Domingo III de Cuaresma (B)

15-3-2009 DOMINGO III CUARESMA (B)
El domingo marcharé de ejercicios espirituales y no regresaré a casa hasta el viernes de noche. Por lo tanto, los comentarios que hagáis a partir de la tarde del domingo 15 de marzo no los podré "subir" al blog hasta mi regreso. Perdón por el retraso. Os encomendaré en mis oraciones y también os pido a vosotros que lo hagáis conmigo. ¡Gracias!
Ex. 20, 1-17; Sal. 18; 1 Co. 1, 22-25; Jn. 2, 13-25
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Queridos hermanos:
Llama la atención en el evangelio de hoy, entre otros, dos hechos:
- El primero es el que refiere la escena en que Jesús realiza un acto violento: coge unas cuerdas, la amarra a modo de látigo y con él echa del templo de Jerusalén a ovejas, bueyes, palomas, ganaderos, cambistas y demás gente que estaba en esos negocios. Asimismo, Jesús desparrama por el suelo todas las monedas y los tenderetes de los banqueros. Recuerdo otra serie de textos evangélicos en los que se nos presenta una imagen de Jesús bien distinta a la que estamos acostumbrados, como cuando El va a curar a un hombre en sábado y los fariseos quieren pillarlo en esa falta, entonces dice el evangelio que Jesús echó en torno “una mirada de ira” y luego curó al enfermo; en otra ocasión en que le dijeron a Jesús que Herodes lo buscaba y El contestó: “decirle a esa zorra…”, lo cual era un insulto muy grave; de la misma manera en otro texto dice Jesús que no ha venido a traer paz a este mundo, sino guerra, pues en adelante y por su causa la madre estaría contra la hija, y la suegra contra la nuera, los padres contra los hijos y los hijos contra los padres…; ¿y os acordáis también de aquel otro pasaje en que se acerca a Jesús una mujer extranjera y le pide que cure su hija enferma, y Jesús le responde que no está bien dar el pan de los hijos a los perros, es decir, Jesús llamó perros a esa mujer extranjera y su hija enferma? Son frases y escenas muy duras, que ‘no nos casan’ con la imagen pacífica, humilde y cariñosa que tenemos de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis afligidos y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, porque soy paciente y humilde de corazón” (Mt. 11, 28-29).
No podemos esconder estos hechos. No podemos maquillarlos, sino que debemos enfrentarnos a ellos y tratar de reflexionar y orar sobre lo que Dios y su Hijo Jesús nos quieren decir con ellos. Alguna vez ya he explicado, lo que a mí entender contiene alguno de estos episodios. Hoy quiero detenerme un poco sobre el acto violento de Jesús narrado en el evangelio de este domingo, es decir, cuando pega con el látigo al ganado, a los dueños de los animales, a los banqueros y cambistas, y cuando destroza la propiedad privada de varios hombres que viven de sus negocios.
Para saber lo que Dios quiere decirnos hemos de mirar, además del acto violento, las palabras de Jesús que acompañaron este acto: “‘Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre’. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: ‘El celo de tu casa me devora’”. Jesús no echó al ganado y a la gente del templo de Jerusalén, porque le hicieran daño a él, o porque quisiera ganar algo, o en un momento de cabreo y de ira personal. Jesús iba a Jerusalén a celebrar la fiesta más importante que tienen los judíos, la Pascua, que conmemora la salvación de Dios de los israelitas del poder y la esclavitud de los egipcios. Pero, al llegar al templo, se encontró con un mercado lleno de mugidos, gritos, avaricia, robos (porque los cambistas se quedaban con más dinero de lo establecido y engañaban a los incautos, o porque se vendían animales por buenos y sanos, cuando algunos estaban enfermos y con algún defecto, o se vendían a un precio muy por encima del valor real). Jesús vio claramente esto; vio que la “casa de su Padre” destinada a adorarle, rezarle y amarle se había convertido en un gran supermercado de los intereses humanos. Dios era el que menos importaba allí y su nombre santo era usado para hacer negocios. Ante esta visión, Jesús sintió en su interior que el celo por Dios y por las cosas de Dios se apoderaba de El, y quiso hacer una “limpieza” de todo ello. Muchas personas me han dicho que han sentido de modo similar un rechazo interior al llegar a Fátima o a Lourdes.
- El segundo hecho que llama la atención en el evangelio de hoy es la protección que hace Jesús del templo de Jerusalén por ser casa de oración y también por ser la casa de su Padre Dios. Digo que llaman la atención estas palabras de Jesús referidas al templo, cuando dos capítulos más adelante, concretamente en el capítulo 4 del evangelio de San Juan, dialoga Jesús con la samaritana y ésta le pregunta que dónde se debe adorar a Dios: en un monte sagrado para los samaritanos o en el templo de Jerusalén, como dicen los judíos. Y Jesús le responde: "Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad" (Jn. 4, 21-24). Parece que nos encontramos ante dos afirmaciones de Jesús contradictorias: por una parte dice que el templo de Jerusalén es la casa de su Padre y por defender esta casa golpea y destruye y, por otra parte, poco después dice que a Dios hay que adorarlo en espíritu y en verdad, y que no hace falta adorar a Dios en Jerusalén. ¿En qué quedamos? Para resolver esta aparente contradicción hemos de escuchar una vez más al mismo Jesús en el evangelio que hemos leído hoy. Así, cuando los judíos le pide una explicación del porqué golpeó y destrozó todo aquello, Jesús responde: “‘Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.’ Los judíos replicaron: ‘Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?’, pero él hablaba del templo de su cuerpo”.
En efecto, no hemos de quedar obsesionados, como les pasó a los judíos, con el templo de piedras. Si Jesús defiende el templo de Jerusalén, no lo hace por las piedras y por encargo del ‘Departamento de bienes artísticos y bienes culturales’ de Israel. No. Jesús defiende a su Padre Dios y no quiere que el amor y el culto que se le dé estén manchados de codicia, robos, y mercadeo. Cuando Jesús le dice a la samaritana que a Dios hay que adorarlo en espíritu y en verdad y no en un lugar concreto, lo que ésta diciendo es que lo más importante en la fe es… Dios y la disposición del corazón humano de cara a Dios. A Dios se le puede adorar, querer, rezar, besar, suplicar, agradecer en cualquier lugar, pero con el corazón limpio y confiado, y no lleno de cosas, las cuales no hacen más que distraernos de lo fundamental.
Por todo ello, cuando los judíos le exigen cuentas a Jesús por su acción violenta, éste quiere llevar su atención a lo importante: no a un templo de piedras, sino a un templo de carne, de espíritu (“‘destruid este templo, y en tres días lo levantaré.’ […] pero él hablaba del templo de su cuerpo”). Y este templo que es Jesús, si es destruido, será de nuevo reconstruido por el único Dios. Sí, a Jesús se le puede destruir; el Hijo de Dios es un Dios alcanzable por el odio humano. El puede morir igual que cualquiera de nosotros; igual que los adolescentes y sus profesores en Alemania en esta semana; igual que la doctora asesinada en el Levante español en esta semana. Es verdad que podemos matar a Jesús, a Dios; pero también es verdad que la muerte no puede retenerlo. Jesús resucitó de la muerte.
En definitiva, yo creo que en este evangelio de hoy lo que se nos quiere decir, entre otras muchas cosas, es que para Jesús lo más importante es Dios, el ser humano y la relación de éste con Dios. Al comprender esto, ya podemos entender más claramente por qué Jesús echó de la casa de su Padre a los que no respetaban ni a Dios ni a los hombres de fe que acudían a Jerusalén. También podemos entender por qué para Jesús lo fundamental es adorar a Dios en espíritu y en verdad, independientemente del lugar. Finalmente, podemos comprender por qué para Jesús la destrucción de su templo, en donde está la verdadera humanidad y la verdadera divinidad, no es el final, pues Dios permanece siempre, sea en la vida o sea en la muerte. Además, todos los hombres somos también templos vivos de Dios. Y todos estos templos han de ser respetados como verdaderas casas de Dios. Jesús ama especialmente los templos dolientes y enfermos, los templos explotados, agredidos y violados, los templos oprimidos y sin defensa. Las profanaciones que se hacen contra estos templos son verdaderos sacrilegios.

Domingo II de Cuaresma (B)

8-3-2009 DOMINGO II CUARESMA (B)
Gn. 22, 1-2.9-13.15-18; Sal. 115; Rm. 8, 31b-34; Mc. 9, 2-10
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Queridos hermanos:
EXAMEN DE CONCIENCIA
No quisiera que este examen de conciencia fuera una especie de losa sobre nosotros. No. La miseria humana, en cristiano, va siempre acompañada de la misericordia de Dios. Sólo a través de los ojos y del corazón de Dios el hombre puede y debe mirar sus propios pecados. El nos los descubre, y al mismo tiempo nos los perdona. Pero yo no puedo cambiar y caminar hacia Dios si no veo dónde estoy de verdad, y esto me lo hace ver Dios con su luz admirable y con la paz maravillosa que nos concede su perdón.

¿He sentido envidia hacia alguien por las cosas que tenía, por su carácter más simpático o por su saber más grande que el mío, por su físico; de tal manera que me alegraba de sus fallos o cuando las cosas le iban mal, y me entristecía cuando las cosas le salían bien? El sentimiento de la envidia en muchas ocasiones no es buscado por nosotros, pero es algo que surge en nuestro interior y nos da mucha vergüenza. En determinados momentos la envidia que sentimos es fruto de la tentación a fin de quitarnos la paz.
¿He sentido celos ante otras personas porque ellas son más valoradas que yo, más tenidas en cuenta que yo, más apreciadas que yo? ¿He sentido celos porque a los demás se les reconoce enseguida lo “poco” que hacen, y a mí no se me reconoce todo lo que hago (al cuidar a unos padres, al hacer las tareas de casa, en el lugar de trabajo…?
¿He hecho juicios en mi interior acerca de otras personas, descalificando las actuaciones de los otros, como si todo o casi todo lo de ellos fuese malo? El juicio interior supone ponerse en una posición de superioridad y desde ahí considerar como negativo lo que los demás dicen, hacen o dejan de decir y/o de hacer.
¿He murmurado contra alguien, bien iniciando yo la conversación o siguiendo lo comenzado por otros? ¿He sacado los defectos de los demás a la luz pública? La murmuración presupone un juicio previo. El juicio queda en mi interior, mientras que la murmuración sale al exterior por la lengua. Lo malo o negativo que veo en los demás, ¿soy capaz de decírselo al interesado o interesada? La mayoría de las veces no, entonces ¿por qué lo digo?: ¿Porque me interesa de verdad esa persona y que mejore; por pasar el rato; por despecho; por quedar por listo o gracioso ante quien estoy murmurando? Si no soy capaz de decir lo negativo al interesado, entonces es mejor que me calle o en todo caso que se lo diga a Dios rezando por esa persona. Lo peor de la murmuración no es lo que decimos, que en muchas ocasiones es cierto, sino el “tonillo” con el que decimos esas cosas, es decir, no hay caridad. Y la verdad que no va acompañada de la caridad-amor, no es la verdad de Cristo. Yo no he descubierto nunca a Dios diciéndome las cosas, ni a mí ni a nadie, restregándolas por las narices. Dios me muestra las cosas, mi verdad, mis defectos, pero lo hace con tanto amor, que veo lo que me dice, lo acepto y mi amor hacia El crece más. Aprendamos a hacerlo así y, si no lo hacemos así, es que estamos murmurando.
¿He difamado, es decir, he dicho cosas negativas de los demás que son falsas, bien porque exagere lo que digo o porque no me cercioro y aseguro de la veracidad de lo que escucho sobre los otros y “alegremente” lo suelto sin más? CUANTO DAÑO HACE LA LENGUA, NUESTRA LENGUA. Ya leemos en la epístola del apóstol Santiago que “la lengua ningún hombre es capaz de domarla: es dañina e inquieta, cargada de veneno mortal; con ella bendecimos al que es Señor y Padre; con ella maldecimos a los hombres creados a semejanza de Dios; de la misma boca salen bendiciones y maldiciones”. “Todos faltamos a menudo, y si hay alguno que no falte en el hablar, es un hombre perfecto, capaz de tener a raya a su persona entera”.
¿Soy una persona mal hablada con frecuentes tacos, con blasfemias, con palabras soeces o hirientes (“cada día te pareces más a tu madre…”, “cállate, gorda…”); buscando siempre el insulto, el dejar mal a los otros, el decir la palabra graciosa, aunque sea a costa de los demás?
¿He mentido a alguna persona, a mi familia, en el trabajo para no quedar mal, por aprovecharme de otros, por venganza, etc.? ¿He dicho medias verdades por las mismas motivaciones? Cuando Jesús fue condenado a muerte por los judíos del Sanedrín, para ello utilizaron sus propias palabras. Le preguntaron si El era el Hijo de Dios y Jesús contestó que sí, que lo era. Y esto le ocasionó su muerte. Podía haber dicho una mentira piadosa. Total esa mentira piadosa le hubiera permitido vivir más años, curar a muchos enfermos, hacer muchos milagros, enseñar mejor a los apóstoles, asentar mejor la Iglesia que quería fundar, anunciar mejor el mensaje de Dios Padre. Pero no, El dijo siempre la verdad, aún a costa de ser muerto, aún a costa del fracaso de su misión entre nosotros. Y su verdad le llevó a la cruz, y esta cruz, fracaso entonces, es salvación para todos nosotros.
¿He sido impaciente con los demás y conmigo mismo? El impaciente es aquél que no tiene paz en su corazón y por eso “salta” con frecuencia. Estoy impaciente cuando no soy capaz de esperar con sosiego y tranquilidad que llegue el ascensor al que he llamado, a que el semáforo se ponga en verde, a que te atiendan en el médico, o que atienden en el supermercado a la persona que está por delante de mí. Estoy impaciente cuando no me pongo en el lugar de los otros y quiero que ellos hagan las cosas como yo las hago y en el tiempo en que yo las hago. No aguanto los fallos de los demás, pero los míos propios… tampoco.
¿He tenido ira, rabia, enfados hacia alguna persona (familiar, amigo, en el trabajo, etc.), y he manifestado esta ira externamente con expresiones hirientes o soeces, con voces, o incluso también en mi interior?
¿Tengo rencor hacia alguna persona, de tal modo que no hablo con esa persona, ni la perdono de ningún modo y, cuando la veo o surge una conversación sobre ella, siempre se nota mi inquina contra ella? ¿Llevo mi “agenda” de los agravios que me han hecho los demás y las fechas en que me las han hecho y ante quien me las han hecho? ¿Hay alguien a quién no salude ni tenga intención de hacerlo? ¿Soy una persona vengativa; las cosas que me han hecho las tengo bien guardadas y presentes, y ante la más pequeña oportunidad se las "restriego" en la cara o suelto mi "veneno" ante otras personas?
¿He tenido pereza para levantarme, para acostarme, para hacer los estudios, el trabajo, mis oraciones, asistencia a la Misa, etc.? Perezoso es aquel que hace las cosas que le gustan, y las que no, las va dejando siempre de lado: el cesto de la plancha, los azulejos, tareas en el trabajo, escribir cartas, visitar a personas, enfermos. Con frecuencia la pereza va asociada al egoísmo, pues saco tiempo para las cosas que me gustan y me interesan, pero las otras cosas quedan las más de las veces sin hacer o a medio hacer.
¿He perdido el tiempo? Tenía diversas cosas que hacer y las he ido dejando de lado para hacer lo que me gusta: ver la Tv, hablar por teléfono, leer una novela, dar la lengua con alguien… y mientras tanto las cosas sin hacer.
¿He tenido gula, es decir, me dominan las apetencias y los gustos por encima de mi voluntad: domina el dulce sobre mi voluntad, domina el alcohol sobre mi voluntad, domina el café sobre mi voluntad, domina el tabaco sobre mi voluntad…? Seguramente que en muchas ocasiones pensamos como el gallego: “perdono o mal que me fai, por o ben que me sabe”. Tengo gula cuando como entre horas por el simple hecho de picar, o como nada más de lo que me gusta, o no como jamás lo que no me gusta, o protesto por la comida, o como o bebo con ansia, etc.?
¿He sido egoísta en el trato con los demás preocupándome tan solo de lo que me venía bien a mí, pasando o dejando de lado las necesidades de los otros? ¿Soy de los que cojo el mando de la TV y no lo suelto en modo alguno, y todo el mundo tiene que ver el programa que a mí me gusta? ¿Al sentarme en el coche o en casa escojo el mejor puesto… sin pensar en los otros? ¿Pienso en los otros, en lo que les gusta a los otros, en lo que les viene bien a los otros, o nada más me veo a mí mismo y mis apetencias y mis necesidades?
¿He faltado a la pobreza cristiana con gastos superfluos en cosas que no son del todo necesarias (ropas, tabaco, cafés, revistas, consumiciones, CD, bisutería, viajes, etc.)? ¿Compro cosas baratas que no necesito o que ya poseo más que suficientemente? Al comprar pregunto a mi gusto, a los demás… ¿y a Dios? Porque El tendrá algo que decir, sobre todo si me confieso cristiano y deseo que su Voluntad se cumpla en mí. Un cristiano no puede caer en el consumismo igual que otra persona que le dé igual vivir en su Santa Voluntad o no. ¿Tengo codicia y ansío poseer cosas materiales? ¿Doy limosnas a la Iglesia o a ONGs o a familias necesitadas (es bueno aquí comparar cuánto gasto para mí al mes y cuánto doy en limosnas para los demás al mes; se verá que la diferencia es mucha)? La limosna es lo que yo llamo el dinero de Dios. Es suyo y yo he de administrarlo según su Voluntad y no según mi capricho. El dinero de la limosna nunca puede quedarse en mi bolsillo. Si no lo doy yo directamente, entonces debo de buscar a organizaciones o personas que busquen donde entregarlo y que conocen mejor que yo diversas necesidades de otros hombres. ¿Tengo mi corazón pegado a cosas mías (coche, ropa, objetos), personas, opiniones, mi físico, etc.? Para entender la pobreza cristiana se ha de partir de que sólo Dios es nuestra riqueza, porque es lo totalmente Absoluto, lo demás es relativo (Mt. 10, 37). ¿He robado, es decir, me ha apropiado de cosas que no son mías? Me apropio de cosas que no son mías, robo, cuando en el hospital en el que trabajo cojo tiritas, esparadrapos, tijeras... y lo llevo para mi casa o para mis familiares. Robo cuando en el colegio donde trabajo cojo hojas, bolígrafos... y los llevo para mi casa. Robo en el trabajo llegando tarde y saliendo temprano. Robo en el trabajo al no pagar lo justo y debido a mis empleados y no reconocerles sus derechos. El hecho de que lo hagan los demás no quiere decir que está justificado que lo haga yo.
¿He sido desobediente en mi casa, con mi familia, con Dios, con la Iglesia, con mi director espiritual, con las normas de tráfico, con las cosas que me piden muchas veces por favor; y soy más bien de los que siempre hace lo que les da "la realísima gana"? La obediencia no es simplemente hacer sin más lo que me digan o me pidan, también hay que mirar el modo y las maneras en que lo hago. Por ejemplo, si realizo las cosas que se me piden pero con protestas, interiores o exteriores, entonces no estoy obedeciendo. Yo nunca he visto ni he leído que, cuando Dios Padre indicó a su Hijo que fura a la Cruz, por el perdón de los pecados de los hombres, Jesús obedeciera pero diciendo: “¡Vaya, hombre! ¡Siempre me toca a mí!” ¿A quién tengo que obedecer yo? Pues en primer lugar a Dios, a mis padres, a mis hijos, a mi marido, a mi mujer...
¿He faltado a la castidad con pensamientos, deseos, miradas, actos impuros (solo o acompañado); he respetado mi cuerpo y el de los demás por ser Templo del Espíritu de Dios, me he mantenido alejado de aquello que me tentara en este punto como TV, revistas, conversaciones, etc.?
¿He tenido el pecado de la vanidad de tal manera que estoy demasiado pendiente de mi aspecto físico, de la moda, y al final soy un esclavo de ello? Hay personas que son incapaces de salir desconjuntadas de casa o de no salir a la calle con prendas que no son de marca. Hay personas que visten o se acicalan de una determinada manera, pero no por convencimiento o gusto propio, sino por obtener el parabién de la gente con la que están.
¿He tenido soberbia al considerarme superior a otros, al considerarme inferior y esto me hacía sufrir, puesto que no me acepto tal y como soy? ¿Me ando siempre quejando de la sociedad, de los demás, de mí mismo? ¿"Engordo" cuando los demás hablan bien de mí, y me entretengo después pensando y "repensando" lo que se dijo bueno de mí? ¿Me enfada el que los demás hablen mal de mí, sea mentira o verdad, y "despotrico" contra ellos y busco rápidamente el justificarme? ¿Me cuesta admitir mis errores? ¿Me cuesta pedir perdón? ¿Hago o dejo de hacer cosas, digo o dejo de decir cosas por el qué dirá la gente, de tal manera que soy un esclavo de lo que piensen los demás? Veamos algunos de los frutos de la soberbia: En las relaciones con el prójimo, el amor propio y la soberbia nos hace susceptibles, inflexibles, impacientes, exagerados en la afirmación del propio yo y de los propios derechos, fríos, indiferentes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Nos deleita en hablar de las propias acciones, de las luces y experiencias interiores, de las dificultades, de los sufrimientos, aun sin necesidad de hacerlo. En las prácticas de piedad nos complace en mirar a los demás, observarlos y juzgarlos; nos inclinamos a compararnos y a creernos mejor que ellos, a verles defectos solamente y negarles las buenas cualidades, a atribuirles deseos e intenciones poco nobles, llegando incluso a desearles el mal. El amor propio y la soberbia hacen que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, insultados o postergados, o no nos vemos considerados, estimados y obsequiados como esperábamos.
¿He faltado en el amor al prójimo hacia los enfermos, ancianos, familiares, marginados, etc.? ¿Tengo verdadera preocupación por las necesidades materiales, morales y espirituales de las personas que me rodean, de la gente que vive en Asturias, en España, en Europa, en el mundo? ¿Considero a las demás personas como hermanos míos al ser hijos todos del mismo Padre?
¿He tenido falta de confianza en Dios buscando yo siempre el encontrar solución a todo y rápida; y cuando no salía tal y como era mi deseo me enfadaba con Dios o me descorazonaba con El? No tengo confianza en Dios cuando las cosas positivas o negativas que me suceden me afectan sobremanera. No quiere decir con esto que tengamos que ser insensibles a las circunstancias que acontecen a nuestro alrededor, pero sí es cierto que nuestra seguridad total está en Dios y no tanto en que las cosas me salgan bien o mal.
¿He dejado mis oraciones de lado, o las he hecho con rutina y sequedad? ¿He sido fiel a lo que el Señor me iba mostrando o pidiendo en ellas?
¿He faltado a la Misa de los domingos, o he asistido a ella con rutina, falta de fervor, de mala gana y distracciones?
¿He realizado alguna lectura espiritual para alimentar mi ser y abrirme a otras experiencias y a otros horizontes que puedan acercarme más a Dios?
Se podían sacar muchas más cosas, pero de momento yo creo que con esto vale para tener una guía más o menos exhaustiva.

Domingo I de Cuaresma (B)

1-3-2009 DOMINGO I CUARESMA (B)
Gn. 9, 8-15; Sal. 24; 1 Pe. 3, 18-22; Mc. 1, 12-15
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Queridos hermanos:
- El inicio del evangelio que acabamos de escuchar dice así: “el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían”. En este pequeño y bello texto están contenidos los significados fundamentales del tiempo de Cuaresma que hemos iniciado el Miércoles de Ceniza. Hemos de mirarnos en el espejo de Jesús para transitar por su camino, para pisar sus mismas huellas. En efecto, es el Espíritu de Dios quien nos empuja amablemente hacia el desierto, hacia este tiempo de Cuaresma. Esta no es creación de hombres, sino de Dios. Dios nos regala estos cuarenta días, hasta el 5 de abril. ¿Y qué sucede en el desierto, en la Cuaresma? Se nos dice en el evangelio de hoy:
1) En esta Cuaresma somos tentados por Satanás para que pequemos contra nuestro Dios. Somos tentados por Satanás, el cual procura quitarnos la paz, la esperanza, la fe, el amor, la ilusión, la alegría del Señor. Somos tentados por Satanás para que pongamos, en lugar de Dios, otros dioses y otras seguridades.
2) En esta Cuaresma viviremos entre alimañas, o sea, entre sufrimientos físicos o morales, entre alegrías banales, entre ruidos y prisas, entre miles de razones para ocuparnos de cosas sin importancia. Y todo esto pueden ser las “alimañas”, que procurarán distraernos del Señor. Entendía muy bien esto Sta. Teresa de Jesús, quien cantaba y hacía cantar a sus monjas: “Vea quien quisiera rosas y jazmines, que, si yo te viere, veré mil jardines. No quiero contentos, mi Jesús ausente, que todo es tormento a quien esto siente. Sólo me sustente tu amor y deseo. Véante mis ojos, muérame yo luego”.
3) En esta Cuaresma los ángeles nos sirven. No sólo experimentamos en la Cuaresma a Satanás y a sus “alimañas”; también experimentamos los consuelos y auxilios de Dios a través de sus santos ángeles y de sus consolaciones. Experimentamos a Dios a través de su Palabra que nos acompaña, de los sacramentos y de la ayuda de los hermanos en la Iglesia de Dios.
- El Espíritu nos empuja hacia la Cuaresma, que es tiempo de abrir todas nuestras casas sucias y oscuras, dejando pasar al viento del Espíritu para que las limpie y que entre todo el sol de Dios. La Cuaresma es tiempo para escuchar la Palabra poderosa de Dios que rasgue los escudos y castillos que nos aíslan de Dios y de nuestros hermanos. La Cuaresma es invitación al silencio de los ruidos exteriores e interiores para escuchar al único que tiene Palabras de Vida y Palabras Eternas. La Cuaresma es dejarse penetrar por el Jesús manso y humilde de corazón para que nos contagie y nuestras entrañas sean de piedad y de misericordia para con los demás. La Cuaresma es salir al encuentro del hermano y ponernos a su servicio enseguida, pues en él descubrimos el rostro de Cristo. La Cuaresma es aprender a vivir despojado de tantas cosas superfluas, que nos pesan y nos hacen daño y, además, así podremos compartirlas con otros hermanos nuestros. La Cuaresma es aceptar al otro, con sus valores y limitaciones y, aceptándolo, aprender a amarlo, pero no desde el corazón (pues esto es tantas veces imposible), sino desde la fe y desde Dios. La Cuaresma es aceptarnos a nosotros mismos, con nuestros valores y limitaciones, y con nuestra historia personal, pasada y presente. La Cuaresma es aceptar los acontecimientos de cada día, lo bello y lo feo, lo bueno y lo desagradable, lo fácil y lo difícil, los éxitos y los fracasos, las alabanzas y los insultos, la consolación espiritual y la sequedad. La Cuaresma es vivificar, no matar, llenar la vida de frutos de justicia y caridad. En definitiva, la Cuaresma es convertirnos de un hombre pecador en un hombre santo.
- ¿Cómo hemos de hacer para vivir esto, para superar estos cuarenta días de Cuaresma, para ser dóciles al Espíritu y no sucumbir a las tentaciones de Satanás y a los ataques de las “alimañas”? Cristo Jesús nos propone unos medios. Son los mismos que El utilizó, y viene expuestos en el evangelio que escuchamos el Miércoles de Ceniza: ayuno, limosna y oración. El primero nos libra de nuestros impulsos y esclavitudes. El segundo nos abre a las necesidades de los demás. Y el tercero nos abre a Dios. Vamos a explicar un poco más estos medios. Cada uno tendrá que adaptarlos a su persona y a sus circunstancias. En realidad, os estoy indicando que hagáis un plan para la Cuaresma. Mejor proponerse poco y cumplirlo, que llenarse de propósitos que quedan en el papel o en la mente.
1) El ayuno cristiano no tiene como finalidad adelgazar, sino domi­nar nuestras pasiones, nuestros gustos y apetencias. Es el domi­nio de nosotros mismos para estar completamente disponibles para Dios. No es mi cuerpo el que me ha de dominar, sino yo el que he de dominar a mi cuerpo, y después mi voluntad la pondré en manos del Padre para que haga de mí lo que quiera. Con el ayuno cumplimos el mandato de Jesús “Y dirigiéndose a todos, dijo: ‘El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará’” (Lc. 9, 23-24). También San Pablo escribía: "Cada atleta se impone en todo una disciplina; ellos para ganar una corona que se marchita, nosotros una que no se marchi­ta...; boxeo de esa manera, no dando golpes al aire; nada de eso, mis golpes van a mi cuerpo y lo obligo a que me sirva" (1 Co. 9, 25.27). Podemos ayunar de comida, pero también de bebidas, de TV, de café, de tabaco, de dulces, etc. Una advertencia: Tened cuidado con el ayuno no os sirva para crecer en soberbia. Si conseguimos ayunar, es por puro don y gracia de Dios.
El ayuno sólo obliga el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, y desde los 18 hasta los 59 años. La abstinencia de comer carne en España obliga los viernes de Cuaresma desde los 14 años hasta la muerte. Si a alguno le parece una tontería no comer carne, por favor, que lo haga y así será dócil, obediente y humilde al Señor. Más quiere el Señor nuestra obediencia y humildad que todos los sacrificios. Por eso, haremos lo uno… y lo otro. Así se comportaron los santos y así hemos de hacerlo nosotros.
2) La limosna, que consigue que nuestra atención se vuelva a los hermanos, sobre todo hacia los más necesitados. La limosna de nuestros bienes, de nuestras cosas, de nuestro tiempo, de nuestro cariño... "No serás una buena cristiana si el dolor de la gente que te rodea te es indiferente", decía un cura asturiano a una feligresa suya. Este cura ya ha fallecido, pero esta señora tiene grabado en su corazón el mensaje que le fue dado. Recordad las palabras de San Juan: "Nadie puede amar a Dios a quien no ve, si no ama a los hermanos a los que ve".
3) La oración, que hace que nos volquemos en Dios. De este modo iremos consiguiendo el mandamiento principal y primero de Jesús: "amarás a Dios con toda tu mente, con toda tu alma, con todo tu cuerpo, con todas tus fuerzas, con todo tu ser." El amor a Dios y el amor de Dios nos plenifica y nos hace felices. La oración es el medio por el cual Dios se comunica con nosotros y nosotros con Dios. Cuando Jesús fue empujado por el Espíritu al desierto, Dios se comunica con nosotros,a de Dios.oberbia. props. El segundo nos abre a las necesiddades año.os que nos aislan de Dios y la razón fundamental fue para orar. En mi vida de cada día tengo tiempo para todo, para trabajar, para comer, para dormir, para ver TV, para los amigos, y ¿para Dios? Pues bien, en esta Cuaresma Cristo nos por pide mayor tiempo de ora­ción (hay un seminarista que en Cuaresma, en vez de a las 7, se levanta a las 6 de la mañana y hace oración desde esa hora. Hay obreros que ponen por la mañana un cuarto de hora antes el despertador para poder comunicarse con Dios Padre).
Termino con un consejo que daba Jesús en el evangelio del Miércoles de Ceniza ante el ayuno, la limosna y la oración: Cuando ayunemos, cuando oremos, cuando demos limosna –nos decía Jesús- que no sepa nuestra mano izquierda lo que hace la derecha, sino nuestro Padre del Cielo, “y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará”.

Domingo VII del Tiempo Ordinario (B)

22-2-2009 DOMINGO VII TIEMPO ORDINARIO (B)
Is. 43, 18-19.21-22.24b-25; Sal. 40; 2 Co. 1, 18-22; Mc. 2, 1-12

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Queridos hermanos:
En las lecturas de hoy se nos habla de los pecados y culpas del hombre que Dios perdona. Aparece la figura de un Dios dadivoso, generoso, sin rencores y a la vez aparecen los hombres… que van a lo suyo, o por mejor decir, vamos a los nuestro.
- Fijaros en el evangelio. Tenemos a un paralítico y a cuatro familiares o amigos suyos que lo transportan. Hay un gentío tan grande que no pueden pasar. Se les ocurre subir al tejado y abrir un boquete para descolgar con cuerdas al paralítico y dejarlo ante Jesús. ¡Qué sorpresa la de Jesús y la de los otros que estaban allí! Seguro que a los dueños de la casa no les hizo gracia ver cómo les levantaban el tejado.
Pregunta del millón: ¿Para qué llevaron los cuatro al paralítico ante Jesús, subieron al tejado, hicieron un agujero y lo descolgaron…? Pues sí, para que Jesús lo curase, le devolviese el movimiento de los pies, de los brazos, de las piernas, de todo su cuerpo. ¿Para qué si no? Veamos cómo reacciona Jesús ante el paralítico: “Viendo Jesús la fe que tenían[1], le dijo al paralítico: -Hijo, tus pecados quedan perdonados.”
Reacción de los porteadores y del paralítico: ¿Qué hubiéramos respondido nosotros, siendo el paralítico o los porteadores, si yendo ante Jesús para que nos cure la parálisis, éste nos perdona los pecados? Le hubiéramos dicho: “Jesús, tú estás ya como los curas, o sea, respondes a preguntas que nadie te hace, das cosas que nadie necesitaba’. Le hubiéramos dicho que su perdón era una tomadura de pelo, que se dejara de tonterías y que curara a aquel hombre…, si es que podía.
Reacción de los letrados: Estos se enzarzan en una discusión teológica: si un hombre puede perdonar pecados (como bastantes cristianos de ahora que dicen que ellos se confiesan directamente con Dios). A los fariseos no les importaba el sufrimiento del paralítico, sino sólo el “problema” teológico.
Milagro de Jesús: Nos relata el evangelio que enseguida Jesús curó al hombre y que todos “se quedaron atónitos y daban gloria a Dios diciendo: -Nunca hemos visto una cosa igual”. Pero la gloria a Dios y la admiración provenían de la curación física, y no del perdón de los pecados. Por tanto, vemos que en el evangelio de hoy existen tres grupos de personas: 1º) el paralítico y sus porteadores, que sólo les importaba la curación; 2º) los letrados, a los que sólo preocupaba el problema teológico; 3º) el resto de la gente, que estaba de espectadores, como en un circo.
¿Por qué Jesús perdonó primero los pecados del paralítico, si él y sus porteadores lo que querían y buscaban era el milagro de la curación? Porque para Jesús el mayor mal que tenía el paralítico no era su enfermedad física, sino sus pecados. Jesús va a las raíces y no se queda en la superficie. Con demasiada frecuencia los hombres nos quedamos y nos perdemos en la superficie y dejamos lo importante…

- Fijaros ahora también en la primera lectura, que va en el mismo sentido: “Pero tú no me invocabas, Jacob; ni te esforzabas por mí, Israel […]; pero me avasallabas con tus pecados, y me cansabas con tus culpas. Yo, yo era quien por mi cuenta borraba tus crímenes y no me acordaba de tus pecados.” Aquí el profeta Isaías clama a ese pueblo de Israel que no invocaba a Dios ni se dirigía a El. Clama a ese pueblo que se esforzaba por tantas cosas inútiles, fútiles y perecederas, pero no se esforzaba por lo que valía de verdad…, por El. Ese pueblo que llenaba y rellenaba el rostro de Dios con pecado tras pecado, y El respondía (y responde) una y otra vez con perdón tras perdón, aunque nadie se lo pedía, aunque nadie se lo rogaba, aunque nadie se daba cuenta de dónde estaba el verdadero mal y sufrimiento del hombre, y no se daba cuenta de dónde estaba la verdadera felicidad del hombre.
[1] Cuando Jesús dice esto, es que observó su gran fe. Pero esta fe suya en Jesús se refería únicamente a la curación física, al milagro que esperaban que hicieran como él había hecho en otros momentos con otros enfermos.

Domingo VI del Tiempo Ordinario (B)

15-2-2009 DOMINGO VI TIEMPO ORDINARIO (B)
Lv. 13, 1-2.44-46; Sal. 31; 1 Co. 10, 31 - 11, 1; Mc. 1, 40-45
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Queridos hermanos:
- El otro domingo os hablaba del sufrimiento humano, por ejemplo, del hambre y también de la enfermedad. En las lecturas de hoy se nos habla de una enfermedad en concreto: de la lepra. Con esta expresión se debe englobar no sólo la lepra, tal y como hoy la conocemos, sino también cualquier enfermedad de la piel: soriasis, tiña, erupciones, tumores, eccemas… Igualmente se nos habla en las lecturas de cómo reacciona Jesús ante quien padece este mal.
¿En qué consiste la enfermedad de la lepra? La lepra es una dolencia propia de un país pobre y subdesarrollado, como sucedía en los tiempos de Jesús. Los leprosos eran enfermos incurables, abandonados a su suerte e incapacitados para ganarse el sustento. Vivían arrastrando su vida en la mendicidad, y experimentando casi a diario la miseria y el hambre. Jesús los encontraba constantemente en su ir y venir por Israel.
Quienes padecían la lepra o cualquier enfermedad de la piel veían cómo se extendía por su cuerpo todas esas manchas, eran unas manchas repugnantes para ellos y para los demás. Estos enfermos se sentían y se sabían sucios y repulsivos, de tal manera que todos les rehuían. No podían casarse, ni tener hijos, ni participar en las fiestas y peregrinaciones de los israelitas. No podían trabajar ni ganarse el sustento con el sudor de su frente, pues los frutos de sus trabajos estarían manchados y contagiarían a los demás: a los sanos. Los leprosos estaban condenados al abandono y al apartamiento total.
- En el Israel de Jesús, como hoy también he visto en tantas ocasiones, se vivía la enfermedad como un castigo de Dios. Y tantas veces como un castigo injusto: ‘¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora?’ Si Dios, que era el creador de la vida y de la Salud (con mayúsculas), les estaba retirando su espíritu, ello era señal de que Dios les estaba abandonado. Pero, ¿por qué? La enfermedad para un israelita era una maldición, un castigo de Dios por algún pecado. Por el contrario, la curación era vista como una bendición de Dios.
Los leprosos eran separados de la comunidad, no por temor al contagio, sino porque eran considerados impuros y podían contaminar de pecado a quienes pertenecían al pueblo de Dios. Por eso se entiende la orden del Antiguo Testamento que acabamos de leer: “Cuando alguno tenga una inflamación, una erupción o una mancha en la piel, y se le produzca la lepra, […] el sacerdote lo declarará impuro de lepra. El que haya sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: ‘¡Impuro, impuro!’ Mientras le dure la afección, seguirá impuro; vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento”. Para el israelita, que sólo entendía la vida integrado en una familia y en un grupo, esta exclusión significaba una auténtica tragedia. Abandonado por Dios y por los hombres, estigmatizados por los vecinos, excluidos de la convivencia, estos enfermos eran el sector más marginado de la sociedad. Los cojos, los ciegos, los mudos, los que tenían otras enfermedades podían entrar en los pueblos e incluso ser cuidados por sus familias y vivir con ellas, pero los leprosos no. Estos debían vivir solos, fuera de su familia, de su aldea y, cuando iban por los caminos, debían gritar: “Impuro, impuro”. Debían apartarse del camino cuando se acercaban otras gentes. No debían lavarse en las fuentes ni en los ríos que usaban los sanos, pues en caso contrario se exponían a morir apedreados. Podían lavarse y beber en charcos, o en pozos sólo por ellos usados. Los leprosos no se acercaban a la gente. Sus propios familiares, si les daban de comer, no les dejaban acercarse, sino que les tiraban la comida desde lejos o la dejaban sobre una piedra para que después ellos la cogiesen.
No podemos juzgar sin más aquellas gentes sanas desde nuestra perspectiva. Debemos ponernos en su lugar. La lepra era una enfermedad horrible: la piel se pudría, olía mal. Los miembros del cuerpo se desprendían. Se pensaba que la lepra era altamente contagiosa y no tenía cura. ¿Como protegerse? ¿Como proteger al resto de la comunidad? ¿Era razonable acercarse a un leproso y exponerse a la lepra? ‘Terminaré yo también leproso’, pensaban entonces. La única solución parecía consistir en apartar a los contaminados. No por odio, sino por necesidad de prevención.
- ¿Cuál era la reacción de Jesús ante los leprosos? Nos cuenta el evangelio que un leproso sí que se acercó a Jesús. El leproso sabe que puede ser apedreado. Pero en su corazón ha nacido un rayo de fe: ‘Jesús puede curarme’. El se daba cuenta que Jesús no iba a escapar, que Jesús no iba a tirarle piedras. Por eso, se acercó a Jesús, “suplicándole de rodillas: ‘Si quieres, puedes limpiarme’”. (Actitud humilde, de súplica, y palabras de petición y de confianza). Es cuando sufrimos miserias, cuando sabemos que solos no podemos, es cuando más nos abrimos a la misericordia de Jesús.
Y entonces Jesús hizo algo escandaloso para aquel tiempo y para la gente que lo vio: Jesús “sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Quiero: queda limpio’. La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio”. Jesús manifiesta en esta acción la misericordia de Dios. No sólo enseña verdades valiosas, sino que El tiene también el poder infinito para restaurar al hombre. Jesús es Dios que ha venido a salvarnos.
Pero este evangelio contiene hoy y siempre varios mensajes para todos nosotros:
* Nosotros somos ese leproso. Nuestra lepra es una lepra espiritual, es decir, nuestro pecado que nos causa una corrupción mucho más grave que la lepra física.
* Jesús se acerca a nosotros, si hace falta se arrodilla ante nosotros y nos suplica. Jesús nos toca y no teme ensuciarse con nuestras impurezas. No siente repugnancia por nuestras erupciones o malos olores. Jesús permite que le toquemos, que bebamos de su vaso, que comamos en su plato y con su cuchara. Jesús nos acoge en su casa y nos hace la cama con sus sábanas; las mismas que El utilizará después. Jesús nos cura y nos sana.
* Tras la curación, Jesús nos envía a llevar su amor a otros hermanos “leprosos”, para que nosotros seamos su presencia, tocando a otros en su nombre con la misma misericordia y pureza que El lo hizo. ¿Qué leprosos nos necesitan? Personas marginadas, rechazadas, faltas de cariño, de presencia amigable y de escucha atenta; quizás pecadores que necesiten alguien que les ayude a encontrar el camino... Es un riesgo muy grande tocarlos. Te puedes contaminar. Puede que no te comprendan…
* Pidamos ahora mismo a Jesús la gracia de vernos y sentirnos leprosos a los ojos de Dios. Pidamos la humildad necesaria para acercarnos a Jesús o para permitir que El se acerque a nosotros. Pidamos, como el leproso del evangelio: “Si quieres, puedes limpiarme”. Pidamos a Jesús que El nos toque, que nos diga: “Quiero: queda limpio”. Pidamos a Jesús que sepamos ser sus discípulos y que sepamos extender su misericordia a otros hermanos nuestros.