10; Slm. 111; 1 Cor. 2, 1-5; Mt. 5, 13-16



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

En el evangelio de hoy Jesús nos muestra qué es ser cristiano y lo hace utilizando tres parábolas: sal de la tierra, luz del mundo y ciudad visible en lo alto de un monte.

- Voy a basar la homilía sobre la imagen primera usada por Jesús. La sal es un elemento muy familiar a cualquier cultura. Se ha empleado desde siempre para dar sabor a la comida y, hasta la aparición del frío industrial, era prácticamente el único medio para preservar a los alimentos de la corrupción, especialmente la carne. Además, en la cultura judía y bíblica la sal significaba también la sabiduría. De hecho en las lenguas que se derivan del latín los vocablos sabor, saber y sabiduría pertenecen a la misma raíz semántica. Con lo dicho hasta ahora y comúnmente sabido por todos los israelitas, era normal que las palabras de Jesús fueran enseguida comprendidas por todos los que le escucharon. Releemos las palabras del evangelio: “Dijo Jesús a sus discípulos: vosotros sois la sal de la tierra”. Por todo ello, la sal tiene una gran fuerza significativa para expresar la tarea del discípulo de Cristo dentro de la sociedad:

* La sal es sabor. La presencia discreta de la sal en la comida no se detecta; en cambio su ausencia no puede disimularse. La sal se disuelve por completo en los alimentos y se pierde en sabor agradable. Ésta es la condición de la sal: pasar desapercibida, pero actuar eficazmente. Así ha de ser la tarea de un cristiano en el mundo: ser sal de la tierra, sal humilde, fundida, sabrosa, que actúa desde dentro, que no se nota, pero que es indispensable.

* La sal conserva. Sí, la sal preserva los alimentos y evita que se pudran, ya que la sal mata a los gérmenes que pueden dañar tales alimentos. ¡Cuánta hambre ha quitado la sal al haber conservado tantos comestibles, como el pescado o la carne! Así ha de ser el cristiano, como esa sal pletórica de capacidades para conservar la comida para los otros; igualmente el cristiano ha de ser como esa sal pletórica de capacidades para identificar los gérmenes y acabar con ellos, antes de que ellos acaben las semillas de Dios en los hombres.

* La sal significa sabiduría. Antes de la reforma del rito del bautismo auspiciada bajo el Concilio Vaticano II se ponía al recién bautizado un poco de sal en la boca. Con esto se quería significar que el sacramento del bautismo otorgaba el gusto por las cosas de Dios. Sólo gusta de las cosas de Jesús el que es sabio ante Dios.

Es Jesús la verdadera sal de Israel, de toda la tierra, de todo el universo, del pasado, del presente y del futuro. Es Jesús verdadera sal, ya que Él es quien da verdadero sabor a todos los hombres. Suavemente se va introduciendo en el corazón de los hombres y da sentido a sus vidas.

Jesús es verdadera sal, puesto que Él conserva al hombre por entero y no deja que los gérmenes del pecado le destruyan.

Jesús es verdadera sal, que nos da sabiduría eterna y nos da el gusto por las cosas de Dios. Jesús nos da la verdadera sabiduría, nos hace distinguir lo que vale de lo que no vale, lo bueno de lo malo.

- ¿Qué sucede cuando la sal se vuelve sosa y se estropea? Si la sal se volviera sosa, no serviría de nada. La sal… sirve o no sirve. No admite términos medios. Las palabras de Jesús en el evangelio son terribles: “Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente”.

- ¿Soy yo sal de la tierra? Es decir, ¿cumplo con la tarea que Jesús me encomendó de ser sal: dar sabor en los hombres, de preservar y de conservar a los hombres alejándoles del mal, de darles la sabiduría auténtica y eterna?

El otro día me decía un seminarista que le gusta mucho hablar con la gente, escuchar a la gente. Me decía este seminarista que la Iglesia tenía que cambiar en muchas cosas, que la Iglesia no estaba con los tiempos actuales. Me decía este seminarista que, al hablar con la gente y escucharla, le daba la razón a esta gente en muchas cosas, aunque ello fuese en contra del criterio y de la doctrina de la Iglesia. Entonces esta gente aplaudía al seminarista, porque era moderno y tenía realmente los pies en el suelo.

Cuando una persona creyente, sea seminarista, seglar, religiosa o sacerdote, escucha a la gente, a la sociedad que nos rodea, la televisión, la radio o lee los periódicos y sus opiniones son directamente contrarias a la doctrina de la Iglesia… ¿A quién tiene que hacer caso y seguir el creyente: a la gente o a la Iglesia, a la sociedad o a la Iglesia? Esta misma pregunta se la hice al seminarista y le contesté yo mismo la pregunta: le dije que el hombre de fe debía de escuchar a la gente, pero, antes de responder o de tomar partido, tenía que escuchar a Dios. La gente espera de nosotros respuestas de Dios, no respuestas que nos hacen quedar bien con ellos o respuestas que son una repetición de lo que ellos ya piensan.

Hace años leí un libro de una mujer española: Lilí Alvarez. Ella fue una famosa deportista española allá en la primera mitad del siglo XX. Ella era una mujer de fe. Escribió un libro y en una de sus páginas decía que iba a distintos templos a escuchar a los sacerdotes y, cuando no le daban “sal auténtica”: sal de sabor de Cristo, sal de conservación del alimento de Dios y preservación del mal, sal de sabiduría divina, decía ella: “nada, aquí no hay nada”, y se marchaba.

¿Soy sal de la tierra, soy sal de Jesucristo para los demás? Lo seré cuando se cumpla en mí el salmo 111 y la profecía de Isaías que acabamos de escuchar:

- Repartir limosnas y compartir los bienes. Partir el pan con el hambriento.

- Tener caridad para con todos en las palabras, en los gestos, en las acciones.

- No temer las malas noticias, pues nuestro corazón está firme en el Señor.

- Desterrar de mi vida la opresión hacia los otros, las malas palabras hacia los otros.

- Vestir al desnudo…

Que así sea