Domingo XIV Tiempo Ordinario (B)


8-7-2012                         DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO (B)
Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
            Empieza el evangelio diciendo: “En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos”. Y las únicas palabras de Jesús que se recogen en el evangelio de hoy dicen así: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. Como se ve en el texto evangélico se contraponen dos grupos de personas: 1) los familiares y vecinos de toda la vida de Jesús, por una parte, y 2) los discípulos de Jesús, por otra.
            1) Los familiares y los vecinos de toda la vida de Jesús murmuraban de Él, lo criticaban, desconfiaban de sus enseñanzas y de sus milagros. Incluso en un pasaje del evangelio de San Juan se nos dice: “Sus hermanos hablaban así, porque ni siquiera ellos creían en Él” (Jn. 7, 5). Y en otro lugar se asegura que, al principio de la vida pública de Jesús, sus parientes fueron a buscarlo a donde estaba predicando, “pues decían que estaba loco” (Mc. 3, 21). Estos familiares no tenían fe en Jesús. “Y se extrañó de su falta de fe”, nos dice el evangelio de hoy.
            2) Los discípulos de Jesús le seguían a todos lados, creían y confiaban en Él. Ahí tenemos el caso de Jairo y de la mujer de los flujos de sangre del evangelio del domingo anterior: Estos buscaban a Jesús, se acercaban a Jesús, se echaban a sus pies y confiaban en Él. En definitiva, los discípulos de Jesús tenían fe en Él.
            El sábado 30 de junio estuve en una mesa redonda en Cabezón de la Sal. En un determinado momento se habló allí de la importancia de la familia y más aún hoy día con esta terrible crisis económica por la que estamos pasando: se dijo en la mesa  redonda que la familia es el sostén y bastión de tantas gentes; se dijo que, si no fuera por ella, estaría mucha gente en la más absoluta de las indigencias. En efecto, ante las situaciones de paro, de escasez de recursos, de deudas, etc., la familia (padres, abuelos, hermanos, tíos, primos…) está ayudando a tantos de sus familiares con sus casas, con sus dineros, con su generosidad, con comestibles, con la compra de ropa y de libros escolares para los niños, con su contactos a la hora de buscar y encontrar un trabajo… Pero, cuando esa familia, que tenía que ser como la última línea de defensa y de apoyo, se convierte, no digo ya en alguien indiferente, sino en el propio enemigo, ¡qué tristeza más grande! Pues bien, en determinados momentos, eso fue lo que le pasó a Jesús: su familia, sus amigos de infancia, sus vecinos de toda la vida le dieron la espalda y le despellejaron criticándolo sin piedad. ¡Cuánta tristeza tuvo que sentir Jesús en su corazón para decir aquellas palabras terribles del evangelio de hoy!: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”.
            ¿A quién preferimos nosotros: a la familia de sangre, a los conocidos y vecinos de toda la vida, o a aquellos que tenemos la misma fe en Jesús[1]?
            Veamos lo que el mismo Jesús nos dice:
            Existen varios pasajes evangélicos en los que Jesús antepone la familia de la fe… a la familia de la sangre: en una ocasión Jesús predicaba y una mujer llena de alegría y de gratitud hacia Él grita: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” Mas Jesús corrige esta expresión y dice: “Mejor: ¡Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen!” (Lc. 11, 27-28). Y en otra ocasión María y los hermanos de Jesús trataron de hablar con Él y se lo dijeron, pero Él contesto contestó: “¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos? […] Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt. 12, 48-50).
            ¿Qué conclusiones podemos sacar hoy nosotros?
            - Hace un tiempo escuché la siguiente historia, que es un chiste. Se dice que un gitano acudió por primera vez a una procesión de Semana Santa y vio todos los pasos: cómo prendieron a Jesús en el huerto de los olivos; cómo se ensañaron con Él los judíos, los romanos, Herodes y la gente que le gritaba; cómo se tuvo que despedir de su madre dejándola sola y abandonada; cómo lo crucificaron y cómo murió. Al ver todo aquello reflejado tan soberbiamente en los pasos escultóricos, el gitano lloraba con grandes gemidos y sentimiento, pues tenía una pena enorme por el enorme sufrimiento de Jesús. Al año siguiente, en la Semana Santa volvieron a sacar los mismos pasos, pero esta vez al gitano ya no le dio pena alguna de Jesús y uno que sabía de su reacción del año anterior le preguntó el motivo de su comportamiento: tan distinto y contradictorio de un año para otro. A lo que el gitano contestó: ‘Me dio mucha pena lo que le hicieron a Jesús el año pasado, pero, si así le trataron el otro año, ¿por qué vuelve éste?’ Quiero decir con este chiste que quizás nosotros ya somos en tantas ocasiones como este gitano y ya tenemos “callo” ante Jesús y sus enseñanzas, y no damos demasiado crédito a su evangelio. Los familiares y vecinos de Jesús desconfiaban y murmuraban de Él, y nosotros tampoco le hacemos caso porque es… lo de siempre. Entonces, pueden sernos perfectamente adjudicadas aquellas palabras del evangelio que iban dirigidas para los familiares de Jesús: “Y se extrañó de su falta de fe”.

            - No nos durmamos en los laureles y pensemos que ya somos de los discípulos benditos de Jesús por “años de servicio”: tanto tiempo de curas, haber sido catequistas, gran cantidad de rosarios, rezos, peregrinaciones, limosnas, etc. y tener todo esto a nuestras espaldas. Pues, como bien dice Jesús, “no todo el que me dice: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino aquel que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo” (Mt. 7, 21). Esforcémonos en ser siempre personas de fe, al modo de Jairo y de la mujer de los flujos de sangre: ellos buscaron a Jesús, se acercaron a Él y se echaron a sus pies. Así hemos de hacer nosotros, pero no un día o en una ocasión, sino todos los días de nuestra vida.


            - Vuelvo a plantear la pregunta de la mitad de esta homilía: ¿A quién preferimos nosotros: a la familia de sangre, a los conocidos y vecinos de toda la vida, o a aquellos que tenemos la misma fe en Jesús? Y contesto yo mismo: ¡Qué gozo sería el poder unir la familia de sangre con la familia de fe! ¡Qué gozo cuando se puede vivir dentro de la misma familia (esposos, hijos, padres, hermanos, tíos…) esta fe en Jesucristo! Pidamos a Dios que nos conceda a todos nosotros formar parte de su familia de fe, y que conceda también a nuestra familia de sangre entrar en esta familia de fe.

[1] También resulta terrible cuando uno se siente atacado o ignorado por aquellos que confesamos la misma fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.