Domingo de la Santísima Trinidad (C)

30-5-2010 SANTISIMA TRINIDAD (C)

Prov. 8, 22-31; Slm. 8; Rm. 5, 1-5; Jn. 16, 12-15

Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

En el día de hoy celebramos la festividad de la Santísima Trinidad y he pensado en seguir profundizando en el Espíritu Santo. En efecto, el domingo pasado, Pentecostés, os hablaba de los dones del Espíritu y hoy quiero hablaros de los frutos del Espíritu. Decía Jesús: “Por sus frutos los conoce­réis”. “Si un árbol es bueno, dará fruto bueno; pero si un árbol es malo, dará fruto malo. Porque el árbol se conoce por el fruto” (Mt. 12, 33).

Mucha gente cree que no es mala, porque no tiene pecados. Así se mide uno en el mundo, pero ante Dios uno se mide de otra manera. Jesús no mira si no tenemos pecados; Él mira más bien si tenemos obras buenas. Por eso, si cualquiera de nosotros desea saber si es bueno ante Dios, no mire las cosas malas que no tiene, sino las cosas buenas que tiene. ¿Y cuáles son esas cosas buenas? Pues son los frutos del Espíritu Santo.

La tradición de la Iglesia enumera doce frutos del Espíritu, los cuales están tomados en gran medida de una carta de San Pablo a los Gálatas, que dice así: “Los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Ga 5,22-23). Y hemos de saber que estos frutos, más que consecuencias de nuestro esfuerzo, son regalos de Dios, del Espíritu de Dios y, cuanto más cerca estamos de Él, más profundamente están los frutos en nosotros. Vamos ahora a ir examinando algunos de los frutos del Espíritu… hasta donde lleguemos.

- El amor es el primero entre los frutos del Espíritu Santo. ¿Por qué? Porque Dios es amor. Dad a un hombre el imperio del universo con la autoridad más absoluta que sea posible; haced que posea todas las riquezas, todos los honores, todos los placeres que se puedan desear; dadle la sabiduría más completa que se pueda imaginar; añadidle el poder de hacer milagros: que detenga al sol, que divida los mares, que resucite los muertos, que participe del poder de Dios en grado tan eminente como queráis, que tenga además el don de profecía, de discernimiento de espíritus y el conocimiento interior de los corazones. El menor acto de amor que haga, valdrá mucho más que todo eso, porque ese acto de amor lo acerca y lo hace semejante al Supremo bien. Sólo Dios es bueno, sólo de Dios procede lo bueno, y lo mejor que existe en la tierra y en el cielo es el amor: Amor a Dios, amor los otros, amor a uno mismo, amor a las criaturas. Si en vosotros encontráis este amor, entonces es que sois un árbol bueno y tenéis en vosotros el mejor de los frutos del Santo Espíritu de Dios.

- La alegría es uno de los indicativos más fuertes de la presencia del Espíritu Santo en nosotros. Los problemas nos han desaparecido, las circunstancias negativas siguen siendo las mismas, pero la perspec­tiva es otra muy distinta. "Por lo demás, hermanos míos, mante­neos alegres, como cristianos que sois" (Flp. 3, 1). Decía San Juan Crisóstomo: “Los seguidores de Cristo viven contentos y alegres, y se gozan de su pobreza más que los reyes de su corona”. Decía San José María Escrivá: “¿No tienes alegría? Piensa: hay un obstáculo entre Dios y yo. Casi siempre acertarás”.

- La mansedumbre y la paciencia. Ésta es el amor que comprende a las personas difíci­les o inmaduras, y que nos da esperanza en situaciones difíciles. Es propio de la virtud de la paciencia moderar los excesos de la tristeza y es propio de la virtud de la mansedumbre moderar los arrebatos de cólera que se levanta para rechazar el mal presente. El esfuerzo humano por ejercer la paciencia y la mansedumbre como virtudes requiere un combate que requiere violentos esfuerzos y grandes sacrificios. Pero, cuando la paciencia y la mansedumbre son frutos del Espíritu Santo, apartan a sus enemigos sin combate, o si llegan a combatir, es sin dificultad y con gusto. La paciencia ve con alegría todo aquello que puede causar tristeza. Así los mártires se regocijaban con la noticia de las persecuciones y a la vista de los suplicios. Cuando la paz está bien asentada en el corazón, no le cuesta a la mansedumbre someter los movimientos de cólera. Cuando el Espíritu Santo toma posesión de una persona, aleja de ella la tristeza y la cólera.

- La perseverancia. La perseverancia nos ayuda a mantenernos fieles al Señor a largo plazo. Impide el aburrimiento, la rutina, la desesperanza y la pena que provienen del deseo del bien que se espera y que no acaba de llegar, o del mal que se sufre. La perseverancia hace, por ejemplo, que al final de un tiempo consagrado a la virtud seamos más fervorosos que al principio.

- La bondad y generosidad que nos hace ser desprendidos de lo nuestro: de nuestras cosas y de nuestras personas. La bondad es un fruto que mira al bien del prójimo. Por ello, quien es regalado con este fruto se siente inclinado a ocuparse de los demás y a que los demás participen de lo que uno tiene, pues lo ha recibido de Dios y no es propietario, sino administrador. Es bondadoso quien pone por obra aquellas palabras de despedida de S. Pablo a los responsables de la comunidad de Efeso: "En todo os he hecho ver que hay que trabajar así para socorrer a los necesitados, acordándonos de las palabras del Señor Jesús: 'Hay más alegría en dar que en reci­bir'" (Hch. 20, 35).

- La fe, como fruto del Espíritu Santo, es la aceptación de todo lo que nos es revelado por Dios, es la firmeza para afianzarnos en ello, es la seguridad de la verdad que creemos sin sentir repugnancias ni dudas, ni esas oscuridades y terquedades que sentimos naturalmente respecto a las materias de la fe. No es suficiente creer, hace falta meditar en el corazón lo que creemos, sacar conclusiones y responder coherentemente. Por ejemplo, la fe nos dice que Nuestro Señor es a la vez Dios y Hombre y lo creemos. De aquí sacamos la conclusión de que debemos amarlo sobre todas las cosas, visitarlo a menudo en la Santa Eucaristía, prepararnos para recibirlo y hacer de todo esto el principio de nuestros deberes y el remedio de nuestras necesidades. Pero, cuando nuestro corazón esta dominado por otros intereses y afectos, nuestra voluntad no responde o está en pugna con la creencia del entendimiento. Creemos, pero no como una realidad viva a la que debemos responder. Hacemos una dicotomía entre la "vida espiritual" (algo solo mental) y nuestra "vida real" (lo que domina el corazón y la voluntad). Ahogamos con nuestros vicios los afectos piadosos. Si nuestra voluntad estuviese verdaderamente ganada por Dios, tendríamos una fe profunda y perfecta.

- La modestia regula los movimientos del cuerpo, los gestos y las palabras. Como fruto del Espíritu Santo, todo esto lo hace sin trabajo y como naturalmente. Nuestro espíritu, ligero e inquieto, está siempre revoloteando par todos lados, apegándose a toda clase de objetos y charlando sin cesar. La modestia lo detiene, lo modera y deja al alma en una profunda paz, que la dispone para ser la mansión de Dios: el don de presencia de Dios. Ésta sigue rápidamente al fruto de modestia. La presencia de Dios es una gran luz que hace al alma verse delante de Dios y darse cuenta de todos sus movimientos interiores y de todo lo que pasa en ella con más claridad que vemos los colores a la luz del mediodía. La inmodestia es señal de un espíritu poco religioso.

- El dominio de sí mismo es un fruto del Espíritu Santo que nos hace ser libres de los instintos animales y ciegos como la ira, la rabia, la gula, la lujuria. Mediante esta virtud el hombre se convierte realmente en el señor de la crea­ción y de las cosas creadas, sujetando su voluntad a la voluntad divina.