Domingo XV del Tiempo Ordinario (C)

15-7-2007 DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO (C)
Dt. 30, 10-14; Slm. 68; Col. 1, 15-20; Lc. 10, 25-37
Queridos hermanos:
En el evangelio de hoy se dice: “En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: - ‘Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?’ Él le dijo: - ‘¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?’ Él contestó: - ‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo.’ Él le dijo: - ‘Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.’”
Cuando empecé a preparar la homilía de hoy, enseguida me vino a la mente la primera encíclica del Papa Benedicto XVI: “Dios es amor”. Es una encíclica preciosa, que, si no habéis leído, yo os lo aconsejo vivamente. Tiene una lectura fácil y es muy provechosa. Al menos, a mí me gustado mucho. Por eso, si me lo permitís, os trascribiré algunos pasajes:
- “El amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial” (n. 20). Como bien nos dice el Papa en este texto y nos dice Jesús en el evangelio de hoy, no puede separarse el amor a Dios y amor al prójimo, al hombre concreto. Y esta tarea (la de amar a Dios y al prójimo) es de cada fiel y de toda la Iglesia, bien sea la universal, la de una diócesis o la de una parroquia. Cuando uno de nosotros hace un acto de caridad o de amor (es lo mismo), es la misma Iglesia quien lo hace. Y la Iglesia ama y actúa en caridad a través de sus hijos, de hijos concretos, con nombres y apellidos. Por eso, no se puede decir que la M. Teresa de Calcuta es una santa y, por el contrario, la Iglesia es “una tal y una cual”, porque el actuar de la M. Teresa de Calcuta es el actuar concreto de la Iglesia. Lo mismo se ha de decir de cada sacerdote, de cada obispo, de cada fiel…
- Este amor concreto comenzó ya en la primitiva Iglesia, cuando los cristianos compartían sus bienes para que nadie pasara necesidad alguna. La ‘comunión entre los fieles’ se transforma en ‘comunicación de bienes’, que “consiste precisamente en que los creyentes tienen todo en común y en que, entre ellos, ya no hay diferencia entre ricos y pobres (cf. también Hch 4, 32-37)” (n. 20). “Con el paso de los años y la difusión progresiva de la Iglesia, el ejercicio de la caridad se confirmó como uno de sus ámbitos esenciales, junto con la administración de los Sacramentos y el anuncio de la Palabra: practicar el amor hacia las viudas y los huérfanos, los presos, los enfermos y los necesitados de todo tipo, pertenece a su esencia tanto como el servicio de los Sacramentos y el anuncio del Evangelio. La Iglesia no puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los Sacramentos y la Palabra (n. 22). “Esta función se manifiesta vigorosamente en la figura del diácono Lorenzo († 258) […] A él, como responsable de la asistencia a los pobres de Roma, tras ser apresados sus compañeros y el Papa, se le concedió un cierto tiempo para recoger los tesoros de la Iglesia y entregarlos a las autoridades. Lorenzo distribuyó el dinero disponible a los pobres y luego presentó a éstos a las autoridades como el verdadero tesoro de la Iglesia” (n. 23)[1].
- “Desde el siglo XIX se ha planteado una objeción contra la actividad caritativa de la Iglesia, desarrollada después con insistencia sobre todo por el pensamiento marxista. Los pobres, se dice, no necesitan obras de caridad, sino de justicia. Las obras de caridad —la limosna— serían en realidad un modo para que los ricos eludan la instauración de la justicia y acallen su conciencia, conservando su propia posición social y despojando a los pobres de sus derechos. En vez de contribuir con obras aisladas de caridad a mantener las condiciones existentes, haría falta crear un orden justo, en el que todos reciban su parte de los bienes del mundo y, por lo tanto, no necesiten ya las obras de caridad. Se debe reconocer que en esta argumentación hay algo de verdad, pero también bastantes errores” (n. 26). El amor —caritas— siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo […] Este amor no brinda a los hombres sólo ayuda material, sino también sosiego y cuidado del alma, un ayuda con frecuencia más necesaria que el sustento material. La afirmación según la cual las estructuras justas harían superfluas las obras de caridad, esconde una concepción materialista del hombre: el prejuicio de que el hombre vive ‘sólo de pan’ (Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3), una concepción que humilla al hombre e ignora precisamente lo que es más específicamente humano” (n. 28).
- “La experiencia de la inmensa necesidad puede, por un lado, inclinarnos hacia 1) la ideología (curas guerrilleros) que pretende realizar ahora lo que, según parece, no consigue el gobierno de Dios sobre el mundo: la solución universal de todos los problemas. Por otro, puede convertirse en 2) una tentación a la inercia ante la impresión de que, en cualquier caso, no se puede hacer nada (derrotismo). En esta situación, el contacto vivo con Cristo es la ayuda decisiva para continuar en el camino recto: ni caer en una soberbia que desprecia al hombre y en realidad nada construye, sino que más bien destruye, ni ceder a la resignación, la cual impediría dejarse guiar por el amor y así servir al hombre. La oración se convierte en estos momentos en una exigencia muy concreta, como medio para recibir constantemente fuerzas de Cristo. Quien reza no desperdicia su tiempo, aunque todo haga pensar en una situación de emergencia y parezca impulsar sólo a la acción […] La beata Teresa de Calcuta es un ejemplo evidente de que el tiempo dedicado a Dios en la oración no sólo deja de ser un obstáculo para la eficacia y la dedicación al amor al prójimo, sino que es en realidad una fuente inagotable para ello” (n. 36). “La familiaridad con el Dios personal y el abandono a su voluntad impiden la degradación del hombre, lo salvan de la esclavitud de doctrinas fanáticas y terroristas. Una actitud auténticamente religiosa evita que el hombre se erija en juez de Dios, acusándolo de permitir la miseria sin sentir compasión por sus criaturas. Pero quien pretende luchar contra Dios apoyándose en el interés del hombre, ¿con quién podrá contar cuando la acción humana se declare impotente? […] En efecto, los cristianos siguen creyendo, a pesar de todas las incomprensiones y confusiones del mundo que les rodea, en la ‘bondad de Dios y su amor al hombre’ (Tt 3, 4). Aunque estén inmersos como los demás hombres en las dramáticas y complejas vicisitudes de la historia, permanecen firmes en la certeza de que Dios es Padre y nos ama, aunque su silencio siga siendo incomprensible para nosotros” (nn. 37-38).
[1] “Una alusión a la figura del emperador Juliano el Apóstata († 363) puede ilustrar una vez más lo esencial que era para la Iglesia de los primeros siglos la caridad ejercida y organizada. A los seis años, Juliano asistió al asesinato de su padre, de su hermano y de otros parientes a manos de los guardias del palacio imperial; él imputó esta brutalidad —con razón o sin ella— al emperador Constancio, que se tenía por un gran cristiano. Por eso, para él la fe cristiana quedó desacreditada definitivamente. Una vez emperador, decidió restaurar el paganismo, la antigua religión romana, pero también reformarlo, de manera que fuera realmente la fuerza impulsora del imperio. En esta perspectiva, se inspiró ampliamente en el cristianismo [...] Los sacerdotes debían promover el amor a Dios y al prójimo. Escribía en una de sus cartas que el único aspecto que le impresionaba del cristianismo era la actividad caritativa de la Iglesia. Así pues, un punto determinante para su nuevo paganismo fue dotar a la nueva religión de un sistema paralelo al de la caridad de la Iglesia. Los «Galileos» —así los llamaba— habían logrado con ello su popularidad. Se les debía emular y superar. De este modo, el emperador confirmaba, pues, cómo la caridad era una característica determinante de la comunidad cristiana, de la Iglesia” (n. 24).