Domingo XXVI del Tiempo Ordinario (C)



29-9-2013                   DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO (C)
                                 Am. 6, 1a.4-7; Slm. 145; 1 Tim. 6, 11-16;Lc. 16, 19-31

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Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
            Hoy voy a hablaros un poco de la fe y para ello voy a presentaros varios casos:
            1) La semana pasada me entrevistó una periodista de La Nueva España y me preguntaba cómo era mi ‘aterrizaje’ en el concejo de Tapia de Casariego. Entre las varias preguntas que me hizo, voy a destacar la siguiente: ‘¿Cómo harías para que hubiera más presencia de jóvenes en la Iglesia?’ 2) El sábado pasado, al terminar la Misa de 8 de la tarde, se me acerca una persona para saludarme y me dice que le da pena ver cómo los niños se han ausentado del templo y no acuden casi a las Misas dominicales. 3) En bastantes ocasiones, si miro la televisión, si camino por Oviedo, o ahora últimamente, si camino por Tapia, veo a distintas personas y me pregunto qué relación tienen con Dios, con la fe y con la Iglesia. Y he de confesar que, en tantas ocasiones, percibo una gran lejanía de todo lo que tiene que ver con lo religioso, al menos, con la Iglesia.
            ¿Por qué saco a colación en la homilía de hoy estos temas? Pues, porque me preocupan mucho, pero también porque de alguna forma el evangelio de hoy hace referencia a este tema. En efecto, el hombre rico del evangelio vivió toda su vida, según nos cuenta Jesús, de espaldas a Dios y a los hombres más necesitados. ¡Cuántas veces este rico pasaría al lado del pobre Lázaro, que estaba tirado a la puerta de su casa y, a pesar de mirar, no lo había visto! Y lo mismo hemos de decir con Dios: ¡Cuántas veces este rico pasaría al lado de Dios, que también estaba a la puerta de su casa y de su corazón, y, a pesar de tener ojos, mente y corazón, no lo había visto! Sólo, cuando el rico está en el infierno y con una sed terrible, mira y ve a Dios y al pobre Lázaro. Cuando tienen necesidades los demás y él está bien sobrado de todo, no ve a nadie. Cuando tiene necesidades él mismo, entonces sí que ve a Dios y a los demás. En estas circunstancias pide un poco de agua y, como no se le puede dar, entonces hace otra súplica y el diálogo que nos narra Jesús no tiene nada de desperdicio: “‘Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento’”. Abrahán le dice: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen’. El rico contestó: ‘No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán’. Abrahán le dijo: ‘Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto’”. El rico no quiere que sus hermanos acaben de mala manera como él. Dios le dice que lo que estos hermanos tienen que hacer es escuchar la Palabra de Dios. Pero el rico insiste, porque sabe por experiencia propia que ni él ni sus hermanos escucharon ni escucharán la Palabra de Dios, pero, si un muerto les hablara, entonces sí que escucharían a Dios. Mas la respuesta de Dios es terrible; no por se dura, sino por ser completamente real: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto”.
            Y aquí quiero entrar en el meollo de esta homilía: ¿Por qué hay hombres que creen en Dios, y necesitan de Dios y de lo religioso en muchos momentos de sus vidas? ¿Por qué hay hombres que no creen en Dios, y no necesitan de Dios ni de lo religioso de modo habitual en sus vidas? ¿Por qué, lo que a unos les acerca a Dios, a otros les aleja?[1] ¿Por qué, habiendo sido educados dos hermanos del mismo modo en la fe, uno cree y otro no cree? ¿Cómo tenemos que hacer los sacerdotes, los creyentes, los padres, los catequistas… para transmitir la fe que hemos recibido a nuestra vez, para transmitir la fe que da sentido a nuestras vidas y para transmitir la fe que es lo más importante para nosotros? ¿CÓMO?
Como dice el refrán, ‘hace más preguntas un tonto, que respuestas da un sabio’. Yo desconozco las respuestas a todas estas preguntas, que me hago muchas veces. Confieso mi absoluta impotencia ante dos realidades: la primera, ante el dolor y el sufrimiento; la segunda, ante la increencia. No sé qué hacer y muchas veces sé que no puedo hacer nada. Pero también he experimentado otra cosa terrible y es la absoluta incapacidad del no creyente para creer. A veces, quiere, pero no puede. Otras, ni quiere ni puede. Por eso, son tan reales las palabras de Jesús en el evangelio de hoy: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto”.
Entonces, ¿hemos de rendirnos todos: ateos y creyentes? NO. Lo que yo creo firmemente y propongo con fuerza es esto:
1) La fe y el encuentro con Dios… depende de Dios. Hemos de mendigarlos hemos de suplicarlos para que Dios, a lo largo de nuestra vida, en algún momento nos los conceda. Esto lo conseguimos con la oración o, si queréis llamarlo de otro modo, cogiendo por las solapas a Dios y exigirle y/o implorarle la fe todos los días, sin desfallecer. Leamos y escuchemos la Palabra de Dios. Ya nos lo decía Jesús en el evangelio de hoy: “Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen”.
2) Nos decía San Pablo en la segunda lectura: “Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado”. Sí, la fe y el Reino de Dios son regalos de Dios, pero también deben ser alcanzados gracias a nuestro esfuerzo. Ambas cosas son necesarias. Aunque no tengas fe, lucha y esfuérzate por ella. Aunque tengas fe, lucha y esfuérzate por no perderla y por aumentarla. ¿Cómo? También nos lo decía San Pablo en la lectura de hoy: “Hombre de Dios, practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Combate el buen combate de la fe”. Todo esto lo logramos mirando a nuestra puerta si hay algún Lázaro tirado que necesita nuestra ayuda. Mientras preparaba esta homilía, me llegó un mensaje al móvil de un compañero sacerdote. Me decía: ‘Estoy triste y nervioso. El domingo fui a las nuevas parroquias que me dieron. Allí fui ignorado y se me dijo que me anduviera con ojo. Tengo miedo después de 33 años de sacerdote. Perdona que te moleste con esto, pero cada vez tenemos menos con quien hablar. Reza por mí, lo estoy pasando francamente mal y me siento un poco solo. Si no fuera por los ratos que paso en la capilla y el cariño de mis otras parroquias. Gracias por escucharme, Andrés. Dios te bendiga’.
Sí, la ayuda a los Lázaros que se nos presentan a nuestras puertas puede ser material o de afecto y cercanía. Todos, todos tenemos un Lázaro a nuestra puerta. Miremos y veamos. Hace tiempo un chico que trabaja con los transeúntes en el Albergue Cano Mata de Oviedo me contó una conversación que tuvo con uno de ellos. Le dijo éste: ‘Acepto que la gente por la calle no me dé limosna, cuando pido, pero me destroza que no me miren al decirme que no, o que me rehúyan, o que me ignoren, como si fuera invisible. Tú dame, si quieres, o, si no quieres, no me des. Pero, por favor, mírame siempre a los ojos cuando me hables’.
Sinceramente, si hacemos estas dos cosas, creo que, los que no tienen fe, estarán en mejor disposición de recibirla, y, los que ya la tenemos, seremos un ejemplo para los que no la tienen y, además, aumentará nuestra fe.

[1] Hace años, cuando estaba de párroco en Taramundi, murió de accidente de tráfico un joven y, estando yo rezando el responso en la casa, llegó una prima joven desde Gijón e interrumpió el responso diciendo en voz alta: ‘¡Demostrado, Dios no existe!’ Y, por aquellas mismas fechas, a un chico se le murió su madre de cáncer. Este chico estaba un tanto alejado de Dios y de la fe y, al morir su madre, sintió un revulsivo en su interior, empezó a acercarse a Dios, terminó yendo al Seminario y luego se ordenó sacerdote.