Domingo III de Pascua (C)



14-4-2013                               DOMINGO III DE PASCUA (C)

Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
                - Dicen Pedro y los apóstoles en la primera lectura que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Y esta respuesta les vale para que los judíos les den una paliza (“azotaron a los apóstoles”). Nosotros, ¿a quién obedecemos antes: a Dios o a los hombres?... Voy a poner un ejemplo de actualidad para que nos ayude a reflexionar a la hora de contestar a esta pregunta: hace un tiempo me llamó una madre de familia que tenía a su hijo pequeño en un colegio concertado de religiosas. Por aquella época el Consejero de Educación del Principado había suprimido una serie de aulas en varios colegios de Asturias, y esta decisión había afectado a este colegio. Como consecuencia de ello resultó que este niño, entre otros, se iba a quedar en principio fuera del colegio. Sin embargo, a pesar de la supresión de aulas, quedaron una serie de plazas libres (pocas) y la directora del colegio las daría según los puntos acumulados por cada niño. Entonces daban puntos por las siguientes razones: (1) un punto si el niño estuvo ya en educación infantil en ese mismo colegio; (2) un punto también si el niño tenía otros hermanos en el colegio; (3) otro punto si el niño vivía en la zona; (4) y otro punto si los padres tenían una renta baja, demostrado esto con la última declaración del IRPF. Este niño en cuestión tenía puntos por el primer y el tercer apartados. La madre me contaba que había padres que, aunque no vivían en la zona, empadronaban a sus hijos con otros parientes o amigos en esa zona; así tenían otro punto para su hijo. Además, iban al banco para que les falsificasen la declaración de la renta y de este modo pudiesen figurar unos ingresos familiares más bajos; de esta manera tenían otro punto, aunque fuera de un modo fraudulento. A la madre que me llamó le decían otras personas (amigos, el director del banco, un inspector de Hacienda conocido) que falsificase la declaración de la renta. Su madre (es decir, la abuela materna del niño) le decía a su hija que no hiciera nada de eso, que estaba mal. Ella tenía un lío en la cabeza: por una parte, no quería utilizar medios engañosos para conseguir que su hijo se quedase en el colegio, pero, por otra parte, su hijo estaba muy contento en el colegio, y ella y su marido también. Pero, si no hacía algún tipo de engaño, entonces otros niños, con menos derechos que el suyo, se quedarían en el colegio y el suyo tendría que salir fuera. LA PREGUNTA DEL MILLON: Si nosotros estuviéramos en su caso, ¿qué haríamos: falsificaríamos la declaración de la renta o no? Y lo que en definitiva subyace en todo esto: ¿a quién obedecemos: a Dios, que nos manda siempre decir la verdad, aunque sea en perjuicio propio, o a los hombres para aprovecharnos o para que no nos pisen en lo que es justo? ¿Justifica el fin los medios usados?
            Como veis lo planteado por Pedro en la primera lectura es tremendamente actual y no sólo en el caso de los colegios, sino también en otros casos. La cuestión es tremendamente difícil sabiendo como sabemos que, si obedecemos a los hombres y hacemos lo que nos conviene, entonces lo más seguro es que nos podamos salir con la nuestra y la gente nos diga ‘qué listo eres’[1]. Si, por el contrario, obedecemos a Dios, lo más normal es que ‘nos azoten’ como a los apóstoles, que nos llamen tontos, que las cosas nos salgan al revés de nuestros deseos y que se pueda cometer una injusticia con nosotros o con los nuestros. Los apóstoles prefirieron esto último y fijaros cómo termina la primera lectura: “los apóstoles salieron del Consejo contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús”.
            Cuando estaba preparando esta homilía, se me vino a la mente un episodio que se narra en las Florecillas de San Francisco de Asís (os recomiendo su lectura). En este episodio se nos presenta un caso de obediencia radical por parte de un creyente a las palabras de Dios. Escuchad: “Bernardo de Asís, que era de los más nobles, ricos y sabios de la ciudad, fue poniendo atención en San Francisco. Y así, una noche lo convidó a cenar y a dormir en su casa. Y San Francisco aceptó; cenó y durmió aquella noche en casa de él. Entonces, Bernardo quiso aprovechar la ocasión para comprobar su santidad. Le hizo preparar una cama en su propio cuarto, alumbrado toda la noche por una lámpara. San Francisco, en cuanto entró en el cuarto, se echó en la cama e hizo como que dormía; poco después se acostó también Bernardo y comenzó a roncar fuertemente como si estuviera profundamente dormido. Entonces, San Francisco, convencido de que dormía Bernardo, dejó la cama al primer sueño y se puso en oración, levantando los ojos y las manos al cielo, y decía con grandísima devoción y fervor: ‘¡Dios mío, Dios mío!’ Y así estuvo hasta el amanecer, diciendo siempre entre copiosas lágrimas: ‘¡Dios mío!’, sin añadir más. Bernardo veía, a la luz de la lámpara, los actos de devoción de San Francisco, y, considerando con atención las palabras que decía, se sintió tocado e impulsado por el Espíritu Santo a cambiar de vida. Así fue que, llegado el día, llamó a San Francisco y le dijo: ‘- Hermano Francisco: he decidido en mi corazón dejar el mundo y seguirte en la forma que tú me mandes’. San Francisco, al oírle, se alegró en el espíritu y le habló así: ‘- Bernardo, lo que me acabáis de decir es algo tan grande y tan serio, que es necesario pedir para ello el consejo de nuestro Señor Jesucristo, rogándole tenga a bien mostrarnos su voluntad y enseñarnos cómo lo podemos llevar a efecto. Vamos, pues, los dos al obispado; allí hay un buen sacerdote, a quien pediremos diga la misa, y después permaneceremos en oración hasta la hora de tercia, rogando a Dios que, al abrir tres veces el misal, nos haga ver el camino que a Él le agrada que sigamos’. Así, pues, se pusieron en camino y fueron al obispado. Oída la misa y habiendo estado en oración hasta la hora de tercia, el sacerdote, a ruegos de San Francisco, tomó el misal y, haciendo la señal de la cruz, lo abrió por tres veces en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Al abrirlo la primera vez salieron las palabras que dijo Jesucristo en el Evangelio al joven que le preguntaba sobre el camino de la perfección: ‘Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y luego ven y sígueme (Mt 11,21). La segunda vez salió lo que Cristo dijo a los apóstoles cuando los mandó a predicar: ‘No llevéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni calzado, ni dinero (Mt 10,9), queriendo con esto hacerles comprender que debían poner y abandonar en Dios todo cuidado de la vida y no tener otra mira que predicar el santo Evangelio. Al abrir por tercera vez el misal dieron con estas palabras de Cristo: ‘El que quiera venir en pos de mí, renuncie a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16,24). Entonces dijo San Francisco a Bernardo: ‘- Ahí tienes el consejo que nos da Cristo. Anda, pues, y haz al pie de la letra lo que has escuchado; y bendito sea nuestro Señor Jesucristo, que se ha dignado indicarnos su camino evangélico’. Oyendo esto, fue Bernardo y vendió todos sus bienes, que eran muchos, y con gran alegría distribuyó todo a los pobres, a las viudas, a los huérfanos, a los peregrinos, a los monasterios y a los hospitales”.
            Y es que San Pedro obedeció a Dios antes que a los hombres, porque antes había contestado que sí a las tres preguntas de Jesús resucitado: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Como su respuesta fue que sí, entonces Jesús le dijo: “Sígueme”.
            Con estas palabras tenemos tarea para toda la semana… y para toda la vida.

[1] También es cierto (no se puede negar) que, si no mentimos, los demás lo pueden hacer y el resultado será de una tremenda injusticia para nosotros y/o para los nuestros. Si todos utilizaran la verdad, estaba claro que nosotros igualmente la usaríamos y entonces el resultado sería lo más justo para todos.