Domingo II de Adviento (B)

4-12-2011 2º DOMINGO ADVIENTO (B)

Is. 40, 1-5.9-11; Slm. 84; 2 Pe. 3, 8-14; Mc. 1, 1-8


Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

Celebramos hoy el 2º Domingo de Adviento; y el evangelio nos habla de cuatro personajes: primero, del profeta Isaías; segundo, de Juan el Bau­tista, tercero, de las gentes de Judea y de Jerusalén, y cuarto, del Señor. Éste último está todavía en la penumbra. Todo converge en Él, pero aquí sólo está indicada su presencia próxima.

- El primer personaje es el profeta Isaías. Él anuncia al Señor y al mensajero del Señor. Supo con claridad que los dos vendrían, aunque nos sabía cuándo ocurriría esto. No lo vio en vida y seguramente en muchas ocasiones pensó que aquello que sentía en su interior podía ser una imaginación suya. Sin embargo, sin miedo a ser tomado por un loco o por un iluminado, Isaías dijo a todos de parte de Dios: “Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Una voz grita en el desierto: ‘Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos’”. Aquí, Isaías anunciaba la venida de Jesús y la existencia de un hombre que le precedería poco antes.

- Juan el Bautista es el segundo personaje y, además, el personaje central (salvo Jesús) del evangelio de hoy. Juan nació en un pueblecito de las montañas de Judea. Su padre era un sacerdote judío. Juan, de joven, se marchó de su casa y se fue al desierto. Allí aprendió a vivir entre alacranes, serpientes y fieras salvajes. Creció y maduró teniendo sed, calor y frío. Juan llevó una vida dura, austera y pobre: En efecto, el evangelio nos dice de él: “Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre”. Juan se dedicaba a la oración; había algo que dentro de él le impulsaba a vivir así[1]. Un día Juan descubrió -Dios se lo debió de decir en su interior- que estaba a punto de llegar el Salvador de Israel, del mundo ente­ro. Juan vio a la gente de Israel que estaba despistada, distraída con otras cosas y él tenía que anunciarles que se preparasen para recibir al Mesías. Y así Juan se convirtió en el mensajero de Dios y se cumplió en él lo que había dicho el profeta Isaías 500 años antes de que sucediera. Juan era el mensajero del Hijo de Dios, y decía a la gente que se arrepintiera de sus pecados, pues el Señor estaba llegando a este mundo.

- El tercer personaje eran las gentes de Judea y de Jerusalén. Ellas escucharon las palabras de Juan el Bautista, y sus palabras, que les hablaban de conversión, de la necesidad de un cambio de vida, de una esperanza, de la venida del Mesías…, les llegaron al corazón y, dejando sus cosas, se acercaron a recibir un bautismo de perdón, de purificación de los pecados, de cambio de vida.

- ¿Qué hubiera pasado si el profeta Isaías, por vergüenza, por cobardía, por comodidad… no hubiera escrito ni predicado lo que Dios ponía en su corazón? ¿Qué hubiera pasado si Juan el Bautista no hubiera escuchado esa llamada interior desde su juventud para seguir a Dios al desierto, para vivir en oración y en pobreza; qué hubiera pasado si él no hubiera predicado la necesidad de preparar el camino del Mesías, de cambiar de vida, de arrepentirse de los pecados…? ¿Qué hubiera pasado si las gentes de Judea y de Jerusalén no hubieran escuchado las palabras de Juan y hubieran seguido instalados en sus egoísmos y en sus cosas? Gracias al profeta Isaías hubo Juan Bautista. Gracias a Juan Bautista hubo gentes de Judea y de Jerusalén que se prepararon para recibir al Mesías de Dios. Los primeros son necesarios para que existan los siguientes.

También hoy nosotros somos llamados por Dios a ser unos el profeta Isaías, otros Juan Bautista y otros las gentes de Judea y de Jerusalén, que escuchen la voz de Dios y que reciban a Dios. Si aquellos no hubieran sido dóciles, se hubiera roto la cadena de salvación querida por Dios. ¿Soy yo hoy día eslabón que sigue haciendo que la cadena de Dios continúe o en mí se acaba la cadena de Dios? Esta pregunta puede ser orada durante esta semana.


[1] Hace un tiempo oí hablar de un joven que vivía en Gijón. Trabajaba como carpintero y no cobraba nunca dinero por sus trabajos, sólo comida. En su humilde vivienda compartía lo que tenía con otras personas que aparecían por allí y les daba también techo y cobijo. En ocasiones fue robado por esos mismos a los que había alimentado y acogido, pero a él no le importaba y continuaba actuando del mismo modo. Su tiempo durante el día lo dedica a trabajar, a acoger a la gente que se acerca a él y, sobre todo, a orar con Dios.