Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario (C)

14-11-2010 DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO (C)

Mlq. 4, 1-2a; 3, 19-20; Slm. 97; 2 Ts. 3, 7-12; Lc. 21, 5-19



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

- En la segunda lectura San Pablo habla así a los cristianos de Tesalónica: “No viví entre vosotros sin trabajar, nadie me dio de balde el pan que comí, sino que trabajé y me cansé día y noche, a fin de no ser una carga para nadie […] Cuando viví entre vosotros os lo dije: el que no trabaja, que no coma. Porque me he enterado de que algunos viven sin trabajar, muy ocupados en no hacer nada. Pues a ésos les digo y les recomiendo, por el Señor Jesucristo, que trabajen con tranquilidad para ganarse el pan”. La primera vez que leí estas palabras me llamaron mucho la atención, pues siempre había pensado que los primeros cristianos eran todos santos y muy fieles a Jesús, pero aquí se traslucía otra cosa. En efecto, al estudiar la Biblia, y sobre todo esta parte, supe que los primeros cristianos esperaban que el fin del mundo sucediera de modo inminente. Por otra parte, hubo gente que veía cómo los primeros cristianos ayudaban a los menesterosos y compartían todos sus bienes. Por eso, algunos de los nuevos bautizados esperaban simplemente que los otros cristianos les mantuvieran a ellos, pues decían que “en eso consistía el amor predicado por Jesús” y otros no se esforzaban en nada, ya que el fin del mundo iba a llegar de un momento a otro. De ahí la constatación de San Pablo: “Me he enterado de que algunos viven sin trabajar, muy ocupados en no hacer nada”. San Pablo se pone a sí mismo como ejemplo de persona trabajadora, pues no quiere ser ninguna carga para nadie, y al mismo tiempo recomienda a los “vagos”, tanto aquellos que quieren vivir a costa de los demás como aquellos que esperan el fin del mundo, “que trabajen con tranquilidad para ganarse el pan”. Este asunto, por lo visto, era un poco viejo, pues San Pablo ya observó esto cuando estuvo la primera vez con los cristianos de Tesalónica y ya entonces exhortó a que todo el mundo trabajara. No obstante, algunos debían seguir sin hacer caso y, por eso, San Pablo recuerda de nuevo sus palabras de entonces: “Cuando viví entre vosotros os lo dije: el que no trabaja, que no coma”. Lo dijo entonces y lo dice después.

- Con esta introducción quisiera dedicar hoy algunas palabras al trabajo. No pretendo aquí agotar este tema en una simple homilía de varios minutos de duración. Sólo intento hacer un resumen de lo que la doctrina cristiana, extraída de la Biblia, de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia, dice sobre el trabajo.

El trabajo del que aquí se hablará ha de ser entendido en el más amplio sentido, es decir, cualquier actividad humana que transforma el mundo, nuestro entorno. No quiero ceñirme exclusivamente al trabajo remunerado o que conlleva un fruto dinerario. En el término trabajo se ha englobar el manual y el intelectual. Por lo tanto, el trabajo es propio, no sólo de los adultos, sino también de los niños, de los adolescentes, de los jóvenes, de los jubilados… Todos estamos llamados a trabajar, según nuestras capacidades y nuestras circunstancias.

Muy unido al trabajo se encuentra la pereza. En el mundo occidental y, por supuesto, también en España contamos con un número creciente de generación “ni-ni” (ni estudia ni trabaja). El resultado ya es catastrófico, pero lo será aún más: graves problemas psiquiátricos, pérdidas inútiles de capacidades y de talentos, aumentos de delitos contra las personas y con las propiedades y un largo etcétera. Y es que la pereza destruye al ser humano. Decía Casiano, un padre del desierto: “El monje que trabaja no tiene más que un demonio para tentarle, mientras que al ocioso y holgazán lo tortura una legión de espíritus malvados”. Igualmente decía San Juan Crisóstomo hablando de la pereza y en un texto muy bello: “El agua estancada se corrompe, mas la que corre y se derrama por mil arroyos conserva su propia virtud. El hierro que yace ocioso, consumido por la herrumbre, se torna blando e inútil, mas si se lo emplea en el trabajo, es mucho más útil y hermoso y apenas sí le va en zaga por su brillo a la misma plata. La tierra que se deja baldía no se ve que produzca nada sano, sino malas hierbas, cardos y espinas y árboles infructuosos; mas la que goza de cultivo se corona de suaves frutos. Y, para decirlo en una palabra, todo ser se corrompe por la ociosidad y se mejora por la operación que le es propia. Ya, pues, que sabemos cuánto sea el daño de la ociosidad y el provecho del trabajo, huyamos de aquélla y démonos a éste”.

Asimismo unido al trabajo se halla el descanso y que no debe ser confundido con la pereza. El descanso es necesario para reponer fuerzas, fomentar las relaciones familiares, practicar la fe en comunidad e individualmente, ejercitar la convivencia cívica, elevar el nivel de conocimientos culturales y cultivar los valores artísticos y deportivos (cfr. GS 67c).

La fe cristiana tiene una visión positiva del trabajo. Por tanto,

1) El trabajo no debe verse como una equivalencia salarial y menos aún como un castigo[1] o una fatalidad, sino como una bendición de Dios para la realización personal. Así lo dice Juan Pablo II en su encíclica Laborem exercens: el ser humano, al trabajar, transforma la naturaleza y se realiza a sí mismo como persona. En la misma línea se pronuncia el Concilio Vaticano II: el hombre “con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo […] El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene” (GS 35a). Al final de nuestra vida no vamos a tener la mayoría de nosotros que ofrecer a Dios y a la sociedad sino una vida corriente llena de labor, como la tuvo Jesús la mayor parte de su existencia. De hecho, Jesús, que vivió 33 años, se pasó 30 de ellos en una vida ordinaria de trabajo. En efecto, Jesús conocía muy bien el mundo del trabajo y en su predicación utilizó frecuentemente imágenes de las diversas tareas de los hombres: pescar, sembrar, atender una viña o una piara de cerdos o un rebaño de ovejas, construir una casa, barrer una casa, segar, comerciar…

2) El trabajo humano significa colaboración y participación en la actividad creadora de Dios[2], el cual ha entregado su obra al hombre para que la continúe en provecho de la humanidad. Por eso, todo hombre trabajador es un creador. Así, el trabajo es una vocación de Dios para el hombre, pero también es un bien personal y social. “La conciencia de que el trabajo humano es una participación en la obra de Dios debe llegar, como enseña el Concilio, incluso a ‘los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres […] con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia’” (Laborem exercens 25d; GS 34b). En efecto, la fe cristiana no aparta al creyente de la edificación de este mundo ni le inducen a despreocuparse de los demás y del progreso humano, sino que, muy al contrario, le imponen el deber de hacerlo (cfr. GS 34c).

3) El sudor y la fatiga del trabajo están unidos inevitablemente al trabajo, pero de este modo participamos de la pasión y muerte de Cristo en la cruz, y colaboramos con Él en la salvación de los hombres (Laborem exercens 27c). Efectivamente, con el trabajo se contribuye al provecho de los hombres, por eso el trabajo humano tiene un fin claramente social (GS 38).

4) Para Pablo VI, el trabajo no puede ser un fin en sí mismo”. Por ello, Juan Pablo II decía en 1979, al inicio de su pontificado: “Cristo no aprobará jamás que el hombre sea considerado o se considere a sí mismo solamente como un instrumento de producción; que sea apreciado, estimado y valorado según ese principio. ¡Cristo no lo aprobará jamás! Por eso se ha hecho clavar en la cruz, como sobre el frontispicio de la gran historia espiritual del hombre, para oponerse a cualquier degradación del hombre, también a la degradación mediante el trabajo […] De esto deben acordarse tanto los trabajadores como los que proporcionan trabajo; tanto el sistema laboral, como el de retribución. Lo deben recordar el Estado, la Nación y la Iglesia.

5) El trabajo del hombre busca la mejora de este mundo, pero sin perder de vista que buscamos el Reino de Dios, que es el fin último de toda la creación. Así, hemos de tener muy en cuenta las máximas de Jesús, el cual nos dice que hemos de trabajar, no por el alimento que perece, sino el que perdura para la vida eterna; y también que hemos de almacenar tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roan, ni ladrones que abran boquetes y roben (Jn 6, 27; Mt 6, 20).



[1] El trabajo ha sido visto en ocasiones como un castigo divino. Esta visión se “apoyaría”ieles a Jesnarse el pan los cristianos de Tesalablo habl en la condena a Adán en el paraíso: “Maldita sea la tierra por tu culpa. Con fatiga comerás sus frutos todos los días de tu vida […] Con el sudor de tu frente comerás el pan d tu culpa. un castigo divino. no quiere ser ninguna carga para nadie, y al mismo tiempo recomienda a (Gn. 3, 17.19).

[2] Los hombres mediante el trabajo se asocian a la propia obra creadora y redentora de Dios. “De aquí se deriva para todo hombre el deber de trabajar fielmente, así como también el derecho al trabajo. Y es deber de la sociedad, por su parte, ayudar, según sus propias circunstancias, a los ciudadanos para que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo suficiente. Por último, la remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común” (GS 67).

Domingo XXXII del Tiempo Ordinario (C)

7-11-2010 DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO (C)

2 Mcb. 7, 1-2.9-14, 2; Slm. 16; 2 Ts. 2, 16-3, 5; Lc. 20, 27-38



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

Con la homilía de hoy termino estas predicaciones sobre Julio Figar.

- La fuerza de la Palabra de Dios en Julio. La Palabra es la espada del Espíritu y Julio no quería suavizar en nada la gravedad del corte. Una vez, recién ordenado sacerdote, un fraile mayor que él y Julio mismo dieron dos días ejercicios espirituales a 70 chicas de 3º de BUP. La predicación fue directísima. Nada de los temas socorridos del momento como por ejemplo: la responsabilidad, padres de hijos, chicos y chicas, aborto, divorcio o algo semejante, sino que se predicó directamente la muerte de Cristo, nuestra muerte en todo, conversión, el don del Espíritu Santo, etc. Al segundo día las dejaron unas horas para que expresaran sus opiniones o testimonios. Les pusieron perdidos… Una se levantaba y decía: “porque yo he vivido hasta ahora, ¿no?” Otra: “Sí, yo admito que el Señor me ayude, pero soy yo, yo, yo”. Llegó la cosa a tal punto que a las chicas les empezó a dar lástima de los dos frailes. En un momento que pudo, sin embargo, Julio le dijo por lo bajo al fraile mayor: “te das cuenta lo que hace la Palabra de Dios”. Al subir después de la media hora de descanso el fraile mayor tenía pensado suavizar un poco las cosas y decirles que esto hay que entenderlo así o así… Julio le dijo: “déjame hablar a mí”. Julio cogió la 1ª a los Corintios, capítulo 2: “Yo no he venido a predicar con palabras de sabiduría humana…”. En vez de suavizar, agudizó todavía mucho más la dureza de la Palabra. Durante tres cuartos de hora el silencio se cortaba con un cuchillo. En algún momento el fraile mayor pensó que las chicas se les iban. Pero no fue así, todo lo contrario. El Señor obró maravillas y siguieron todavía después de varios años.

La finalidad de la predicación de Julio era la liberación de las gentes. Hay mucha gente que no está liberada. Pero el hecho de predicar la liberación no libera a la gente; al contrario, cuando predicamos la liberación donde no hay liberación la gente queda frustrada y es posible que se aumente su desesperación. Entonces de lo que se trata es de dar a las gentes un poder para ser liberados. Jesús no vino a traernos una nueva doctrina, sino un poder para ser sanados, para ser liberados; pero este poder no lo tenemos en nosotros mismos. Julio prescindió casi por completo de dar consejos, de hacer psicología o pedagogía, incluso de consolar a la gente; él iba derecho a pedir al Señor ese poder para que la gente que acudía a él fuera liberada. Entraba con la gente en oración y el Señor, sin quitar los problemas, derramaba su paz. La mayoría de los problemas humanos vividos en el Señor, dejan de ser problemas.

Finalmente, otra de las características de la predicación de Julio era hacerla desde la pobreza de espíritu: Desaparición de la persona del predicador convertido en puro instrumento para que no hubiera ningún impedimento a la acción del Espíritu. Julio estaba bien convencido de la imposibilidad de convertir y liberar a nadie por las solas fuerzas humanas. Imposible. El Señor es el único dueño de los corazones y la Palabra sólo convierte cuando va acompañada por la acción del Espíritu en el interior de los corazones. Julio oraba con muchísima frecuencia: “Señor no permitas que te robemos tu gloria”. Y es que el predicador tiene el peligro de referir los frutos a la fuerza o al atractivo de su personalidad. Él tuvo problemas con esto, porque la gente le daba mucha gloria y demasiados elogios. Y el Señor no cede su gloria a nadie. Y es bueno que así lo haga. Pero el Señor defendió a Julio de una manera admirable dándole el don de una gran pobreza interior. De tal forma que todo su gran éxito humano no llegó nunca a afectarle el corazón. Tampoco le afectaron demasiado las críticas. Una vez en Lanzarote al acabar una charla de Julio alguien le dijo: “Me ha defraudado Vd. Lo único que siento es cómo está Vd. engañando a la gente”. Y siguió con su discurso sobre métodos orientales de oración. Julio ni se inmutó. No se dejaba conmover ni por los racionalismos, ni por ningún tipo de ideología. Él sabía que no debía entrar en discusión y alimentar así los mecanismos de defensa de mucha gente.

- La muerte de Julio. El 28 de diciembre de 1981 hacia las tres de la tarde, viniendo de Ocaña a Madrid, el P. Julio Figar tuvo un accidente que le costó la vida. Venía a un cursillo sobre oración En una curva peligrosa, en el Km. 41, tal vez por la abundante lluvia caída todo el día, el coche patinó y, dando vueltas sobre sí mismo, invadió la calzada contraria en el momento que pasaba un camión que le arrolló. Allí mismo hay un puesto de la Cruz Roja. Los que estaban de servicio fueron testigos del accidente y ellos mismos le trasladaron a la Clínica 1º de Octubre de Madrid. Allí ingresó con una relativa gravedad a las 16,20 horas. Tenía rotas dos vértebras y un hematoma grande, pero apenas perceptible al exterior, detrás de la oreja derecha. Viajaba solo.

Esta primera tarde reconoció a algunas personas y aunque no podía hablar daba signos de presencia apretando las manos de los que le saludaban. Le pusieron en la habitación 237, ya que no parecía su situación de extrema gravedad. Se quedó con él por la noche Beatriz, una chica del grupo Rosa de Sarón (de la Renovación Carismática), que es enfermera. Hacia las cuatro de la mañana su situación se agravó y Beatriz se dio cuenta de que se iba. Llamó a médicos y enfermeras que le trasladaron a la UVI y le entubaron, ya en situación crítica. Al llegar por la mañana temprano, Beatriz entre lágrimas y sollozos contó lo que había pasado y llena de emoción repetía sin cesar: “Se me ha muerto Jesucristo entre mis brazos. Me he pasado toda la noche besándole los pies. ¡Qué impotencia, Dios mío, que impotencia!”

Permaneció varios días clínicamente muerto, si bien seguía respirando con ayuda de aparatos. En estos días acudió al hospital una multitud de personas que terminaban, por lo general, en la capilla del 7º piso haciendo oración por grupos o asistiendo a alguna Eucaristía. El Señor fue dando paz a los corazones y se comenzó a vislumbrar el misterio de una muerte tan temprana y tan absurda a los ojos de los hombres. Incluso sus padres y sus dos hermanas se contagiaron del ambiente reinante y de la paz de todos. Su madre el segundo día dijo: “noto una fuerza mágica dentro de mí que me da mucha paz”. Así hasta las ocho de la mañana del día 1 de Enero en que falleció. Tenía 27 años de edad y le faltaban algunos meses para cumplir los tres años como sacerdote.

Fueron centenares de personas las que acudieron a visitar su lecho de muerte. Nunca se vio un cadáver tan querido, tan tocado, tan besado, tan contemplado… pasándole rosarios, estampas, etc. Su madre dijo en un momento de especial aglomeración: “nos le rompen, nos le rompen”.

Por eso mucha gente ha comentado: Julio ha muerto, pero su espíritu está entre nosotros. Y la verdad es que esta palabra “espíritu” se podía poner con mayúscula, porque el que actuó en Julio no fue su espíritu, sino el Espíritu de Cristo. Otras han hablado de la necesidad de heredar y continuar el espíritu de Julio. Y desde la fe mucha gente se ha visto sorprendida por una fuerte presencia espiritual de Julio. La muerte de una persona santificada por el Señor, se puede interpretar sin duda en términos de resurrección y de presencia consoladora, sobre todo cuando suceden hechos reales de cambios de vidas y se percibe que algo nuevo ha brotado entre nosotros. Y esto no por los méritos de nadie, sino por un aumento de la Misericordia del Señor.

Todos los Santos

1-11-2010 TODOS LOS SANTOS (C)

Ap. 7, 2-4.9-14; Slm. 24; 1 Jn 3, 1-3; Mt. 5, 1-12



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

Continúo hoy hablando de Julio Figar.

- Jesús estaba en Julio. En estas homilías no se quiere hablar propiamente de Julio, sino de Jesucristo, de la obra de Jesucristo en nuestro hermano Julio. Y es que Cristo era el tema central de su vida, su máximo Amor, donde él se extasiaba. Él no hablaba mucho de ordinario, a veces casi nada, pero Jesucristo le había enamorado y hablaba de Cristo con verdadera fruición, disfrutando a placer de las palabras y del momento.

- Julio predicó y vivió la gratuidad de Dios. Julio creía que aquí estaba el punto flaco de la predicación actual. El pueblo no es llevado a las fuentes de la gratuidad para beber el agua de la salvación con gozo. Predicamos virtudes, ética, comportamientos sociales. Predicamos humanismo cristiano. Predicamos esfuerzo, exigencia, confianza en uno mismo, propósitos, obligaciones. Predicamos conversión, pero conversión a estos valores, es decir, a nuestras propias obras, a un mayor esfuerzo y exigencia de nosotros mismos. Y estas cosas en vez de ayudarnos nos estorban, pues no nos permiten ser niños, no nos permiten esperarlo todo de Dios. Nos impide incluso dar gloria a Dios, pues tenemos que repartirla con nosotros mismos, ya que hemos hecho un gran esfuerzo para salvarnos.

Realmente creer en la gratuidad es muy difícil. Es fácil en teoría, pero en la práctica ser requiere haber muerto a muchas cosas. Por eso los pobres, los quebrantados, los humildes, los que no esperan nada de nadie, los que no tienen nada, son los que más cerca están del Reino, pues son los únicos capacitados para entender la gratuidad. La gente necesita obras. Algo objetivo en lo cual salvarse, reconocerse a sí mismos, realizarse, encontrar seguridad y darse la buena conciencia de haber hecho algo en la vida. Y esto para las cosas del mundo puede ser que valga, pero ante el Reino de los cielos, es exactamente lo contrario. Por eso es tan difícil predicar, pues tienen que enfrentar a la gente con la irracionalidad de su racionalidad y esto ni se entiende.

Julio se sintió salvado gratuitamente, como Pablo, y lo predicó por activa y por pasiva. Y él, que renunció a las obras, se encontró al final con las manos llenas, pero no las suyas, sino las del Espíritu Santo, que le utilizó como instrumento y que es el único que se salva, cambia, renueva y santifica todas las cosas.

- La oración en Julio. El cristiano tiene que orar incansablemente. Si todo lo recibe de Dios, es lógica la actitud de petición como un niño, de espera, de escucha, de acción de gracias, de adoración, de alabanza. Interiorizar la oración es percibir que Dios mora dentro de ti y desde entonces ya no se hace más oración, surge espontánea y es el Espíritu el que ora dentro de nosotros, a veces con gemidos inenarrables. La oración para Julio era una verdadera droga. En cualquier momento libre sabías que estaba orando. Era su vida. Oración con los novicios en cualquiera de las alfombras de la Iglesia y a las horas más extrañas. Tenía un grupo de novicios que le seguían con facilidad o le precedían. Oración con los grupos que había formado en Ocaña y antes en Madrid. Oración en las entrevistas con cualquier persona. Oración personal en su habitación. Al final ya no oraba él: era su interior una fuente que manaba oración por sí misma. Los días que estuvimos en Lanzarote se levantaba diariamente “a ver salir el sol” –eso me decía– y se marchaba a orillas del mar con su Biblia roja bajo el brazo. Estoy seguro que no era ningún tipo de romanticismo lo que le movía a dejar la cama tan temprano. Toda la vida había sido un dormilón: lento para acostarse, pero lento también para levantarse.

- Los dones y carismas que Dios regaló a Julio. Julio era pacífico, amable, dulce en todos sus gestos, de gran sensibilidad. Se le amaba con toda facilidad. Sus palabras no eran agresivas ni juzgaba nada ni a nadie a su alrededor. Daba paz. Cuando uno vive la obediencia hasta la muerte aún en situaciones irracionales en la fuerza del Espíritu Santo no es uno el que lo vive, por eso su personalidad no se deforma sino que se aquilata y dulcifica hasta el punto de que “sus muertes” producen frutos de amor y de bondad. Tres meses antes de su muerte los superiores le mandaron a Ocaña para el cargo de submaestro de novicios. Esto fue una dura prueba para él. Años antes había hecho el noviciado también en Ocaña y de ahí le quedaron una serie de heridas y traumas de los que no estaba reconciliado. Como él mismo decía, el Señor aprieta donde duele, pues si no, no creceríamos. En dos semanas de clamar día y noche, el Señor le fue dando amor por toda la pobreza que hay en ese convento, sobre todo de ambiente, hasta llegar a amarlo y a derramar lágrimas de gozo en acción de gracia al Señor por haberle puesto en esa pobreza. Al fin este sentimiento le produjo la reconciliación interior y el saborear una pobreza donde todo se espera de Dios. Y la última prueba a la que se sometió el Señor fue la de acatar órdenes o determinados tipos de actuaciones o costumbres que no iban para nada con su manera de ser o en relación con la actuación de los novicios. La obediencia aún a los mandatos contrarios a sí mismo los aceptó en holocausto a la voluntad de Dios. Estos hechos le hicieron comentar a un fraile dominico mayor que él: “no me explico para lo que Dios pueda estar preparando a este chico. Si a los 27 años está así, a los 40 quema el mundo entero”. Quince días después, su muerte en un accidente de tráfico aclaró todas las dudas.

Cuando se veía a Julio con algún trabajo agotador o en ocasiones semejantes, si le preguntabas: ¿estás cansado?, o no respondía, o si respondía se limitaba a decir; “Él no se cansa”. Esto quiere decir: Jesús ha resucitado, ya no muere ni se cansa más, actúa en nosotros con su Espíritu, Él es el que actúa en mí, suya es la fuerza, Él no tiene problemas. ¿Qué importa que el cuerpo de Julio se destruya? Él está en su derecho al actuar en mí hasta el agotamiento. Lo nuestro es reproducir la imagen de Jesús. Cristo al morir ha perdido visibilidad, pero no presencia. Esta visibilidad se la tenemos que prestar nosotros. Tenemos que dejar que Cristo utilice nuestras manos, nuestros labios, nuestro corazón y todo nuestro ser. Pero para que podamos vivir esto sin violencia interior, que nos destruiría necesitamos que Espíritu Santo nos dé el don de la compasión. Con este don, amamos al mundo y a los hombres con el mismo amor con que los amó Cristo. Y sufrimos con Cristo por ellos hasta la cruz, hasta la muerte. Julio tenía este don en un grado intenso. Lo expresaba con otro don complementario que es del don de lágrimas. Lloraba con frecuencia en la Eucaristía, hasta en una simple exposición del Santísimo. Pero donde lo expresaba de una manera más plástica era al hacer oración por un hermano enfermo para que el Señor lo curara. Llenos los ojos de lágrimas le pedía al Señor que le pusiera a él la enfermedad del hermano. Si oraba por la curación de un cáncer decía: “dame, Señor, a mí ese cáncer y cura al hermano”. Esto dicho con la sinceridad del Espíritu es cargar con las dolencias y el pecado de los demás como Cristo.

Otro don destacadísimo en Julio fue el don de fortaleza, en especial en la predicación. Nunca se echó atrás para nada, se le encargara lo que fuera. Realmente se aceptaba como un instrumento pobre y los resultados se los confiaba a Dios. Recién ordenado sacerdote tuvo que dar diez días de ejercicios a unas monjas de clausura, sin posibilidad de preparación. Lo pasó muy mal, incluso necesitó llamar tres veces a Alcobendas buscando un poco de aliento, pero el Señor obró maravillas, a pesar de que la comunidad en un primer momento se llenó de asombro al ver que le habían mandado como predicador de ejercicios a un chaval de 24 años, en pantalón vaquero, y con la Biblia y la guitarra como únicos instrumentos de apostolado. Su fortaleza interior para predicar la Palabra sin acomodaciones fue proverbial.

Finalmente los frutos del Espíritu en Julio fueron evidentes. Destacamos en primer lugar la paz. Fue un hombre reconciliado consigo mismo y como consecuencia vivía en una paz profunda. La esencia de la paz está en la superación de todos los motivos internos de división y discordia interior. Julio fue sanado por el Espíritu en la raíz de su espíritu y esta abundancia de Vida cubría o curaba sus actitudes de pecado y todo el lastre que el pecado sea personal, sea estructural deja en nosotros, como son traumas, resentimientos, recuerdos, etc. Por eso, de su paz bebía mucha gente.

Cercano a la paz está otro fruto del Espíritu que se llama mansedumbre. Toda agresividad había desaparecido de la vida de Julio. Además, el Señor también le había regalado el don de lágrimas, sobre todo en esta triple dimensión: primero, por sus propios pecados: en los últimos meses de su vida, siempre que se confesaba derramaba abundantes lágrimas; también cuando confesaba a los demás: llegaba a llorar a veces los pecados de su penitente, el cual difícilmente podía evitar llorar con él; y finalmente, tenía un don de lágrimas muy claro cuando pensaba en todos los pecadores del mundo, por los que oraba y lloraba frecuentemente.

Domingo XXXI del Tiempo Ordinario (C)

31-10-2010 DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO (C)

Sb. 11, 22-12, 2; Slm. 144; 2 Ts. 1, 11-2, 2; Lc. 19, 1-10



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

Como ya sabéis al llegar estas fechas, la celebración de Todos los Santos, suelo presentaros la figura de un cristiano que ha vivido el evangelio de Jesús y en santidad de vida. El fin de estas homilías es presentarnos seres de carne y hueso, como nosotros, y que fueron capaces de vivir el evangelio con la gracia de Dios, pues sin Él nada podemos. En el día de hoy quisiera hablaros del P. Julio Figar, O.P. Fue un fraile dominico asturiano. Yo oí hablar de él poco después de mi ordenación sacerdotal, hacia 1985 ó 1986. Cada vez que leo cosas de Julio u oigo sus charlas noto que el Espíritu Santo corre por todo mi ser y noto que Dios está más presente en mí. Deseo que esto mismo pase con vosotros en las homilías que haré sobre Julio Figar. Ante todo os diré que él no está canonizado, ni tengo noticias de que se haya iniciado el proceso de canonización, pero sí creo que él es un santo.

- Julio era agresivo y no tenía experiencia de Dios. Veamos un poco de los inicios de Julio. Nadie nace santo sin más. Hay un proceso en él… y en todos. En la década de 1970 hubo una gran cantidad de sacerdotes que se secularizaron y de seminaristas y novicios que abandonaron los centros vocacionales. En la misma tesitura estaba Julio. Él era un novicio de los dominicos y eio de Jes del Tribunal Eclesimanera que lo hizo. l Señor se valió de un retiro de la Renovación Carismática para salvar su vocación como dominico y como sacerdote. Él estaba en el 2º Curso de Filosofía. Julio era en aquel momento un joven al estilo de la época: agresivo, de gran dureza, todo le parecía mal y protestaba por todo. Junto a otros cinco compañeros de curso hacía continuas huelgas por parecerles clases y profesores anticuados y abstractos. Todos los detalles de la vida del convento de Alcobendas eran inaguantables para ellos. Se decidieron entonces a pedir permiso para vivir algunos años fuera del convento. Con este motivo alquilaron un piso donde querían ellos fundar una comunidad alternativa para demostrar a todos cómo se podía y se debía vivir en auténtica comunidad de fraternidad y trabajo.

- Dios sale al encuentro de Julio y lo cura. Pocos días antes de pasarse al piso otro compañero, llamado Julio Recio, le invitó a un retiro carismático. Recio era un diácono que estaba igualmente a punto de perder su vocación. Iban por la calle haciendo una “oración” que era también un desafío: “Señor, ésta es la última oportunidad que te damos”. En una carta de 1976 lo contaba Julio de la siguiente manera: “…te puedo decir que los dos íbamos a la desesperada y que puse toda mi esperanza en aquel Dios que tantas maravillas hacía en los demás. Desde lo hondo solamente tenía una palabra para ese Dios desconocido: ¡Ayúdame, Señor! Y el Señor me escuchó. El viernes por la noche me acerqué con la humildad de que era capaz a que un grupo de hermanos oraran por mí. En pocas palabras les resumí mi problema y puse en las manos del Señor mi angustia. Lo que luego sucedió no se podrá nunca escribir, porque no hay palabras para explicar el amor de Dios; sólo decirte que sentí que el Señor se acercaba a mí suavemente llenándome de amor. De algún modo me parecía estar tocando a Dios. Luego una paz profunda que nunca jamás había experimentado. Cuando vi a Recio le dije: ‘¡El Señor me ha liberado!’ y comencé a saltar de gozo por las calles… Al día siguiente en la efusión del Espíritu volví a sentir con fuerza la mano poderosa del Señor”.

“Y ahí empezó todo, con la marca y el sello del Señor. En el convento se tornó todo diferente. La gracia y el Amor de Dios hacen libres; y me hicieron libre, completamente libre, para decidir. Sólo estaba condicionado por una experiencia: la del Amor de Dios; pero esto me daba seguridad para tomar cualquier decisión. Me puse completamente en las manos del Señor para que se cumpliera su voluntad plenamente. Es curioso que constataba los problemas que antes me habían influenciado, pero de una manera diferente. Eran los mismos, pero diferentes, pues los contemplaba desde la paz profunda. El Señor me hizo ver muy pronto y muy claro que ya no había razón para irme. Yo estaba curado. Había encontrado la estabilidad interior. Sólo quedaba comunicar mi decisión al “resto de Israel” (los otros cinco compañeros). Aunque en ningún momento perdí la paz, fue para mí triste y para ellos doloroso. Escuché de todo: que si estaba loco, que qué iba a hacer yo solo, que si me daba miedo el mundo, etc. Para ellos era ya insoportable el quedarse. Para mí comenzaba una etapa de gozo. Y se fueron al piso los cinco con intención de crear algo...”

Tiempo después de su experiencia de conversión escribía: “Hoy puedo decir que quiero a esta comunidad (Alcobendas) con toda el alma, y a cada una de las personas como algo muy sagrado, como hijos de Dios para los que hay un plan como en mí, maravilloso: el plan de Dios. Por esta experiencia puedo relativizar tantas cosas, perdonar otras y comprender todas”.

Muchas veces se le he oyó a Julio decir que esta experiencia ahondada por los años es lo que ha predicado siempre en sus charlas y homilías. Experimentó que el Señor vive, que actúa, que ama, que salva. Entonces descubrió la fuerza y la presencia del Espíritu de Jesús. Y el Señor le hizo su testigo, su predicador, su apóstol, proclamando en adelante con una fuerza enorme y una convicción absoluta la resurrección de Jesucristo. Al actuar el Señor dentro de él ha dado paz y consuelo a un número incalculable de gente. “Consolad, consolad a mi pueblo” (Is. 40, 1). Estas palabras del profeta, que él vivía y pronunciaba con mucha frecuencia, definen muy bien la actuación de Julio: El Señor no le eligió para reñir a su pueblo ni para denunciar a nadie. De esto quedó curado para siempre. Es clara esta constatación: si hubiera seguido en la protesta y en la denuncia agresiva no hubiera hecho otra cosa que aumentar un poquito más el odio entre los hombres, sin haber salvado nada ni a nadie.

Así siguió su vida de estudio con gran ilusión por la Teología con la meta puesta en el sacerdocio. Poco antes de ordenarse sacerdote escribía a una persona cercana a la muerte: “Cuando vea a Dios dígale esto: que yo le amo y que no puedo vivir sin Él; -que no me abandone nunca; - que tenga misericordia de mis pecados; - dígale también que deseo ser instrumento dócil para ejercer el sacerdocio entre mis hermanos; - que puede hacer de mí lo que quiera, pero que no me quite nunca su Santo Espíritu; - dígale que a veces siento miedo y que me creo abandonado; - pero sobre todo dígale que quiero ser santo y que deseo amarle con todo mi corazón, mi mente, mi ser; - y al final me queda lo más importante: ‘Gracias por el don del Sacerdocio’”.

Julio fue ordenado sacerdote el 31 de marzo de 1979.

Domingo XXX del Tiempo Ordinario (C)

24-10-2010 DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO (C)

Eclo. 35, 12-14.16-18; Slm. 33; 2 Tim. 4, 6-8.16-18; Lc. 18, 9-14



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

En el día de hoy celebramos la Jornada del Domund. El lema de este año es éste: “Queremos ver a Jesús” (Jn. 12, 21). Estas palabras son las que unos griegos dijeron en una ocasión al apóstol Felipe. A los cristianos (sacerdotes y seglares) no nos debe bastar con hablar de Jesús, sino que hemos de hacer ver a Jesús a todos en la historia de cada día, en cada acontecimiento, en cada persona y en nosotros mismos, que creemos en Cristo.

En estos días se concedió el premio Príncipe de Asturias de la Concordia a Manos Unidas, que surgió de las mujeres de Acción Católica. Manos Unidas lleva muchos años dedicándose a luchar contra el hambre y la pobreza en todo el mundo. Su labor ha sido reconocida incluso a nivel civil, internacional y por parte de personas no creyentes. Hoy la Iglesia Católica dedica una jornada, no a dar de comer, sino a orar y a pedir medios económicos para ayudar en la evangelización, o sea, para transmitir la fe en Jesucristo a todo el mundo.

Nosotros estamos muy habituados –quizás demasiado habituados- a la fe en Jesucristo, a su evangelio. Pero, ¿qué supone esta fe en la vida de la gente que nunca oyó hablar de Jesús? Voy a tratar de contestar a esta pregunta de la mano de un testigo lo más imparcial posible: Hace poco leía una novela de Chinua Achebe, un escritor nigeriano nacido en 1930. Chinua está considerado como el padre de la literatura africana moderna. En su novela Todo se desmorona[1], nos narra el primer contacto con la fe cristiana de una aldea africana. Chinua no escribe desde el punto de vista cristiano, por eso su relato puede ser considerado a los ojos de los no creyentes como más objetivo, que si lo escribiera un sacerdote o un cristiano seglar. Narra Chinua que en aquella aldea africana vivían aterrorizados por sus dioses, a los que había que aplacar con sacrificios, con ritos y con una obediencia ciega. Por ejemplo, si una mujer daba a luz a gemelos, esto era considerado como algo sacrílego y, por ello, los bebés debían de ser abandonados en un bosque cercano, que estaba maldito, hasta que los recién nacidos morían de hambre o devorados por las fieras. También narra Chinua el caso de un adolescente (Ikemefuna) de otra aldea y que fue hecho prisionero. Durante tres años Ikemefuna vivió en una casa y fue tratado con un hijo más por el dueño de la casa, pero un día la aldea decidió que debía morir, según la voluntad de sus dioses, y fue el propio dueño de la casa quien lo mató. El hijo del dueño asistía atormentado a la muerte de los gemelos y al asesinato de Ikemefuna, el adolescente “enemigo”. Cuando este niño oyó la predicación de un misionero cristiano, la nueva religión le cautivó y dio “respuesta a un interrogante vago e insistente que atormentaba su alma juvenil: el de los gemelos llorando en la espesura y el de Ikemefuna que había sido asesinado. Cuando penetró la nueva religión en su alma sedienta sintió un alivio dentro. Eran como gotas de lluvia congelada que se funden en la capa reseca de una tierra anhelante” (p. 149).

Continúa narrando Chinua que el misionero y los cristianos que le acompañaban desde otras aldeas lejanas pidieron a los jefes de aquella aldea un terreno para construir el templo. “Todos los clanes y aldeas tenían un ‘bosque maligno’. Se enterraba en él a los que morían de enfermedades verdaderamente malignas, como la lepra o la viruela. Era también el basurero de los potentes fetiches de los grandes hechiceros cuando morían. Un ‘bosque maligno’ estaba, pues, poblado de fuerzas siniestras y de poderes de las tinieblas. Y fue uno de estos bosques el que los jefes de la aldea dieron al misionero. No les querían en realidad en su aldea y por eso les hicieron esa oferta, una oferta que nadie en su sano juicio aceptaría. ‘- Les daremos una parte del ‘bosque maligno’. Alardean de vencer a la muerte. Pues le daremos un campo de batalla real en el que demuestren su victoria’. Se rieron todos y aprobaron la propuesta y avisaron al misionero. Les ofrecieron todo el terreno del ‘bosque maligno’ que quisieran. Y se quedaron absolutamente asombrados cuando el misionero les dio las gracias y se puso a cantar con sus acompañantes. ‘-No comprenden –comentaron algunos ancianos-, pero ya comprenderán cuando vayan a su terreno mañana por la mañana’. Y se dispersaron. A la mañana siguiente, aquellos locos empezaron realmente a despejar una parte del bosque y a construir su casa. Los habitantes de la aldea esperaban que estuvieran todos muertos en cuatro días. Pasó el primer día y el segundo y el tercero y el cuarto, y no murió ninguno. Estaban todos desconcertados. Y luego se supo que el fetiche del hombre blando tenía un poder increíble. Se decía que llevaba cristales en los ojos para poder ver a los espíritus malignos y hablar con ellos. Poco después consiguió los tres primeros conversos” (pp. 150s).

“La joven iglesia tuvo varias crisis al principio de su existencia. Primero la aldea había supuesto que no sobreviviría. Pero siguió viviendo y ganando fuerza poco a poco. La aldea estaba preocupada, pero no demasiado. Si un grupo de extranjeros decidían vivir en el ‘bosque maligno’, era asunto suyo. El ‘bosque maligno’ era un hogar adecuado para gente tan indeseable, si te parabas a pensarlo. Era cierto que recogían a los gemelos de entre la maleza, pero no los llevaban nunca a la aldea. Por lo que se refería a los aldeanos, los gemelos seguían donde los habían tirado. La diosa de la tierra no iba a castigar a los aldeanos inocentes por los pecados de los misioneros” (p. 156).

“Al ver que la nueva religión aceptaba de buen grado a los gemelos y abominaciones parecidas, los parias de la aldea u osu creyeron que podrían acogerles también. Así que un domingo entraron dos de ellos en la iglesia. Se organizó inmediatamente un revuelo; pero la nueva religión había realizado una labor tan admirable con los conversos que nadie abandonó la iglesia inmediatamente al entrar los parias. Los que estaban más cerca de ellos se limitaron a pasar a otro asiento. Era un milagro. Pero sólo duró hasta que acabó el oficio. Entonces empezaron a protestar todos. Sin embargo, cuando estaban a punto de echar de allí a aquella gente, el misionero se lo impidió y empezó a explicar: ‘-No hay esclavos ni libres ante Dios –dijo-. Todos somos hijos de Dios y hemos de recibir a estos hermanos nuestros’ ‘-Tú no lo comprendes –replicó unos de los conversos-. Qué dirían los infieles cuando sepan que hemos aceptado osu? Se reirán de nosotros’. ‘-Dejad que se rían –dijo el misionero-. Dios se reirá de ellos el día del juicio. ¿Por qué se escandalizan las naciones e imaginan las gentes cosas vanas? El que se sienta en los cielos reirá’. ‘-Tú no lo comprendes –insistió el converso-. Eres nuestro maestro y puedes enseñarnos las cosas de la nueva fe. Pero esto es una cosa que nosotros sabemos’. Y le explicó qué era un osu. Era una persona consagrada a un dios, una cosa aparte: tabú toda la vida y sus hijos después de él. No podía casarse con los que habían nacido libres ni estos con él. Era en realidad un proscrito, un paria que vivía en una zona especial de la aldea. Y allá donde fuera, llevaba consigo la señal de su casta prohibida: el pelo sucio, largo y enmarañado. Las cuchillas eran para él tabú. Un osu no podía asistir a la asamblea de los que habían nacido libres, y ellos, a su vez, no podían cobijarse bajo el techo de él. No podía tomar ninguno de los títulos de jefatura de la aldea y, cuando moría, le enterraban con los de su clase en el ‘bosque maligno’. ¿Cómo podía un hombre así ser seguidor de Cristo? ‘-Él necesita a Cristo más que tú y que yo –contestó el misionero’. ‘-Entonces volveré con el clan –dijo el converso’. Y se fue. El misionero se mantuvo firme y fue precisamente su firmeza lo que salvó a la joven iglesia. Su fe inquebrantable aportó inspiración y seguridad a sus vacilantes neófitos. Ordenó a los parias cortarse aquel pelo largo y enmarañado. Al principio, tenían miedo a morir si lo hacían. ‘-Si no elimináis la señal de vuestra fe pagana no os admitiré en la iglesia –les dijo el misionero-. ¿Creéis que moriréis por ello? ¿Por qué? ¿Acaso sois diferentes de los hombres que se cortan el pelo? El mismo Dios os creó a vosotros y a ellos. Pero ellos os expulsaron como a leprosos. Eso va contra la voluntad de Dios, que ha prometido la vida eterna a todo el que crea en su santo nombre. Los paganos dicen que moriréis si hacéis esto o aquello. Y vosotros tenéis miedo. También dijeron que yo moriría si construía este templo en este terreno. ¿Acaso he muerto? Dijeron que moriría si cuidaba a los gemelos. Y todavía estoy vivo. Los paganos sólo dicen mentiras. Sólo la palabra de nuestro Dios es verdadera’. Los parias se cortaron el pelo y pronto figuraron entre los más fervientes seguidores de la nueva religión. Y lo que es más, casi todos los osu de la aldea siguieron su ejemplo”.

Como veis el encuentro de los hombres que no conocen a Cristo con éste supone un salir de sus miedos y terrores; supone una liberación; supone una humanización y un llenarse de misericordia; supone el reconocerse como hijos de Dios y valorarse como cualquier otro hombre; supone un ver el rostro real de Dios: misericordioso y humilde. Tan engañado estaba el fariseo del que nos habla hoy el evangelio como los habitantes de aquella aldea africana sobre Dios. Por eso, se entiende perfectamente el lema de este año de la Jornada del Domund: unos extranjeros griegos se acercan a un discípulo de Cristo y le dicen: “Queremos ver a Jesús”. Pues hoy la Iglesia quiere mostrar este rostro de Jesús por todo el mundo para liberar a los hombres de sus miedos, de sus engaños, de sus esclavitudes. También nosotros queremos ver a ese Jesús que nos libra de todo esto. ¡Que así sea!



[1] Edit. Debolsillo, Barcelona, 2010. La novela fue escrita en 1958 y se tradujo en más de 50 idiomas. Se han vendido más de 10 millones de ejemplares.