19-9-2010 DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO (C)
Am. 8, 4-7; Slm. 112; 1 Tim. 2, 1-8; Lc. 16, 1-13
ORACION (II)
Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
ACTITUDES: Continúo con la homilía del domingo pasado en que analizaba las premisas y las actitudes necesarias para la oración cristiana y de fe.
5) La quinta actitud que reseño es la de no buscar seguridades, pero sí
Pues bien, la vida de oración de los seres humanos la podemos hacer como los portugueses, es decir, buscando seguridades. Quiero saber a dónde voy, por dónde voy, qué me pasa, por qué me pasa, y no estoy dispuesto a correr riesgos. Quiero sentir siempre al Señor conmigo. Si me falta, quiero saber por cuánto tiempo y por qué motivo. Si me falta el Señor, quiero tener otras cosas a las qué agarrarme, como rosarios, Misas, limosnas, buenas obras…, que me aseguran que estoy en el buen camino. Ejemplo típico de esto es la oración del publicano: “Ayuno dos veces por semana y pago los diezmos de todo lo que poseo” (Lc. 18, 12). De ahí la seguridad de este publicano, que oraba ERGUIDO ante Dios, que basaba su confianza y seguridad en lo bueno que era y que hacía: “No soy como el resto de los hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni como es publicano” (Lc. 18, 11). De este modo y manera, la oración la hacemos nosotros, no la hace Él en nosotros; además, no dejamos que Él se manifieste en nosotros, que Él nos salve. Yo no estoy dispuesto a peligrar por Él, a no saber por Él, a perderme por Él…
La oración, al modo de los españoles, consiste en abandonarse a Dios, en despreciar cualquier seguridad que no sea Él. Sé de dónde parto, pero no sé a dónde voy, ni cómo voy, ni por dónde voy. No sé qué será de mí mañana o pasado. No sé si moriré en el intento. Sólo sé que me fío de Él o que quiero fiarme de Él[1]. Pero este fiarse de Dios no es una cosa del principio y lo demás es dejarse llevar. NO. Este fiarse de Dios ha de ser al principio, al final y también por el medio. No me he de preocupar tanto si avanzo o no en la oración y en la fe, si siento o no siento, si estoy consolado o desolado, si me aburro o no, si tengo éxtasis y arrobamientos al estilo de Sta. Teresa de Jesús o si estoy más frío que un carámbano de hielo, si soy bueno o malo, si me quieren Dios y los demás o no… Porque, en definitiva, eso es mirarme a mí mismo, y la oración es para mirarle a Él, o por mejor decir, para que Él me mire a mí. No me ha de importar si se me acaba el “agua”, porque estoy con Él y Él está conmigo. No me ha de importar si se me acaba la “comida”, porque estoy con Él y Él está conmigo. No me ha de importar si estoy en medio de las tormentas o galernas, porque estoy con Él y Él está conmigo. No me ha de importar si se acaba el Océano y caeré por el precipicio abajo, porque estoy con Él y Él está conmigo. Lo que quiero decir es que, en la vida de oración y en la vida de fe, IMPORTA ÉL Y NO YO, e, importándome sólo Él, me doy cuenta de que a Él sólo le importo yo.
[1] Fijaros en cómo Abraham se fió de Dios y abandonó su hogar, su país, sus amigos y sus parientes por una promesa de Dios. Y lo hizo, no a los 20 años, sino a los 75 años: “El Señor dijo a Abrán: Sal de tu tierra, de entre tus parientes y de la casa de tu padre, y vete a la tierra que yo te indicaré. Yo haré de ti un gran pueblo, te bendeciré y haré famoso tu nombre, que será una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Por ti serán benditas todas las naciones de la tierra. Partió Abrán, como le había dicho el Señor. Tenía Abrán setenta y cinco años” (Gen. 12, 1-4).