Domingo II de Cuaresma (B)

8-3-2009 DOMINGO II CUARESMA (B)
Gn. 22, 1-2.9-13.15-18; Sal. 115; Rm. 8, 31b-34; Mc. 9, 2-10
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Queridos hermanos:
EXAMEN DE CONCIENCIA
No quisiera que este examen de conciencia fuera una especie de losa sobre nosotros. No. La miseria humana, en cristiano, va siempre acompañada de la misericordia de Dios. Sólo a través de los ojos y del corazón de Dios el hombre puede y debe mirar sus propios pecados. El nos los descubre, y al mismo tiempo nos los perdona. Pero yo no puedo cambiar y caminar hacia Dios si no veo dónde estoy de verdad, y esto me lo hace ver Dios con su luz admirable y con la paz maravillosa que nos concede su perdón.

¿He sentido envidia hacia alguien por las cosas que tenía, por su carácter más simpático o por su saber más grande que el mío, por su físico; de tal manera que me alegraba de sus fallos o cuando las cosas le iban mal, y me entristecía cuando las cosas le salían bien? El sentimiento de la envidia en muchas ocasiones no es buscado por nosotros, pero es algo que surge en nuestro interior y nos da mucha vergüenza. En determinados momentos la envidia que sentimos es fruto de la tentación a fin de quitarnos la paz.
¿He sentido celos ante otras personas porque ellas son más valoradas que yo, más tenidas en cuenta que yo, más apreciadas que yo? ¿He sentido celos porque a los demás se les reconoce enseguida lo “poco” que hacen, y a mí no se me reconoce todo lo que hago (al cuidar a unos padres, al hacer las tareas de casa, en el lugar de trabajo…?
¿He hecho juicios en mi interior acerca de otras personas, descalificando las actuaciones de los otros, como si todo o casi todo lo de ellos fuese malo? El juicio interior supone ponerse en una posición de superioridad y desde ahí considerar como negativo lo que los demás dicen, hacen o dejan de decir y/o de hacer.
¿He murmurado contra alguien, bien iniciando yo la conversación o siguiendo lo comenzado por otros? ¿He sacado los defectos de los demás a la luz pública? La murmuración presupone un juicio previo. El juicio queda en mi interior, mientras que la murmuración sale al exterior por la lengua. Lo malo o negativo que veo en los demás, ¿soy capaz de decírselo al interesado o interesada? La mayoría de las veces no, entonces ¿por qué lo digo?: ¿Porque me interesa de verdad esa persona y que mejore; por pasar el rato; por despecho; por quedar por listo o gracioso ante quien estoy murmurando? Si no soy capaz de decir lo negativo al interesado, entonces es mejor que me calle o en todo caso que se lo diga a Dios rezando por esa persona. Lo peor de la murmuración no es lo que decimos, que en muchas ocasiones es cierto, sino el “tonillo” con el que decimos esas cosas, es decir, no hay caridad. Y la verdad que no va acompañada de la caridad-amor, no es la verdad de Cristo. Yo no he descubierto nunca a Dios diciéndome las cosas, ni a mí ni a nadie, restregándolas por las narices. Dios me muestra las cosas, mi verdad, mis defectos, pero lo hace con tanto amor, que veo lo que me dice, lo acepto y mi amor hacia El crece más. Aprendamos a hacerlo así y, si no lo hacemos así, es que estamos murmurando.
¿He difamado, es decir, he dicho cosas negativas de los demás que son falsas, bien porque exagere lo que digo o porque no me cercioro y aseguro de la veracidad de lo que escucho sobre los otros y “alegremente” lo suelto sin más? CUANTO DAÑO HACE LA LENGUA, NUESTRA LENGUA. Ya leemos en la epístola del apóstol Santiago que “la lengua ningún hombre es capaz de domarla: es dañina e inquieta, cargada de veneno mortal; con ella bendecimos al que es Señor y Padre; con ella maldecimos a los hombres creados a semejanza de Dios; de la misma boca salen bendiciones y maldiciones”. “Todos faltamos a menudo, y si hay alguno que no falte en el hablar, es un hombre perfecto, capaz de tener a raya a su persona entera”.
¿Soy una persona mal hablada con frecuentes tacos, con blasfemias, con palabras soeces o hirientes (“cada día te pareces más a tu madre…”, “cállate, gorda…”); buscando siempre el insulto, el dejar mal a los otros, el decir la palabra graciosa, aunque sea a costa de los demás?
¿He mentido a alguna persona, a mi familia, en el trabajo para no quedar mal, por aprovecharme de otros, por venganza, etc.? ¿He dicho medias verdades por las mismas motivaciones? Cuando Jesús fue condenado a muerte por los judíos del Sanedrín, para ello utilizaron sus propias palabras. Le preguntaron si El era el Hijo de Dios y Jesús contestó que sí, que lo era. Y esto le ocasionó su muerte. Podía haber dicho una mentira piadosa. Total esa mentira piadosa le hubiera permitido vivir más años, curar a muchos enfermos, hacer muchos milagros, enseñar mejor a los apóstoles, asentar mejor la Iglesia que quería fundar, anunciar mejor el mensaje de Dios Padre. Pero no, El dijo siempre la verdad, aún a costa de ser muerto, aún a costa del fracaso de su misión entre nosotros. Y su verdad le llevó a la cruz, y esta cruz, fracaso entonces, es salvación para todos nosotros.
¿He sido impaciente con los demás y conmigo mismo? El impaciente es aquél que no tiene paz en su corazón y por eso “salta” con frecuencia. Estoy impaciente cuando no soy capaz de esperar con sosiego y tranquilidad que llegue el ascensor al que he llamado, a que el semáforo se ponga en verde, a que te atiendan en el médico, o que atienden en el supermercado a la persona que está por delante de mí. Estoy impaciente cuando no me pongo en el lugar de los otros y quiero que ellos hagan las cosas como yo las hago y en el tiempo en que yo las hago. No aguanto los fallos de los demás, pero los míos propios… tampoco.
¿He tenido ira, rabia, enfados hacia alguna persona (familiar, amigo, en el trabajo, etc.), y he manifestado esta ira externamente con expresiones hirientes o soeces, con voces, o incluso también en mi interior?
¿Tengo rencor hacia alguna persona, de tal modo que no hablo con esa persona, ni la perdono de ningún modo y, cuando la veo o surge una conversación sobre ella, siempre se nota mi inquina contra ella? ¿Llevo mi “agenda” de los agravios que me han hecho los demás y las fechas en que me las han hecho y ante quien me las han hecho? ¿Hay alguien a quién no salude ni tenga intención de hacerlo? ¿Soy una persona vengativa; las cosas que me han hecho las tengo bien guardadas y presentes, y ante la más pequeña oportunidad se las "restriego" en la cara o suelto mi "veneno" ante otras personas?
¿He tenido pereza para levantarme, para acostarme, para hacer los estudios, el trabajo, mis oraciones, asistencia a la Misa, etc.? Perezoso es aquel que hace las cosas que le gustan, y las que no, las va dejando siempre de lado: el cesto de la plancha, los azulejos, tareas en el trabajo, escribir cartas, visitar a personas, enfermos. Con frecuencia la pereza va asociada al egoísmo, pues saco tiempo para las cosas que me gustan y me interesan, pero las otras cosas quedan las más de las veces sin hacer o a medio hacer.
¿He perdido el tiempo? Tenía diversas cosas que hacer y las he ido dejando de lado para hacer lo que me gusta: ver la Tv, hablar por teléfono, leer una novela, dar la lengua con alguien… y mientras tanto las cosas sin hacer.
¿He tenido gula, es decir, me dominan las apetencias y los gustos por encima de mi voluntad: domina el dulce sobre mi voluntad, domina el alcohol sobre mi voluntad, domina el café sobre mi voluntad, domina el tabaco sobre mi voluntad…? Seguramente que en muchas ocasiones pensamos como el gallego: “perdono o mal que me fai, por o ben que me sabe”. Tengo gula cuando como entre horas por el simple hecho de picar, o como nada más de lo que me gusta, o no como jamás lo que no me gusta, o protesto por la comida, o como o bebo con ansia, etc.?
¿He sido egoísta en el trato con los demás preocupándome tan solo de lo que me venía bien a mí, pasando o dejando de lado las necesidades de los otros? ¿Soy de los que cojo el mando de la TV y no lo suelto en modo alguno, y todo el mundo tiene que ver el programa que a mí me gusta? ¿Al sentarme en el coche o en casa escojo el mejor puesto… sin pensar en los otros? ¿Pienso en los otros, en lo que les gusta a los otros, en lo que les viene bien a los otros, o nada más me veo a mí mismo y mis apetencias y mis necesidades?
¿He faltado a la pobreza cristiana con gastos superfluos en cosas que no son del todo necesarias (ropas, tabaco, cafés, revistas, consumiciones, CD, bisutería, viajes, etc.)? ¿Compro cosas baratas que no necesito o que ya poseo más que suficientemente? Al comprar pregunto a mi gusto, a los demás… ¿y a Dios? Porque El tendrá algo que decir, sobre todo si me confieso cristiano y deseo que su Voluntad se cumpla en mí. Un cristiano no puede caer en el consumismo igual que otra persona que le dé igual vivir en su Santa Voluntad o no. ¿Tengo codicia y ansío poseer cosas materiales? ¿Doy limosnas a la Iglesia o a ONGs o a familias necesitadas (es bueno aquí comparar cuánto gasto para mí al mes y cuánto doy en limosnas para los demás al mes; se verá que la diferencia es mucha)? La limosna es lo que yo llamo el dinero de Dios. Es suyo y yo he de administrarlo según su Voluntad y no según mi capricho. El dinero de la limosna nunca puede quedarse en mi bolsillo. Si no lo doy yo directamente, entonces debo de buscar a organizaciones o personas que busquen donde entregarlo y que conocen mejor que yo diversas necesidades de otros hombres. ¿Tengo mi corazón pegado a cosas mías (coche, ropa, objetos), personas, opiniones, mi físico, etc.? Para entender la pobreza cristiana se ha de partir de que sólo Dios es nuestra riqueza, porque es lo totalmente Absoluto, lo demás es relativo (Mt. 10, 37). ¿He robado, es decir, me ha apropiado de cosas que no son mías? Me apropio de cosas que no son mías, robo, cuando en el hospital en el que trabajo cojo tiritas, esparadrapos, tijeras... y lo llevo para mi casa o para mis familiares. Robo cuando en el colegio donde trabajo cojo hojas, bolígrafos... y los llevo para mi casa. Robo en el trabajo llegando tarde y saliendo temprano. Robo en el trabajo al no pagar lo justo y debido a mis empleados y no reconocerles sus derechos. El hecho de que lo hagan los demás no quiere decir que está justificado que lo haga yo.
¿He sido desobediente en mi casa, con mi familia, con Dios, con la Iglesia, con mi director espiritual, con las normas de tráfico, con las cosas que me piden muchas veces por favor; y soy más bien de los que siempre hace lo que les da "la realísima gana"? La obediencia no es simplemente hacer sin más lo que me digan o me pidan, también hay que mirar el modo y las maneras en que lo hago. Por ejemplo, si realizo las cosas que se me piden pero con protestas, interiores o exteriores, entonces no estoy obedeciendo. Yo nunca he visto ni he leído que, cuando Dios Padre indicó a su Hijo que fura a la Cruz, por el perdón de los pecados de los hombres, Jesús obedeciera pero diciendo: “¡Vaya, hombre! ¡Siempre me toca a mí!” ¿A quién tengo que obedecer yo? Pues en primer lugar a Dios, a mis padres, a mis hijos, a mi marido, a mi mujer...
¿He faltado a la castidad con pensamientos, deseos, miradas, actos impuros (solo o acompañado); he respetado mi cuerpo y el de los demás por ser Templo del Espíritu de Dios, me he mantenido alejado de aquello que me tentara en este punto como TV, revistas, conversaciones, etc.?
¿He tenido el pecado de la vanidad de tal manera que estoy demasiado pendiente de mi aspecto físico, de la moda, y al final soy un esclavo de ello? Hay personas que son incapaces de salir desconjuntadas de casa o de no salir a la calle con prendas que no son de marca. Hay personas que visten o se acicalan de una determinada manera, pero no por convencimiento o gusto propio, sino por obtener el parabién de la gente con la que están.
¿He tenido soberbia al considerarme superior a otros, al considerarme inferior y esto me hacía sufrir, puesto que no me acepto tal y como soy? ¿Me ando siempre quejando de la sociedad, de los demás, de mí mismo? ¿"Engordo" cuando los demás hablan bien de mí, y me entretengo después pensando y "repensando" lo que se dijo bueno de mí? ¿Me enfada el que los demás hablen mal de mí, sea mentira o verdad, y "despotrico" contra ellos y busco rápidamente el justificarme? ¿Me cuesta admitir mis errores? ¿Me cuesta pedir perdón? ¿Hago o dejo de hacer cosas, digo o dejo de decir cosas por el qué dirá la gente, de tal manera que soy un esclavo de lo que piensen los demás? Veamos algunos de los frutos de la soberbia: En las relaciones con el prójimo, el amor propio y la soberbia nos hace susceptibles, inflexibles, impacientes, exagerados en la afirmación del propio yo y de los propios derechos, fríos, indiferentes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Nos deleita en hablar de las propias acciones, de las luces y experiencias interiores, de las dificultades, de los sufrimientos, aun sin necesidad de hacerlo. En las prácticas de piedad nos complace en mirar a los demás, observarlos y juzgarlos; nos inclinamos a compararnos y a creernos mejor que ellos, a verles defectos solamente y negarles las buenas cualidades, a atribuirles deseos e intenciones poco nobles, llegando incluso a desearles el mal. El amor propio y la soberbia hacen que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, insultados o postergados, o no nos vemos considerados, estimados y obsequiados como esperábamos.
¿He faltado en el amor al prójimo hacia los enfermos, ancianos, familiares, marginados, etc.? ¿Tengo verdadera preocupación por las necesidades materiales, morales y espirituales de las personas que me rodean, de la gente que vive en Asturias, en España, en Europa, en el mundo? ¿Considero a las demás personas como hermanos míos al ser hijos todos del mismo Padre?
¿He tenido falta de confianza en Dios buscando yo siempre el encontrar solución a todo y rápida; y cuando no salía tal y como era mi deseo me enfadaba con Dios o me descorazonaba con El? No tengo confianza en Dios cuando las cosas positivas o negativas que me suceden me afectan sobremanera. No quiere decir con esto que tengamos que ser insensibles a las circunstancias que acontecen a nuestro alrededor, pero sí es cierto que nuestra seguridad total está en Dios y no tanto en que las cosas me salgan bien o mal.
¿He dejado mis oraciones de lado, o las he hecho con rutina y sequedad? ¿He sido fiel a lo que el Señor me iba mostrando o pidiendo en ellas?
¿He faltado a la Misa de los domingos, o he asistido a ella con rutina, falta de fervor, de mala gana y distracciones?
¿He realizado alguna lectura espiritual para alimentar mi ser y abrirme a otras experiencias y a otros horizontes que puedan acercarme más a Dios?
Se podían sacar muchas más cosas, pero de momento yo creo que con esto vale para tener una guía más o menos exhaustiva.

Domingo I de Cuaresma (B)

1-3-2009 DOMINGO I CUARESMA (B)
Gn. 9, 8-15; Sal. 24; 1 Pe. 3, 18-22; Mc. 1, 12-15
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Queridos hermanos:
- El inicio del evangelio que acabamos de escuchar dice así: “el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían”. En este pequeño y bello texto están contenidos los significados fundamentales del tiempo de Cuaresma que hemos iniciado el Miércoles de Ceniza. Hemos de mirarnos en el espejo de Jesús para transitar por su camino, para pisar sus mismas huellas. En efecto, es el Espíritu de Dios quien nos empuja amablemente hacia el desierto, hacia este tiempo de Cuaresma. Esta no es creación de hombres, sino de Dios. Dios nos regala estos cuarenta días, hasta el 5 de abril. ¿Y qué sucede en el desierto, en la Cuaresma? Se nos dice en el evangelio de hoy:
1) En esta Cuaresma somos tentados por Satanás para que pequemos contra nuestro Dios. Somos tentados por Satanás, el cual procura quitarnos la paz, la esperanza, la fe, el amor, la ilusión, la alegría del Señor. Somos tentados por Satanás para que pongamos, en lugar de Dios, otros dioses y otras seguridades.
2) En esta Cuaresma viviremos entre alimañas, o sea, entre sufrimientos físicos o morales, entre alegrías banales, entre ruidos y prisas, entre miles de razones para ocuparnos de cosas sin importancia. Y todo esto pueden ser las “alimañas”, que procurarán distraernos del Señor. Entendía muy bien esto Sta. Teresa de Jesús, quien cantaba y hacía cantar a sus monjas: “Vea quien quisiera rosas y jazmines, que, si yo te viere, veré mil jardines. No quiero contentos, mi Jesús ausente, que todo es tormento a quien esto siente. Sólo me sustente tu amor y deseo. Véante mis ojos, muérame yo luego”.
3) En esta Cuaresma los ángeles nos sirven. No sólo experimentamos en la Cuaresma a Satanás y a sus “alimañas”; también experimentamos los consuelos y auxilios de Dios a través de sus santos ángeles y de sus consolaciones. Experimentamos a Dios a través de su Palabra que nos acompaña, de los sacramentos y de la ayuda de los hermanos en la Iglesia de Dios.
- El Espíritu nos empuja hacia la Cuaresma, que es tiempo de abrir todas nuestras casas sucias y oscuras, dejando pasar al viento del Espíritu para que las limpie y que entre todo el sol de Dios. La Cuaresma es tiempo para escuchar la Palabra poderosa de Dios que rasgue los escudos y castillos que nos aíslan de Dios y de nuestros hermanos. La Cuaresma es invitación al silencio de los ruidos exteriores e interiores para escuchar al único que tiene Palabras de Vida y Palabras Eternas. La Cuaresma es dejarse penetrar por el Jesús manso y humilde de corazón para que nos contagie y nuestras entrañas sean de piedad y de misericordia para con los demás. La Cuaresma es salir al encuentro del hermano y ponernos a su servicio enseguida, pues en él descubrimos el rostro de Cristo. La Cuaresma es aprender a vivir despojado de tantas cosas superfluas, que nos pesan y nos hacen daño y, además, así podremos compartirlas con otros hermanos nuestros. La Cuaresma es aceptar al otro, con sus valores y limitaciones y, aceptándolo, aprender a amarlo, pero no desde el corazón (pues esto es tantas veces imposible), sino desde la fe y desde Dios. La Cuaresma es aceptarnos a nosotros mismos, con nuestros valores y limitaciones, y con nuestra historia personal, pasada y presente. La Cuaresma es aceptar los acontecimientos de cada día, lo bello y lo feo, lo bueno y lo desagradable, lo fácil y lo difícil, los éxitos y los fracasos, las alabanzas y los insultos, la consolación espiritual y la sequedad. La Cuaresma es vivificar, no matar, llenar la vida de frutos de justicia y caridad. En definitiva, la Cuaresma es convertirnos de un hombre pecador en un hombre santo.
- ¿Cómo hemos de hacer para vivir esto, para superar estos cuarenta días de Cuaresma, para ser dóciles al Espíritu y no sucumbir a las tentaciones de Satanás y a los ataques de las “alimañas”? Cristo Jesús nos propone unos medios. Son los mismos que El utilizó, y viene expuestos en el evangelio que escuchamos el Miércoles de Ceniza: ayuno, limosna y oración. El primero nos libra de nuestros impulsos y esclavitudes. El segundo nos abre a las necesidades de los demás. Y el tercero nos abre a Dios. Vamos a explicar un poco más estos medios. Cada uno tendrá que adaptarlos a su persona y a sus circunstancias. En realidad, os estoy indicando que hagáis un plan para la Cuaresma. Mejor proponerse poco y cumplirlo, que llenarse de propósitos que quedan en el papel o en la mente.
1) El ayuno cristiano no tiene como finalidad adelgazar, sino domi­nar nuestras pasiones, nuestros gustos y apetencias. Es el domi­nio de nosotros mismos para estar completamente disponibles para Dios. No es mi cuerpo el que me ha de dominar, sino yo el que he de dominar a mi cuerpo, y después mi voluntad la pondré en manos del Padre para que haga de mí lo que quiera. Con el ayuno cumplimos el mandato de Jesús “Y dirigiéndose a todos, dijo: ‘El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará’” (Lc. 9, 23-24). También San Pablo escribía: "Cada atleta se impone en todo una disciplina; ellos para ganar una corona que se marchita, nosotros una que no se marchi­ta...; boxeo de esa manera, no dando golpes al aire; nada de eso, mis golpes van a mi cuerpo y lo obligo a que me sirva" (1 Co. 9, 25.27). Podemos ayunar de comida, pero también de bebidas, de TV, de café, de tabaco, de dulces, etc. Una advertencia: Tened cuidado con el ayuno no os sirva para crecer en soberbia. Si conseguimos ayunar, es por puro don y gracia de Dios.
El ayuno sólo obliga el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, y desde los 18 hasta los 59 años. La abstinencia de comer carne en España obliga los viernes de Cuaresma desde los 14 años hasta la muerte. Si a alguno le parece una tontería no comer carne, por favor, que lo haga y así será dócil, obediente y humilde al Señor. Más quiere el Señor nuestra obediencia y humildad que todos los sacrificios. Por eso, haremos lo uno… y lo otro. Así se comportaron los santos y así hemos de hacerlo nosotros.
2) La limosna, que consigue que nuestra atención se vuelva a los hermanos, sobre todo hacia los más necesitados. La limosna de nuestros bienes, de nuestras cosas, de nuestro tiempo, de nuestro cariño... "No serás una buena cristiana si el dolor de la gente que te rodea te es indiferente", decía un cura asturiano a una feligresa suya. Este cura ya ha fallecido, pero esta señora tiene grabado en su corazón el mensaje que le fue dado. Recordad las palabras de San Juan: "Nadie puede amar a Dios a quien no ve, si no ama a los hermanos a los que ve".
3) La oración, que hace que nos volquemos en Dios. De este modo iremos consiguiendo el mandamiento principal y primero de Jesús: "amarás a Dios con toda tu mente, con toda tu alma, con todo tu cuerpo, con todas tus fuerzas, con todo tu ser." El amor a Dios y el amor de Dios nos plenifica y nos hace felices. La oración es el medio por el cual Dios se comunica con nosotros y nosotros con Dios. Cuando Jesús fue empujado por el Espíritu al desierto, Dios se comunica con nosotros,a de Dios.oberbia. props. El segundo nos abre a las necesiddades año.os que nos aislan de Dios y la razón fundamental fue para orar. En mi vida de cada día tengo tiempo para todo, para trabajar, para comer, para dormir, para ver TV, para los amigos, y ¿para Dios? Pues bien, en esta Cuaresma Cristo nos por pide mayor tiempo de ora­ción (hay un seminarista que en Cuaresma, en vez de a las 7, se levanta a las 6 de la mañana y hace oración desde esa hora. Hay obreros que ponen por la mañana un cuarto de hora antes el despertador para poder comunicarse con Dios Padre).
Termino con un consejo que daba Jesús en el evangelio del Miércoles de Ceniza ante el ayuno, la limosna y la oración: Cuando ayunemos, cuando oremos, cuando demos limosna –nos decía Jesús- que no sepa nuestra mano izquierda lo que hace la derecha, sino nuestro Padre del Cielo, “y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará”.

Domingo VII del Tiempo Ordinario (B)

22-2-2009 DOMINGO VII TIEMPO ORDINARIO (B)
Is. 43, 18-19.21-22.24b-25; Sal. 40; 2 Co. 1, 18-22; Mc. 2, 1-12

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Queridos hermanos:
En las lecturas de hoy se nos habla de los pecados y culpas del hombre que Dios perdona. Aparece la figura de un Dios dadivoso, generoso, sin rencores y a la vez aparecen los hombres… que van a lo suyo, o por mejor decir, vamos a los nuestro.
- Fijaros en el evangelio. Tenemos a un paralítico y a cuatro familiares o amigos suyos que lo transportan. Hay un gentío tan grande que no pueden pasar. Se les ocurre subir al tejado y abrir un boquete para descolgar con cuerdas al paralítico y dejarlo ante Jesús. ¡Qué sorpresa la de Jesús y la de los otros que estaban allí! Seguro que a los dueños de la casa no les hizo gracia ver cómo les levantaban el tejado.
Pregunta del millón: ¿Para qué llevaron los cuatro al paralítico ante Jesús, subieron al tejado, hicieron un agujero y lo descolgaron…? Pues sí, para que Jesús lo curase, le devolviese el movimiento de los pies, de los brazos, de las piernas, de todo su cuerpo. ¿Para qué si no? Veamos cómo reacciona Jesús ante el paralítico: “Viendo Jesús la fe que tenían[1], le dijo al paralítico: -Hijo, tus pecados quedan perdonados.”
Reacción de los porteadores y del paralítico: ¿Qué hubiéramos respondido nosotros, siendo el paralítico o los porteadores, si yendo ante Jesús para que nos cure la parálisis, éste nos perdona los pecados? Le hubiéramos dicho: “Jesús, tú estás ya como los curas, o sea, respondes a preguntas que nadie te hace, das cosas que nadie necesitaba’. Le hubiéramos dicho que su perdón era una tomadura de pelo, que se dejara de tonterías y que curara a aquel hombre…, si es que podía.
Reacción de los letrados: Estos se enzarzan en una discusión teológica: si un hombre puede perdonar pecados (como bastantes cristianos de ahora que dicen que ellos se confiesan directamente con Dios). A los fariseos no les importaba el sufrimiento del paralítico, sino sólo el “problema” teológico.
Milagro de Jesús: Nos relata el evangelio que enseguida Jesús curó al hombre y que todos “se quedaron atónitos y daban gloria a Dios diciendo: -Nunca hemos visto una cosa igual”. Pero la gloria a Dios y la admiración provenían de la curación física, y no del perdón de los pecados. Por tanto, vemos que en el evangelio de hoy existen tres grupos de personas: 1º) el paralítico y sus porteadores, que sólo les importaba la curación; 2º) los letrados, a los que sólo preocupaba el problema teológico; 3º) el resto de la gente, que estaba de espectadores, como en un circo.
¿Por qué Jesús perdonó primero los pecados del paralítico, si él y sus porteadores lo que querían y buscaban era el milagro de la curación? Porque para Jesús el mayor mal que tenía el paralítico no era su enfermedad física, sino sus pecados. Jesús va a las raíces y no se queda en la superficie. Con demasiada frecuencia los hombres nos quedamos y nos perdemos en la superficie y dejamos lo importante…

- Fijaros ahora también en la primera lectura, que va en el mismo sentido: “Pero tú no me invocabas, Jacob; ni te esforzabas por mí, Israel […]; pero me avasallabas con tus pecados, y me cansabas con tus culpas. Yo, yo era quien por mi cuenta borraba tus crímenes y no me acordaba de tus pecados.” Aquí el profeta Isaías clama a ese pueblo de Israel que no invocaba a Dios ni se dirigía a El. Clama a ese pueblo que se esforzaba por tantas cosas inútiles, fútiles y perecederas, pero no se esforzaba por lo que valía de verdad…, por El. Ese pueblo que llenaba y rellenaba el rostro de Dios con pecado tras pecado, y El respondía (y responde) una y otra vez con perdón tras perdón, aunque nadie se lo pedía, aunque nadie se lo rogaba, aunque nadie se daba cuenta de dónde estaba el verdadero mal y sufrimiento del hombre, y no se daba cuenta de dónde estaba la verdadera felicidad del hombre.
[1] Cuando Jesús dice esto, es que observó su gran fe. Pero esta fe suya en Jesús se refería únicamente a la curación física, al milagro que esperaban que hicieran como él había hecho en otros momentos con otros enfermos.

Domingo VI del Tiempo Ordinario (B)

15-2-2009 DOMINGO VI TIEMPO ORDINARIO (B)
Lv. 13, 1-2.44-46; Sal. 31; 1 Co. 10, 31 - 11, 1; Mc. 1, 40-45
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Queridos hermanos:
- El otro domingo os hablaba del sufrimiento humano, por ejemplo, del hambre y también de la enfermedad. En las lecturas de hoy se nos habla de una enfermedad en concreto: de la lepra. Con esta expresión se debe englobar no sólo la lepra, tal y como hoy la conocemos, sino también cualquier enfermedad de la piel: soriasis, tiña, erupciones, tumores, eccemas… Igualmente se nos habla en las lecturas de cómo reacciona Jesús ante quien padece este mal.
¿En qué consiste la enfermedad de la lepra? La lepra es una dolencia propia de un país pobre y subdesarrollado, como sucedía en los tiempos de Jesús. Los leprosos eran enfermos incurables, abandonados a su suerte e incapacitados para ganarse el sustento. Vivían arrastrando su vida en la mendicidad, y experimentando casi a diario la miseria y el hambre. Jesús los encontraba constantemente en su ir y venir por Israel.
Quienes padecían la lepra o cualquier enfermedad de la piel veían cómo se extendía por su cuerpo todas esas manchas, eran unas manchas repugnantes para ellos y para los demás. Estos enfermos se sentían y se sabían sucios y repulsivos, de tal manera que todos les rehuían. No podían casarse, ni tener hijos, ni participar en las fiestas y peregrinaciones de los israelitas. No podían trabajar ni ganarse el sustento con el sudor de su frente, pues los frutos de sus trabajos estarían manchados y contagiarían a los demás: a los sanos. Los leprosos estaban condenados al abandono y al apartamiento total.
- En el Israel de Jesús, como hoy también he visto en tantas ocasiones, se vivía la enfermedad como un castigo de Dios. Y tantas veces como un castigo injusto: ‘¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora?’ Si Dios, que era el creador de la vida y de la Salud (con mayúsculas), les estaba retirando su espíritu, ello era señal de que Dios les estaba abandonado. Pero, ¿por qué? La enfermedad para un israelita era una maldición, un castigo de Dios por algún pecado. Por el contrario, la curación era vista como una bendición de Dios.
Los leprosos eran separados de la comunidad, no por temor al contagio, sino porque eran considerados impuros y podían contaminar de pecado a quienes pertenecían al pueblo de Dios. Por eso se entiende la orden del Antiguo Testamento que acabamos de leer: “Cuando alguno tenga una inflamación, una erupción o una mancha en la piel, y se le produzca la lepra, […] el sacerdote lo declarará impuro de lepra. El que haya sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: ‘¡Impuro, impuro!’ Mientras le dure la afección, seguirá impuro; vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento”. Para el israelita, que sólo entendía la vida integrado en una familia y en un grupo, esta exclusión significaba una auténtica tragedia. Abandonado por Dios y por los hombres, estigmatizados por los vecinos, excluidos de la convivencia, estos enfermos eran el sector más marginado de la sociedad. Los cojos, los ciegos, los mudos, los que tenían otras enfermedades podían entrar en los pueblos e incluso ser cuidados por sus familias y vivir con ellas, pero los leprosos no. Estos debían vivir solos, fuera de su familia, de su aldea y, cuando iban por los caminos, debían gritar: “Impuro, impuro”. Debían apartarse del camino cuando se acercaban otras gentes. No debían lavarse en las fuentes ni en los ríos que usaban los sanos, pues en caso contrario se exponían a morir apedreados. Podían lavarse y beber en charcos, o en pozos sólo por ellos usados. Los leprosos no se acercaban a la gente. Sus propios familiares, si les daban de comer, no les dejaban acercarse, sino que les tiraban la comida desde lejos o la dejaban sobre una piedra para que después ellos la cogiesen.
No podemos juzgar sin más aquellas gentes sanas desde nuestra perspectiva. Debemos ponernos en su lugar. La lepra era una enfermedad horrible: la piel se pudría, olía mal. Los miembros del cuerpo se desprendían. Se pensaba que la lepra era altamente contagiosa y no tenía cura. ¿Como protegerse? ¿Como proteger al resto de la comunidad? ¿Era razonable acercarse a un leproso y exponerse a la lepra? ‘Terminaré yo también leproso’, pensaban entonces. La única solución parecía consistir en apartar a los contaminados. No por odio, sino por necesidad de prevención.
- ¿Cuál era la reacción de Jesús ante los leprosos? Nos cuenta el evangelio que un leproso sí que se acercó a Jesús. El leproso sabe que puede ser apedreado. Pero en su corazón ha nacido un rayo de fe: ‘Jesús puede curarme’. El se daba cuenta que Jesús no iba a escapar, que Jesús no iba a tirarle piedras. Por eso, se acercó a Jesús, “suplicándole de rodillas: ‘Si quieres, puedes limpiarme’”. (Actitud humilde, de súplica, y palabras de petición y de confianza). Es cuando sufrimos miserias, cuando sabemos que solos no podemos, es cuando más nos abrimos a la misericordia de Jesús.
Y entonces Jesús hizo algo escandaloso para aquel tiempo y para la gente que lo vio: Jesús “sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Quiero: queda limpio’. La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio”. Jesús manifiesta en esta acción la misericordia de Dios. No sólo enseña verdades valiosas, sino que El tiene también el poder infinito para restaurar al hombre. Jesús es Dios que ha venido a salvarnos.
Pero este evangelio contiene hoy y siempre varios mensajes para todos nosotros:
* Nosotros somos ese leproso. Nuestra lepra es una lepra espiritual, es decir, nuestro pecado que nos causa una corrupción mucho más grave que la lepra física.
* Jesús se acerca a nosotros, si hace falta se arrodilla ante nosotros y nos suplica. Jesús nos toca y no teme ensuciarse con nuestras impurezas. No siente repugnancia por nuestras erupciones o malos olores. Jesús permite que le toquemos, que bebamos de su vaso, que comamos en su plato y con su cuchara. Jesús nos acoge en su casa y nos hace la cama con sus sábanas; las mismas que El utilizará después. Jesús nos cura y nos sana.
* Tras la curación, Jesús nos envía a llevar su amor a otros hermanos “leprosos”, para que nosotros seamos su presencia, tocando a otros en su nombre con la misma misericordia y pureza que El lo hizo. ¿Qué leprosos nos necesitan? Personas marginadas, rechazadas, faltas de cariño, de presencia amigable y de escucha atenta; quizás pecadores que necesiten alguien que les ayude a encontrar el camino... Es un riesgo muy grande tocarlos. Te puedes contaminar. Puede que no te comprendan…
* Pidamos ahora mismo a Jesús la gracia de vernos y sentirnos leprosos a los ojos de Dios. Pidamos la humildad necesaria para acercarnos a Jesús o para permitir que El se acerque a nosotros. Pidamos, como el leproso del evangelio: “Si quieres, puedes limpiarme”. Pidamos a Jesús que El nos toque, que nos diga: “Quiero: queda limpio”. Pidamos a Jesús que sepamos ser sus discípulos y que sepamos extender su misericordia a otros hermanos nuestros.

Domingo V del Tiempo Ordinario (B)

8-2-2009 DOMINGO V TIEMPO ORDINARIO (B)
Job. 7, 1-4.6-7; Sal. 146; 1 Co. 9, 16-19.22-23; Mc. 1, 29-39
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Queridos hermanos:
La primera lectura y el evangelio de hoy nos hablan de sufrimiento y de enfermedades. Job, en una oración, narra algo de la amargura y angustia por la que él pasaba: “Al acostarme pienso: ¿Cuándo me levantaré? Se alarga la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba. Mis días corren más que la lanzadera, y se consumen sin esperanza. Recuerda que mi vida es un soplo, y que mis ojos no verán más la dicha”. También vemos en el evangelio a un Jesús muy preocupado por el dolor de la gente y muy dispuesto a ayudar. “La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males”.
- La enfermedad. El día 11 de febrero celebraremos a la Virgen de Lourdes, y ese día en toda la Iglesia católica se celebra la Jornada mundial del enfermo. Las transformaciones actuales de nuestra sociedad han cambiado profundamente las condiciones del enfermo. En muchas situaciones la ciencia da una esperanza razonable de curación, o al menos prolonga en mucho los tiempos de evolución del mal, en caso de enfermedades incurables. Pero la enfermedad, como la muerte, no está aún, y jamás lo estará, del todo derrotada. Forma parte de la condición humana. S. Pablo decía a los corintios: "Aunque nuestro exterior va decayendo, lo interior se renueva de día en día [...] Es que sabemos que si nuestro albergue terrestre, esta tienda de campaña, se derrumba, tenemos un edificio que viene de Dios, un albergue eterno en el cielo no construido por hombres" (2 Co. 4, 16; 5, 1). En efecto, la fe cristiana puede aliviar esta condición y darle también un sentido y un valor. Después de la larga hospitalización que siguió al atentado en la Plaza de San Pedro, el Papa Juan Pablo II escribió una carta sobre el dolor, en la que decía: “Sufrir significa hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo” (Cf. «Salvifici doloris», n. 23). La enfermedad y el sufrimiento abren entre nosotros y Jesús en la cruz un canal de comunicación del todo especial. Como decía una pensadora (Simone Weil): “la grandeza extrema del cristianismo proviene de que no busca un remedio sobrenatural contra el sufrimiento, sino un uso sobrenatural del sufrimiento.”
El enfermo tiene ciertamente necesidad de cuidados, de competencia científica, pero tiene aún más necesidad de esperanza. Ninguna medicina alivia al enfermo tanto como oír decir al médico: “Tengo buenas esperanzas para ti”. Cuando es posible hacerlo sin engañar, hay que dar esperanza. La esperanza es la mejor ‘tienda de oxigeno’ para un enfermo. No hay que dejar al enfermo en soledad. Una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos, y Jesús nos advirtió de que uno de los puntos del juicio final caerá precisamente sobre esto: “Estaba enfermo y me visitasteis... Estaba enfermo y no me visitasteis” (Mateo 25, 36. 43). Jesús nos pide estas visitas al enfermo, y él mismo dio ejemplo de ello.
- Pero también hoy quisiera hablar de otra clase de sufrimiento, y lo hago de la mano de las mujeres de Acción Católica, las cuales hace 50 años fundaron la Campaña contra el Hambre. Este año la Campaña tiene el siguiente lema: “Combatir el hambre, proyecto de todos”. En el 2007 se lograron 62 millones de euros, de los cuales el 93,9 % se dedicaron a los fines de la Campaña y el 6,1 % a la parte administrativa y promoción de la Campaña. Ellas, como fieles discípulas de Jesús, quieren aliviar el sufrimiento de tantas personas en el mundo. Jesús lo hizo y hoy también lo hace a través de ellas.
De la revista que han elaborado voy a leer dos trozos de cartas de agradecimiento. Una es de un sacerdote que da las gracias por el dinero que sirvió para construir una escuela en Kenia: “Puedo deciros que la gente no cabe en sí de felicidad; todos los jefes y la comunidad se quisieron reunir conmigo, y me dijeron que lo que nosotros hemos hecho por ellos nunca podrán agradecerlo suficientemente. Los dencas no saben decir gracias, ni siquiera tienen la palabra en su lengua. Pero me dijeron claramente que las gracias que no tienen en la boca la tienen en el corazón, y que el nombre de Manos Unidas no lo olvidarán por generaciones y generaciones, porque recordarán a sus hijos, y éstos a los suyos, el nombre de los que les habían construido la escuela. Gracias infinitas en nombre de todos”. La otra carta es de una religiosa, Hija de la Caridad, que trabaja en Angola y escribe: “Gracias por saber dar buenas noticias, por dar agua al que tiene sed y pan al que tiene hambre”.
Hay muchos proyectos por todo el mundo y se pide ayuda a Manos Unidas para su realización. Voy a leer algunos datos sobre uno de estos proyectos: Se trata de Haití y se nos cuentan los destrozos de los huracanes Gustave, Hanna e Ike, que entre la última semana de agosto y la primera de septiembre de 2008 causaron cientos de muertos y heridos, y numerosos daños materiales, obligando a desplazarse a miles de personas. Los huracanes han dejado a todos los campesinos siniestrados. “Las casas han sido destruidas en unos 90%, devastadas por los vientos violentos. Los animales murieron, a excepción de las mulas. Las siembras han sido destruidas… No hay supervivencia para los campesinos si no se interviene de manera urgente en su favor. Las familias víctimas se encuentran en un estado crítico: No hay agua potable, no hay comida, no hay medicinas. El hambre comienza a hacer sentir sus efectos más graves: Tres niños y cinco adultos ya han muerto por el hambre. Las familias tienen miedo al futuro…” Testimonios como estos, cargados de angustia, llegaron a Manos Unidas junto con la solicitud de apoyo financiero urgente para los damnificados. Frente a la situación de emergencia creada, Manos Unidas puso en marcha varias acciones con las que intentó contribuir a paliar los efectos que los huracanes tuvieron entre la población: se distribuyeron a los campesinos alimentos y semillas de granos básicos y herramientas agrícolas adecuadas para emprender cuanto antes la reactivación productiva de la zona; y, además, se proporcionó a las familias damnificadas el mobiliario básico para sus casas, así como material escolar para los niños y la realización de trabajos de saneamiento encaminados al control de las epidemias. Sin embargo, no todo fue ayuda de emergencia, ya que muchos de los daños causados por los huracanes se vieron tiempo después, y requerían de una acción de desarrollo más estudiada y prolongada en el tiempo. Así es como llegó a Manos Unidas la situación en la que se encontraba el puente peatonal de la localidad de Kazal, a 45 kilómetros de la capital, Puerto Príncipe. El puente fue destruido por Ike, el último de los tres huracanes que azotaron la isla, dejando incomunicadas entre sí a las dos partes en las que se divide Kazal. Era utilizado diariamente por más de 2.000 personas, y unos 600 niños debían cruzarlo cada día para ir a la escuela. Además, era necesario usarlo para que los enfermos llegaran a la clínica de la ciudad y siete comunidades de la montaña pasaban por él el día de mercado para vender sus productos. En la época de lluvias, que va desde abril a noviembre, el río trae bastante agua y el puente era el único paso de un lado al otro. Su destrucción ha acarreado muchos problemas y, por esa razón, el grupo de notables del pueblo pidió a la Parroquia de San Miguel Arcángel que hicieran a Manos Unidas una petición para poder construir un puente nuevo. Con bastante experiencia en proyectos de desarrollo, la Parroquia ha llevado a cabo la construcción de seis escuelas y cuatro cisternas de agua potable en la zona, así como la canalización de una vertiente para agua potable en la Comunidad de Delbou, financiada por Manos Unidas. Ahora, gracias al dinero recibido de nuestra organización, construirán un nuevo puente en Kazal, que devolverá no sólo la comunicación entre las dos partes de la localidad, sino el acceso a la salud, el comercio, la educación e incluso el culto religioso a sus habitantes.
Termino esta homilía con una oración de S. Francisco de Asís contenida en su cántico a las criaturas y esta oración la hacemos nuestra: “Loado seas por toda criatura, mi Señor, (…) Y por los que perdonan y aguantan por tu amor los males corporales y la tribulación: ¡felices los que sufren en paz con el dolor, porque les llega el tiempo de la consolación!” AMEN.