Domingo de la Natividad de S. Juan Bautista (C)

24-6-2007 LA NATIVIDAD DE S. JUAN BAUTISTA (C)
Is. 49, 1-6; Slm. 138; Hch. 13, 22-26; Lc. 1, 57-66. 80
Queridos hermanos:
Os decía hace unos domingos que la fe de los cristianos es una fe teísta (es decir, en un Dios que nos crea y que está pendiente de nosotros cada segundo de nuestra vida) y no una fe deísta (o sea, en un Dios que nos crea, pero que no se preocupa más de nosotros, pues El está en su cielo, allá arriba, y nosotros estamos aquí abajo tratando de apañárnoslas por nosotros mismos). Pues bien, tenemos un buen ejemplo con la celebración de hoy y con las lecturas que la Iglesia nos propone para confirmarnos en nuestra fe teísta, de un Dios que se preocupa por nosotros y nos acompaña desde siempre y para siempre, y hasta en los más mínimos detalles.
Examinemos en las lecturas de hoy esa presencia cercana de Dios en S. Juan Bautista. De este modo, podremos descubrir también la presencia de Dios en nuestras vidas.
- Dice el salmo 138, un salmo precioso: “Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente, porque […] conocías hasta el fondo de mi alma. No desconocías mis huesos, cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra.” Isabel, la madre de S. Juan Bautista era estéril; no podía tener hijos. Además, ya era mayor de edad y ya había tenido la menopausia. En estas circunstancias queda embarazada. Por eso, S. Juan puede orar con toda propiedad este salmo: “Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno.”
Asimismo S. Juan Bautista puede orar a Dios de este modo: “Señor, tú me sondeas y me conoces; me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares.” S. Juan se siente inmerso en Dios y en su amor, tanto al estar en las entrañas de su madre, como al nacer, como al ir creciendo, como cuando es adulto. Percibe en su oración y en su espíritu que el Señor le conoce y está con él en todo momento.
- Una vez que nace S. Juan Bautista el evangelio nos narra que Dios vela por el niño y éste vive para Dios: “Porque la mano del Señor estaba con él. El niño iba creciendo, y su carácter se afianzaba; vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel.” S. Juan debió de sentir muy pronto la presencia y cercanía de Dios en su vida, y debió de sentir muy pronto la necesidad de vivir sólo para El. Por eso, S. Juan se fue al desierto. Este fue su universidad. Y allí sintió la llamada del Señor y vio clara la misión a la que estaba llamado.
Sí, Dios nos crea; Dios vela sobre nosotros; Dios nos educa…, pero Dios tiene un designio de salvación para nosotros y para otras personas que se encontrarán o que se han encontrado con nosotros a lo largo de la vida.
- Se dice en la primera lectura: “Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó; en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre. Hizo de mi boca una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano; me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba y me dijo: ‘Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso.’” S. Juan descubre en su oración que no vino a este mundo simplemente para dar una gran alegría a unos padres viejos y sin hijos. Su misión en esta vida va más allá de alegrar a sus padres. La misión que Dios le encomienda trasvasa las paredes de su casa familiar. S. Juan supo ya esto en el vientre de su madre, Isabel, cuando llegó la prima de ésta, María, y al encontrarse las dos mujeres embarazadas S. Juan saltó de alegría en el vientre materno, porque sintió la cercanía en otro vientre materno de su Dios y Señor: Jesucristo.
- El profeta Isaías especifica en la primera lectura en qué va a consistir la misión de S. Juan Bautista: “Ahora habla el Señor, que desde el vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel -tanto me honró el Señor, y mi Dios fue mi fuerza-: ’Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.’” Sí, S. Juan no ha nacido sólo para alegrar a sus pobres y ancianos padres. Tampoco ha nacido y venido a este mundo para ser un profeta más del pueblo de Israel. S. Juan Bautista ha nacido y tiene como misión anunciar al Salvador del mundo, de todos los hombres y no sólo de los israelitas. Y para preparar la venida de este Salvador nos dice el evangelio que medios usó: “Antes de que llegara (Jesús), Juan predicó a todo Israel un bautismo de conversión.”
- Me quedan dos rasgos por comentar de S. Juan Bautista a raíz de las lecturas que acabamos de escuchar. S. Juan fue un hombre fracasado. No logró casi nada. Casi nadie le hizo caso. No salió de un trozo de desierto y de al lado de un río: el Jordán. Se enemistó con los fariseos, con los sacerdotes, con la familia real, y sólo le siguieron como discípulos unos pocos. El sintió la tentación de la oscuridad, del fracaso, de haber errado. Pero un día descubrió que no era él quien trabajaba ni quien daba frutos, sino el Señor. Así, se dice en la primera lectura: “Mientras yo pensaba: ‘En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas’, en realidad mi derecho lo llevaba el Señor, mi salario lo tenía mi Dios.”
- El segundo rasgo que quiero comentar es la profunda humildad de S. Juan Bautista. Todos debemos ceder el puesto ante Jesucristo, el Hijo de Dios, y él así lo hizo: “Cuando estaba para acabar su vida, decía: ‘Yo no soy quien pensáis; viene uno detrás de mí a quien no merezco desatarle las sandalias.’”
Yo debo examinarme en el espejo de S. Juan Bautista y descubrir que, lo mismo que él, yo he sido elegido a la vida, formado en el seno materno, velado y educado por Dios desde antes de mi nacimiento. Yo he venido a este mundo con una misión. Una misión que sobrepasa mis intereses, egoísmos o ilusiones. Tengo una misión que es más que mi propia familia o mis propios conocidos. Tengo una misión que, en realidad, no realizo yo, sino que la hace El en mí. Una misión para la que he de utilizar dos herramientas: la confianza absoluta en Dios y la total humildad ante Dios.
Al final, después de reconocer todo esto, no nos queda más remedio que, desde lo más profundo de nuestro corazón, exclamar las palabras de respuesta del salmo de hoy: “Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente.”