Domingo del Corpus Christi (B)

14-6-2009 CORPUS CHRISTI (B)
Ex. 24, 3-8; Slm. 115; Hb. 9, 11-15 ; Mc. 14, 12-16.22-26
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Queridos hermanos:
Celebramos hoy la festividad del Cuerpo y Sangre de Jesús. Nunca podremos agotar la riqueza que se encierra en este tesoro. Cada año os comento algún aspecto de la Eucaristía y hoy quisiera hablaros sobre la Adoración que debemos y podemos tributar al Santísimo Sacramento del altar, es decir, a Jesús mismo, que realmente está presente bajo las especies de pan y vino.
La adoración eucarística es el acto por el cual los católicos, antes de la Misa o después de ésta o en otros momentos, nos situamos ante el sagrario y establecemos una comunicación de amor con Jesús, el cual padeció, murió y resucitó por todos y cada uno de nosotros. Esta “comunicación” se realiza mediante la petición y la acción de gracias a Jesús Eucaristía, pero sobre todo mediante la escucha atenta y la contemplación del Amado: Contemplando a Jesús, el Amado, podemos contemplar también al Padre y al Espíritu Santo. Escuchando a Jesús, el Amado, podemos escuchar también al Padre, al Espíritu Santo, a María, a la Iglesia y a todos los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos. En efecto, el sagrario es la puerta cósmica que nos pone en contacto con Dios y con todos los hombres: presentes, pasados y futuros, y también con toda la creación.
Esta contemplación y adoración se ha de realizar en el mayor silencio posible, tanto exterior como interior. El silencio es el esposo de la adoración
. Contemplar y adorar es establecerse intuitivamente en la realidad divina y gozar de su presencia. En la meditación prevalece la búsqueda de la verdad; en la contemplación y en la adoración, en cambio, el goce la Verdad encontrada. Un buen ejemplo de esta adoración eucarística la tenía aquel campesino de la parroquia de Ars, que pasaba horas y horas inmóvil, en la iglesia, con su mirada fija en el sagrario y cuando el santo cura de Ars le preguntó que qué hacía así todo el día, respondió: ‘Nada, yo lo miro a él y él me mira a mí’. Ante el sagrario son siempre dos miradas las que se encuentran: nuestra mirada sobre Dios y la mirada de Dios sobre nosotros. Si a veces se baja nuestra mirada o desaparece, nunca ocurre lo mismo con la mirada de Dios. La contemplación eucarística es reducida, en alguna ocasión, a hacerle compañía a Jesús simplemente, a estar bajo su mirada, dándole la alegría de contemplarnos a nosotros que, a pesar de ser criaturas insignificantes y pecadoras, somos, sin embargo, el fruto de su pasión, aquellos por los que dio su vida.
La adoración eucarística no es impedida de por sí por la aridez que a veces se puede experimentar, ya sea debido a nuestra disipación o sea en cambio permitida por Dios para nuestra purificación. Basta darle a ésta un sentido, renunciando también a nuestra satisfacción derivante del fervor, para hacerle feliz a Él y decir, con palabras de Charles de Foucauld: ‘Tu felicidad, Jesús, me basta’; es decir, me basta que tú seas feliz. A veces nuestra adoración eucarística puede parecer una pérdida de tiempo pura y simplemente, un mirar sin ver, pero, en cambio, ¡cuánto testimonio encierra! Jesús sabe que podríamos marcharnos y hacer cientos de cosas mucho más gratificantes, mientras permanecemos allí quemando nuestro tiempo, perdiéndolo ‘miserablemente’.
La adoración es anticipo de lo que haremos por siempre en el cielo. Al final de los tiempos ya cesará la consagración y la comunión eucarísticas; pero nunca se acabará la contemplación del Cordero inmolado por nosotros. Esto, en efecto, es lo que hacen los santos en el cielo (Ap.5, 1ss.). Cuando estamos ante el sagrario, formamos ya un único coro con la Iglesia de lo alto: ellos delante y nosotros, por decirlo así, detrás del altar; ellos en la visión, nosotros en la fe. En el libro del Éxodo leemos que cuando Moisés bajó del monte Sinaí no sabía que la piel de su rostro se había vuelto radiante, por haber hablado con Él (Ex 34,29). Quizás nos suceda también a nosotros que, volviendo entre los hermanos después de esos momentos, alguien vea que nuestro rostro se ha hecho radiante, porque hemos contemplado al Señor. Y éste será el más hermoso don que nosotros podremos ofrecerles.
A continuación quisiera apuntaros aquí algunos testimonios de personas que adoran a Jesús ante el sagrario y lo que sucede:
- Una madre de tres niños pequeños que adora a Jesús ante el sagrario le preguntaros si no era lo mismo rezar en su casa que llegarse hasta el Santísimo expuesto, respondió: ‘No, no es lo mismo; realmente no es lo mismo. Es verdad que el Señor está en todas partes, que le podemos descubrir en el rostro de todos los que nos rodean, que vemos su mano en todo lo que nos pasa, nos acontece y lo que vemos, pero el ponerse delante de su presencia es algo realmente especial. En este mundo en que vivimos, me parece escuchar a Jesús como dijo entonces: las raposas tienen su madriguera y las aves del campo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar, donde reclinar su cabeza. Pues creo que eso es la Adoración. El decir, pues, aquí estoy yo: reclina tu cabeza sobre mí’.
- Un matrimonio que hace la adoración conjuntamente dice que ‘estábamos alejados de nuestra fe por el ajetreo de la vida. La adoración nos está sirviendo para unirnos más, retomar la fe que teníamos adormecida, centrar nuestra oración y sobre todo es una experiencia de recogimiento muy intensa con el Señor’.
- Una señora nos dice: ‘Soy creyente y practicante de toda la vida, pero las visitas a la capilla me ha hecho ver que lo era por costumbre, por tradición, pero que no había experimentado la ternura y el amor misericordioso de Dios en mí. Yo no le había dejado; me había limitado a cumplir sus normas. Ahora desde que hago adoración diaria ante el sagrario, mi fe se ha enardecido. Sobre todo para mí ver siempre la capilla con gente, me llena de gozo. ¡¡¡Gracias por este regalo, Señor!!!’
- ‘Soy empresaria; tengo 38 años y una vida siempre muy ocupada. Muchas veces no tengo tiempo de hacer todo lo que querría hacer y, sin embargo, una hora semanal de adoración para el Señor me la he regalado. Mi fe era vacilante, sino inexistente. Desde cuando comencé a participar en la hora de adoración eucarística algo ha cambiado, yo misma he cambiado y en torno a mí muchos han cambiado. No puedo expresar en pocas palabras lo que pruebo permaneciendo en silencio sola con el Señor. He elegido mi hora en la noche tarde, y la alegría y la paz que encuentro estando ante su Presencia no tienen parangón. La luz que he encontrado así, siento que es importante y necesaria en mi vida de cristiana y estoy convencida que no podría dejarla más’.
Alguien puede preguntar: ¿Cómo hay que hacer para adorar? Esto es tema de otro día, pero hoy apunto dos cosas muy breves: 1) A adorar se aprende adorando. 2) Es necesaria la constancia. Todos los días un poco. El Espíritu os irá enseñando.