Domingo XVI del Tiempo Ordinario (C)



21-7-2013                   DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO (C)
                                 Gn. 18, 1-10a; Slm. 14; Col. 1, 24-28; Lc.10, 38-42

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Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:
            El evangelio de hoy nos habla de las dos hermanas de Lázaro, amigo de Jesús. Estas dos hermanas eran Marta y María. Hace tiempo, en una homilía me fijé en Marta, pero hoy voy a hacerlo en María. Dice el evangelio que Jesús llegó a casa de los tres hermanos y María, “sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra.
            En la homilía de hoy quisiera hablaros de la escucha. Para ello, vamos a imaginar que estamos subiendo una escalera. Tenemos que ir subiendo escalón a escalón.
            Primer escalón. Hay que distinguir entre oír y escuchar. Hace un tiempo sucedió esto: “La profesora de una pequeña escuela se dio cuenta de que un alumno no estaba escuchando. Estaba muy perezoso, nervioso, inquieto. Así que le preguntó: ‘¿Por qué? ¿Tienes algún problema? ¿Tienes alguna dificultad? ¿Eres capaz de oírme?’ El chico respondió: ‘Oír es fácil; escuchar es el problema’”. En efecto, oír es percibir las vibraciones del sonido. Nuestro sentido auditivo nos permite percibir los sonidos en mayor y menor medida. Oír es algo pasivo. Sin embargo, escuchar es la capacidad de captar, atender e interpretar la totalidad del mensaje del interlocutor a través de la comunicación verbal, del tono de la voz y del lenguaje corporal. Escuchar es acoger, deducir, comprender y dar sentido a lo que se oye. Para oír necesitamos sólo la oreja y el oído. Para escuchar necesitamos el oído, nuestros ojos, nuestra mente, nuestro corazón, nuestro cuerpo entero, que dicen: ‘Sí, lo que estás hablando me interesa, porque me importas tú’. Desde esta perspectiva tenemos que concluir que muchas veces oímos, pero no escuchamos, y que muchas veces nos oyen, pero no nos escuchan.
            Segundo escalón. “La fe nace de la predicación”(Rm. 10, 17) y de la escucha. Lo expresaba muy bien san Pablo en la carta a los romanos: “Ya que todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero, ¿como invocarlo sin creer en él? ¿Y cómo creer, sin haber oído hablar de él? ¿Y cómo oír hablar de él, si nadie lo predica? ¿Y quiénes predicarán, si no se los envía? Como dice la Escritura: ‘¡Qué hermosos son los pasos de los que anuncian buenas noticias!’” (Rm. 10, 13-15). Sí, es totalmente necesario que venga alguien a nosotros de parte de Dios para que nos hable de Él. El lunes estuve haciendo dirección espiritual con una persona que me decía: ‘Andrés, necesito que me hablen de Dios’. Cuando tenemos la suerte de que existe ese alguien que nos habla de Dios y de parte de Dios, entonces es cuando nosotros hemos de hacer nuestra parte: nuestra parte no es simplemente oír, sino ESCUCHAR. Así nos lo aconsejan los profetas: “Escuchad la Palabra de Dios” (Jr. 7, 2; Am. 3, 1); y los sabios: “Escucha, hijo mío” (Prov. 1, 8); y Dios mismo a su pueblo. “Escucha, oh Israel” (Dt. 6, 4); y el mismo Jesús no exhorta a escuchar: “¡Escuchad!” (Mc. 4, 3). Por la escucha, que implica acogida, interiorización, comprensión, aplicar la Palabra a nuestra vida, digo que por esta escucha de Dios y de su Palabra nacerá en nosotros la fe en Dios y el amor a Dios y a los hombres. Hacia 1997 fui a celebrar una Misa cerca de Avilés y hablaba a los niños y les hacía preguntas. De repente, un niño de unos 7 años dijo algo que no tenía nada que ver con lo que estábamos hablando en la homilía. Dijo el niño: ‘Mi hermano no quiere venir a Misa porque se aburre’. Todos en la iglesia quedamos cortados. Entonces yo le pregunté al niño. ‘Y tú, ¿no te aburres?’ A lo que el niño contestó: ‘No, porque yo atiendo’. Fue una respuesta preciosa. ‘Atiendo’, o lo que es lo mismo ‘escucho’. Lo que el niño aquel quiso decir fue esto: ‘Atiendo y por eso entiendo. Escucho y entiendo, y por eso no me aburro’.
            Tercer peldaño. El hombre no escucha al hombre; el hombre no escucha a Dios. Hace ya unos años vi una película argentina titulada ‘la novia de mi padre’. El argumento básicamente consistía en que un hombre convivió maritalmente con una mujer de la que tuvo un hijo. Esta mujer siempre había querido casarse por la iglesia, y de hecho había comprado un vestido blanco para la ocasión, pero el hombre se negó siempre. Años más tarde, siendo los dos mayores, y teniendo la mujer alzheimer, quiso este hombre darle una alegría a la mujer y casarse por la Iglesia. La película narra todas las peripecias para lograr esto, pero, cuando finalmente lo logra, la mujer quiere marcharse de la ceremonia, pues no entiende nada debido a su enfermedad. Yo al terminar la película me hice esta pregunta: ‘¡Hombre, ¿por qué no escuchaste y acogiste años antes los deseos y anhelos de tu compañera? ¿Por qué sólo oíste (no escuchaste) lo que te decía ella y sólo pensaste en tu conveniencia?’ Este hecho puede ser trasladado a tantas situaciones humanas en que no escuchamos a los otros o no nos escuchan los otros.
            También los hombres somos sordos a las Palabras de Dios. En tantas ocasiones Dios ha estado y está a nuestra vera para hablarnos, para abrazarnos, para guiarnos… y en tantas ocasiones rechazamos sus manos y sus Palabras. Ya conocéis la poesía de Lope de Vega:
‘¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?
¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!
¡Cuántas veces el ángel me decía:
«Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía»!
¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!’
            Cuarto peldaño. Para escuchar hay que hacer silencio: silencio de los ruidos exteriores, silencio de los ruidos interiores. Los ruidos a los que me refiero no son sólo los sonidos que entran por el oído, sino también todas aquellas preocupaciones, deseos, iras, rencores, cosas materiales que anhelamos, amores y desamores, soberbia, miedos… En fin, todo ello impide, en tantas ocasiones, que escuchemos la voz del Señor (y de los hombres que nos rodean). Así, Jesús nos dice: “Por eso os digo: No os inquietéis por vuestra vida, pensando qué vais a comer, ni por vuestro cuerpo, pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale acaso más la vida que la comida y el cuerpo más que el vestido? […] Buscad primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura. No os inquietéis por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le bastan sus disgustos” (Mt. 6, 25.33-34). En definitiva, confianza en Dios para que haya silencio en nuestro interior y así podamos escuchar a los otros y a Dios.
Rellano. Antes de subir otros peldaños. Ahora sí; ahora, después de haber asimilado todo lo anterior, podremos, junto con María, la hermana de Marta, sentarnos a los pies de Jesús y escuchar su Palabra. Y entonces el Señor dirá de nosotros, como dijo de María antes: “María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán”.
            EN OTRA OCASIÓN HABLARÉ DE CÓMO DIOS SÍ QUE ESCUCHA AL HOMBRE.