Domingo IV de Adviento (A)

19-12-2010 DOMINGO IV ADVIENTO (A)

Is. 7, 10-14; Slm. 23; Rm. 1, 1-7; Mt. 1, 18-24



Queridos hermanos:

- Existe un texto de la primera carta de San Pedro que es muy utilizado y hoy quiero comenzar con él al inicio de esta homilía. El texto dice así: “Estad siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os pida explicaciones. Hacedlo, sin embargo, con dulzura y respeto” (1 Pe. 3, 15-16). Imaginaros que se acerca a nosotros un musulmán, o un ateo, o una persona bautizada, pero no creyente, y nos pregunta: ‘¿Qué es lo que celebráis los católicos en este tiempo o en estos días, que vosotros llamáis de “Adviento”?’ ¿Qué contestaríamos? No, no se trata de dar una simple respuesta teórica, sino que se trata de una respuesta de evangelio y de vida. Entre otras cosas, podemos decir lo siguiente:

1) Los católicos celebramos en estos días de Adviento el amor de Dios Padre, que no has creado. Él nos ama más que nuestros propios padres y tiene una paciencia infinita con todos nosotros.

2) Los católicos celebramos en estos días de Adviento que, a pesar del amor infinito que Dios nos tiene, nosotros hemos pecado y no le hemos sido fieles. Dios todo lo ha creado bueno, incluso los hombres, pero nosotros, con nuestra libertad, hemos dado la espalda a Dios (y lo seguimos haciendo a día de hoy).

3) Los católicos celebramos en estos días de Adviento que Dios no nos ha abandonado a nuestra suerte ni nos guarda rencor perpetuo por nuestros pecados. Por eso, como se dice en la profecía de Isaías que acabamos de escuchar, “el Señor, por su cuenta, os dará una señal. Mirad: la virgen está encinta y da a luz a un hijo, y le pone por nombre Enmanuel (que significa: ‘Dios-con-nosotros’)”. Esta señal ha sido anunciada por los profetas ya varios cientos de años antes de que sucediera y con una precisión tremenda. Esta precisión sólo pudo provenir de una revelación de Dios mismo. En efecto, a los profetas se les anunció que Dios iba a darnos una señal de perdón para nuestros pecados. Esa señal sería una doncella, una virgen que, sin conocer varón, estaría, sin embargo, encinta de un niño. Esa señal sería igualmente que ese niño no sería un niño cualquiera, sino que sería el mismo Dios en medio de todos los hombres y de toda la creación.

4) Los católicos celebramos en estos días de Adviento que esperamos el nacimiento de ese Niño maravilloso. En ese Niño se encontrarán el hombre y Dios. Así lo dice San Pablo en la segunda lectura: “se refiere a su Hijo, nacido, según lo humano, de la estirpe de David; constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios”. En estas palabras se encierra el dogma, aunque yo prefiero decir hoy el misterio de la Encarnación: Dios mismo en su Segunda Persona, o sea, el Hijo viene a salvarnos a los hombres y lo hace hecho hombre. Es un hombre verdadero, de carne y hueso. Es un hombre verdadero sujeto al frío y al calor, al hambre y a la sed, a la alegría y al sufrimiento, a la vida y a la muerte. Es semejante en todo a nosotros, menos en el pecado. En este Niño que viene no hay pecado: no hay pecado original, no habrá pecado personal, pues es Dios mismo; el Santo entre los santos.

5) Los católicos celebramos en estos días de Adviento que, si Dios se hizo hombre, también nosotros, los hombres, podemos ser alzados y convertidos en dioses. Sí, nosotros estamos llamados a convertirnos en el dios con minúscula del Dios con mayúscula. Y todo esto gracias a este Niño que esperamos ahora en el Adviento y que nacerá en la próxima Navidad.

Por todo esto y para todo esto los católicos nos preparamos en este tiempo de Adviento. Ya en el siglo VI los católicos en este mes de diciembre ayunaban algunos días, o acudían diariamente al templo para la oración litúrgica. Y hoy día existen católicos que hacen un plan personal para las cuatros semanas que dura el Adviento. Este plan personal debe tener dos facetas: por una parte, librarnos de todo aquello que nos aparta de Dios y de los hermanos, es decir, quitar malas o inútiles costumbres, pecados, egoísmos…; por otra parte, llenar nuestro ser de todo lo que procede de Dios, como la oración, el perdón de los pecados, la lectura de la Palabra de Dios, la reconciliación con nuestros enemigos, etc.

¿Por qué y para qué hacer todo esto? Si realmente nuestra fe se alimenta de lo dicho más arriba, debemos preparar nuestro espíritu para recibir a ese Niño que viene a nosotros. San José lo hizo. Él recibió y acogió en su casa, no sólo al Niño, sino también a la Madre. Mirad cómo no es dicho esto en el evangelio de hoy: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados […] Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.

- Ya para terminar, y como hago todos los años por estas fechas, voy a romper delante de vosotros un décimo de la lotería de Navidad. Es un décimo de este año, no del año pasado, y lo rompo porque siento que Dios me lo pide (a otros les pedirá Dios otras cosas); lo rompo porque no quiero que me toque; lo rompo porque quiero con este gesto denunciar todo el mundo del juego y de los males que el juego trae consigo a tantas familias; lo rompo porque quiero denunciar el afán de poner nuestras esperanzas en golpes de fortuna y no en el trabajo y en el ahorro personal y familiar; lo rompo porque quiero que mi tesoro sea el Niño Jesús y no el dinero que me pueda tocar el 22 de diciembre. Sé que muchos de vosotros no estáis de acuerdo con este gesto mío. Hay quien me dice: ‘dáselo a los pobres si te toca y no lo rompas’. A lo que yo replico: ‘lo que no quiero para mí, no lo quiero para los demás’. Hay quien me dice: ‘pero, si te toca y no lo cobras, se lo quedará Zapatero’. A lo que yo replico: ‘¡que se lo quede!’

Os deseo una santa preparación para el nacimiento del Niño en vuestros espíritus y en vuestras familias, y entre todos nosotros, los hombres, que bien que lo necesitamos.