26-12-2010 SAGRADA FAMILIA (A)
Eclo. 3, 2-6.12-14; Slm. 127; Col. 3, 12-21; Mt. 2, 13-15.19-23
Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
En el día de hoy celebramos la festividad de
La semana pasada un joven soltero y sin compromiso me decía que
Hace poco leí en un periódico una carta de una mujer que pasaba por dificultades conyugales. Decía la carta: “Querido marido de más de media vida juntos: Sin necesidad de acuerdo previo, desde siempre coincidimos, primero en enamorarnos fulminantemente y luego en esas menudencias que ensamblan la vida. Coincidimos en política, en religión, en dedicación a nuestra casa y a nuestros hijos, en cuidar uno de otro cuando hemos estado enfermos y… ¡vive Dios que no nos han faltado sustos de salud! Juntos hemos disfrutado de los pequeños triunfos y juntos, codo con codo, hemos sufrido, padecido y luchado, contra la variada injusticia que nos tocó en el lote. No hemos sido una idílica pareja de esas que nunca discuten. Hemos discutido, nos hemos enfadado y nos hemos amigado; en fin, lo normal, hemos vivido. Sin embargo, ahora estás imposible. Sentadas las grandes bases, sin problemas irresolubles, te veo sonreír y hablar amablemente… pero no conmigo. Mi presencia te agobia, mi ausencia te disgusta. Rechazas mis iniciativas, te niegas a acompañarme (porque no te encuentras bien, me dices) y, a continuación, sí que te encuentras bien para ir a ver a cualquiera que yo no haya mencionado. Si hay verdura, quieres pasta. Si hay pasta, quieres arroz. Si hay sopa, quieres puré. Si te pregunto qué quieres, contestas que cualquier cosa. Si dispongo “cualquier cosa”, apareces con algo nuevo que tú has ido a buscar. Si hablas con los hijos, no haces de correa de transmisión. Si yo hablo con ellos, te molestas si no comento nada. ¿Te muestras correcto? Sí. Correcto y distante, correcto y despegado. ¿Hablas conmigo? Sí, sin entablar conversación alguna. Si muestro interés por las cosas que tienes que hacer, me contestas con vaguedades o si alguna vez me contestas algo concreto… luego me reprochas que no lleve una memoria exacta de lo que has dicho. Si me acerco a ti, retrocedes porque te parece que te mando o que te fiscalizo. Si procuro mantenerme distante, acaba escapándosete algún suspiro como de pena. Si te pregunto, me contestas algo bien críptico y abstruso, que me suma en la indignación o en la tristeza… Tiene que bastarte esta muestra para comprender porqué digo que estás imposible”.
¡Qué preciosa es la vida matrimonial, pero al mismo tiempo qué difícil y cuántos sinsabores aporta a tantos hombres y a tantas mujeres! Seguro que todos, los maridos y las mujeres, tienen miles de razones para quejarse -¡y con razón!- de lo mal que se comporta su cónyuge. Cuando el párroco de La Corte (Oviedo) me llama para hablar un día a los novios que se preparan para el matrimonio, al llegar a la sala veo en la pizarra que hay una serie de palabras escritas el día anterior en que el párroco les pregunta qué actitudes deben existir en un matrimonio y cuáles no. Leo siempre lo que han dicho los novios en dos columnas: amor, respeto, cariño, comprensión, fidelidad,/ malos humores, gritos, rencores, etc. Y siempre me fijo que falta una actitud muy importante: el perdón. Sí, en toda relación humana, y sobre todo en toda relación de pareja-matrimonio el perdón debe de estar siempre presente, pues uno, otro o los dos comenten errores y fallos, y el otro debe siempre perdonar.
La buena relación entre los esposos no se consigue durante el noviazgo llegando su cenit en el momento de la celebración de la boda. No. Dicha relación es fruto de toda la vida. Constantemente hay que estar luchando, ambos y codo con codo, por esta relación. Hace tiempo leí una frase de un autor cristiano (Tertuliano), que hablando de los esposos escribía así: “¡Qué vinculación la de dos fieles que tienen la misma esperanza, el mismo deseo, la misma disciplina, el mismo Señor! Dos hermanos comprometidos en el mismo servicio: no hay división de espíritu ni de carne; realmente son dos en una misma carne. Juntos oran, juntos se acuestan, juntos cumplen la ley del ayuno. Uno y otro se enseñan, uno y otro se exhortan, uno y otro se soportan. Juntos están en la Iglesia de Dios, juntos toman parte en el banquete de Dios, juntos pasan las angustias, las persecuciones, las alegrías. No se ocultan nada el uno al otro, todo es compartido, sin que por eso sea carga el uno para el otro...” En esta misma línea me ha emocionado la actuación de San José en el evangelio de hoy. Cuando Dios le avisa para que huya ante Herodes, que quiere matar a su hijo, San José coge a su hijo y a su mujer y se las lleva al extranjero a fin de protegerlos. Cuando años más adelante Dios le avisa que puede regresar, San José vuelve a coger a su hijo y a su mujer y los trae de vuelta a Israel, pero temiendo que el hijo de Herodes aún busque al niño para matarlo, lleva a éste y a su mujer a una aldea remota de Galilea: Nazaret. San José es padre que protege a su hijo. San José es esposo que protege y cuida de su esposa.
En esta Misa pido a San José y a la Virgen María, verdaderos esposos según la voluntad de Dios, que protejan y cuiden de todos los esposos y de todas las parejas de la tierra, y que les enseñen que el amor esponsal verdadero es olvidarse de sí mismo para darse al otro por entero.