Domingo de Pentecostés (A)

12-6-2011 PENTECOSTES (A)

Hch. 2, 1-11; Slm. 103; 1 Co. 12, 3b-7.12-13; Jn. 20, 19-23



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

Celebramos en el día de hoy el último día de Pascua, y este tiempo se cierra con la festividad de Pentecostés: la venida del Espíritu Santo sobre la Virgen María y los apóstoles, sobre la Iglesia.

Dice la secuencia de Pentecostés que acabamos de escuchar:

“Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo
.

Padre amoroso del pobre;

don, en tus dones espléndido.

El domingo pasado se ordenaron tres nuevos sacerdotes. El sábado por la noche vino uno de ellos a mi casa para confesarse, ya que quería estar en gracia de Dios para recibir el sacramento del orden sacerdotal. Una de las cosas que le dije es que, muy pronto, reconocería en sí mismo una serie de dones y carismas que Dios había puesto desde toda la eternidad en él para edificación y construcción de la Iglesia de Cristo; eran dones y carismas para el bien de sus hermanos, los hijos de Dios. Y le dije esto, porque recordaba cómo años atrás yo también descubrí una serie de dones, que hasta ese momento estaban escondidos en mí, sin que yo los conociera, y que fueron apareciendo a medida que mi tarea pastoral se fue desarrollando. Principalmente yo descubrí tres dones: el primero en el sacramento de la confesión: una cierta facilidad para mostrar el pecado en el corazón del hombre, pero sobre todo para mostrar el amor y la paciencia de Dios en ese hombre pecador. El segundo el de la dirección espiritual: con el don de consejo y de sabiduría para ayudar a descubrir a Dios en la vida del hombre, a profundizar en la fe y en Dios, y a perseverar en esa relación con Dios y con los demás, según el evangelio de Cristo. El tercero apareció más tarde: era el don de la predicación, para exponer de modo claro y sencillo a Dios, su doctrina y su voluntad. Eran dones para los otros, no para presumir y crecer a costa de ellos o apropiarse de ellos. Humanamente, yo soy tímido y poco hablador. Por eso y por tantas experiencias de todo esto, sé, a ciencia cierta, que estos dones no provienen de mí, sino de Él.

Y lo mismo que yo tengo unos dones para bien de la Iglesia y de los hombres, y lo mismo que esos dones provienen de Dios y no de mí, igualmente sé que Dios no agota sus dones en mí. No. Él los entrega a manos llenas, como dice la Secuencia de Pentecostés (“Espíritu divino […] don, en tus dones espléndido”), a otros sacerdotes. Pero el Espíritu no entrega sus dones sólo a los sacerdotes, también a los laicos, a vosotros. ¿Habéis ya descubierto cuáles son los dones y carismas que Dios ha puesto en vuestro ser para bien de su Iglesia y de todos los hombres? Algunos tendréis el don de la paciencia de los ancianos, otros el don del perdón, otros el don del servicio, otros el don de fortaleza en medio de las adversidades, otros el don de amar y educar a los niños o jóvenes, otros el don de la oración silenciosa y reposada ante el Amado, otros el don del matrimonio y el de la paternidad, otros el don de la humildad, y un largo etcétera. Por eso, dice San Pablo en la segunda lectura: “Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común […] Todos nosotros […] hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu”. ¿Cuáles son los dones que Dios y su Santo Espíritu han sembrado en ti? ¿Los reconoces, los estás poniendo al servicio de su Iglesia y de todos los hombres? Pide luz al Espíritu para ello.

Sin embargo, no es fácil conjugar los dones que los hombres tenemos. ¿Por qué? Porque nosotros, además de los dones, tenemos nuestros propios pecados. Y estos sí que proceden de nosotros. “Cuentan que, a media noche, hubo en la carpintería una extraña asamblea. Las herramientas se habían reunido para arreglar las diferencias que no las dejaban trabajar. El Martillo pretendió ejercer la presidencia de la reunión, pero enseguida la asamblea le notificó que tenía que renunciar: -No puedes presidir, Martillo –le dijo el portavoz de la asamblea-. Haces demasiado ruido y te pasas todo el tiempo golpeando. El Martillo aceptó su culpa, pero propuso: -Si yo no presido, pido también que sea expulsado el Tornillo, puesto que siempre hay que darle muchas vueltas para que sirva para algo. El Tornillo dijo que aceptaba su expulsión, pero propuso una condición: -Si yo me voy, expulsad también a la Lija, puesto que es muy áspera en su trato y siempre tiene fricciones con los demás. La Lija dijo que no se iría, a no ser que fuera expulsado el Metro. Afirmó: -El Metro se pasa todo el tiempo midiendo a los demás según su propia medida, como si él fuera el único perfecto. Estando la reunión en tan delicado momento, apareció inesperadamente el Carpintero, que se puso su delantal e inició su trabajo. Utilizó el martillo, la lija, el metro y el tornillo. Trabajó la madera hasta acabar un mueble. Al terminar su trabajo, se fue. Cuando la carpintería volvió a quedar a solas, la asamblea reanudó la deliberación. Fue entonces cuando el Serrucho, que aún no había tomado la palabra, habló: -Señores, ha quedado demostrado que todos tenemos defectos, pero el Carpintero trabaja con nuestras cualidades; son ellas las que nos hacen valiosos. Así que propongo que no nos centremos tanto en nuestros puntos débiles, sino en la utilidad de nuestros puntos fuertes. La asamblea valoró entonces que el Martillo era fuerte; el Tornillo unía y daba fuerza; la Lija era especial para afinar y limar asperezas; y observaron que el Metro era preciso y exacto. Se sintieron orgullosos de sus fortalezas y de trabajar juntos”.

Con esta homilía de hoy quisiera que descubriéramos lo siguiente: -Todos somos amados de Dios y por eso nos ha llenado de sus dones. –Lo malo que hay en nosotros… es nuestro y no procede de Dios, ni… del vecino del quinto. –Nadie es perfecto, salvo Dios. –Todos estamos llamados a construir la Iglesia de Dios en este mundo, que también es de Dios. –La construcción la dirige Dios mismo, no las leyes de la naturaleza.