Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (A)

11-IX-2011 XXIV DOMINGO TIEMPO ORDINARIO (A)

Eclo. 27, 33-28,9; Sal. 102; Rm. 14, 7-9; Mt. 18, 21-35



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

La primera lectura y el evangelio de hoy nos hablan de perdón: de perdonar nosotros a los que nos han hecho o dicho algo malo, y así Dios podrá también perdonarnos a nosotros lo que hemos dicho o hecho mal. Le pregunta Pedro a Jesús: “Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?” A lo que Jesús le contesta: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. Y en la primera lectura leemos: “Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados?”

Hace un tiempo leí un libro que os recomiendo. Se titula: “El arte de bendecir” y lo escribió un suizo, Pierre Pradervand. Está publicado en la editorial Sal Terrae. Narra este autor el siguiente hecho: Un joven norteamericano acababa de ser formado en artes marciales en Japón. De regreso a su país y viajando en el metro, en un momento dado subió en el vagón un hombre muy grande, totalmente borracho y sucio, que chillaba desaforadamente. Empezó a golpear a varios viajeros, entre ellos una mujer, a la que hizo rodar por el suelo. El joven sintió una ira y quiso dar una lección a aquel energúmeno con lo que había aprendido de karate. Le daría una buena lección, pues, además, el borracho estaba empezando a insultarle a él. De pronto, en el momento en que iba a iniciarse la pelea, un viejecito arrugado, sentado en un rincón con su esposa, lanzó un grito penetrante. El borracho, asombrado, se volvió. El anciano hizo una señal para que fuera a sentarse a su lado. El viejecito empezó a hablar con el “hombrón” de cuánto le gustaba el whisky. Había encontrado un punto de encuentro con el “hombrón”. Al cabo de unos instantes hablaban como viejos camaradas. El borracho empezó a llorar. Había desaparecido toda su agresividad. Era como un niño. Entonces el joven karateka comprendió la lección maravillosa que le había dado el anciano: que la cima del karate consiste en no servirse nunca de él; que la verdadera victoria la obtiene uno sobre sí mismo, sobre su miedo, sobre su cólera. Y la última escena que contempló al dejar el vagón del metro fue la del borracho, desplomado sobre las rodillas del anciano que le acariciaba con cariño los cabellos sucios. Aquello era simplemente amor.

¿Cómo empezó Pierre a escribir este libro de “El arte de bendecir”? Pues resulta que un día en su trabajo fue despedido. Oigamos la narración de Pierre: “Durante las semanas y meses que siguieron, empecé a experimentar un rencor violento, y aparentemente imposible de desarraigar, contra las personas que me había puesto en aquella situación imposible. Al despertarme por la mañana, mi primer pensamiento era para aquellas gentes. Mientras me duchaba, al comer, al andar por la calle, al dormirme por la noche, me atenazaba aquel pensamiento obsesivo. El resentimiento me roía las entrañas y me envenenaba. Sabía que me estaba haciendo daño a mí mismo, y a pesar de mis oraciones, aquella obsesión me chupaba la sangre como una sanguijuela. Pero un día, una frase de Jesús se me clavó en el ser: ‘Bendecid a los que os persiguen’ (Mt 5, 44). De repente, todo se me hizo claro. Así, comencé a bendecir a los que me había hecho daño: los bendije en su salud, en su alegría, en su abundancia, en su trabajo, en sus relaciones familiares y en su paz, en sus negocios, etc. La bendición consiste en querer todo el bien posible para una persona o personas, su pleno desarrollo, su dicha profunda, y quererlo desde el fondo del corazón con total sinceridad. Esta bendición transforma, cura, eleva, regenera, centra espiritualmente, y desembaraza nuestro ser de pensamientos negativos, condenatorios o críticos. Al comienzo bendecía sólo con mi voluntad, pero con una sincera intención espiritual. Poco a poco las bendiciones se desplazaron de la voluntad al corazón. Bendecía a las personas a lo largo de todo el día: mientras me limpiaba los dientes, mientras hacía footing, cuando iba a correos o al supermercado, mientras lavaba los platos o me iba durmiendo. Los bendecía uno a uno, en silencio, mencionando su nombre. Seguí esta disciplina y a los tres o cuatro meses me encontré bendiciendo a las personas por la calle, en el autobús, en las aglomeraciones. Bendecir se fue convirtiendo en uno de los mayores gozos de mi vida. No he recibido ningún ramo de rosas de mi antiguo empresario ni la más mínima expresión de afecto ni la menor excusa por su parte. Pero he recibido rosas de la vida, a manos llenas”. El odio hiere sobre todo al que lo genera. En tantas ocasiones, la persona odiada, o no se entera, o no le da importancia… Pero el que odia siente cómo si una alimaña le fuera destrozando por dentro y no deja en paz ni de día ni de noche. El que odia se vuelve un amargado, un murmurador constante, pues siempre tiene algo que hablar en contra de los demás. El que odia se aísla a sí mismo y genera más ira a su alrededor y en los que están a su lado. Por el contrario, el que perdona revive y siente como si una losa muy pesada es arrojada fuera de él.

Os propongo que ahora, según salgamos de la iglesia y de regreso a nuestras casas (o en otro momento), vayamos bendiciendo en silencio y en nuestro interior a todas personas con las que nos encontremos: “Que Dios Padre bueno te colme de su amor, de su ternura, que te perdone, que te dé la paz, la fe, la salud, la alegría...”