Domingo V de Pascua

6-5-2007 DOMINGO V DE PASCUA (C)
Hch. 14, 21b-26; Slm. 144; Ap. 21, 1-5a; Jn. 13, 31-33a.34-35
Queridos hermanos:
Supongo que ya os habéis dado cuenta que, desde el domingo de Pascua, como primera lectura en los domingos, leemos trozos del libro de los Hechos de los Apóstoles. En este libro, escrito por S. Lucas, se nos narra la vida de los primeros cristianos, la vida de la Iglesia primitiva. Y es que la Iglesia de Dios surge y empieza a crecer desde la muerte y resurrección de Cristo. Veamos algunas características de esta Iglesia:
- La Iglesia es una comunidad de hombres y de mujeres. La Iglesia no está formada por ángeles, ni por gente sin pecados. En ella hay hombres y mujeres, corrientes y molientes, con sus defectos y sus virtudes, con sus luchas y con sus caídas, con sus victorias y con sus logros, con sus dolores y alegrías. En la Iglesia hay ancianos y niños, adultos y adolescentes, maduros e inmaduros… Alemanes y españoles, vascos y castellanos, andaluces y catalanes, nigerianos y estadounidenses, ricos y pobres, sanos y enfermos, casados y solteros… Yo había leído que la Iglesia era católica, es decir, universal, pero esto lo experimenté cuando fui a estudiar a Roma y veía gentes en las celebraciones con el Papa de todos los colores y culturas.
Hemos de darnos cuenta que la Iglesia no es simplemente un grupo o conjunto de hombres y mujeres. La Iglesia es una comunidad, es decir, la común-unión de hombres y mujeres entrelazados entre sí de una manera misteriosa, pero real. Fijaros en este templo: hay personas a las que no conocemos; hay personas que vienen a esta Misa, porque están de paso por Oviedo; hay personas que vivimos en la misma ciudad de Oviedo, pero no nos conocemos o no nos tratamos. Sin embargo, todos estamos unidos entre nosotros. ¿No lo percibís? ¿No percibís que los que nos reunimos en esta Misa de once formamos una comunidad, una familia? Pues esto es lo que se llama tener una experiencia de Iglesia, y de una Iglesia viva.
- La Iglesia es una comunidad unida en la fe y por la fe. ¿Qué es lo que hace que los hombres y mujeres sintamos y vivamos esta común-unión dentro de la Iglesia? Es la fe en Jesús; la fe en nuestro Amado Dios y Señor. Cuando alguien se siente alcanzado por Dios con su gracia, enseguida surge la respuesta del hombre. La respuesta del hombre es la fe. ¿Recordáis al chico del que os hablaba el domingo pasado, que quería casarse por la Iglesia por su novia creyente, pero que él no creía? Pues bien, este chico se sintió alcanzado por Dios en su corazón y la fe brotó de su interior. Ahora se siente unido a su novia de una forma que no lo estaba antes. Antes la amaba, la deseaba, tenían aficiones comunes, lo pasaban bien juntos en los mismos lugares…, pero ahora hay un aspecto más que los une: la misma fe. Y es que la fe puede unir más que la sangre, más que las aficiones, más que la profesión, más que el cariño meramente humano… La misma y única fe en Cristo Jesús hace que hombres y mujeres muy distintos entre nosotros formemos una comunidad. Es nuestra fe quien nos une, pero sobre todo es la gracia de Dios la que nos une a través de nuestra fe en El.
- La Iglesia es la esposa de Dios. Fijaros cómo describe S. Juan en el Apocalipsis a la Iglesia y lo que Dios hace con esta Iglesia, es decir, con esta comunidad de creyentes, con todos y cada uno de ellos: "Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva... Vi la ciudad santa... que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y escuché una voz potente que decía desde el trono: -Esta es la morada de Dios con los hombres... Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor". Dios mima a su Iglesia como una madre mima a su bebe, como un novio tiene detalles de delicadeza con su novia.
- La Iglesia es una comunidad organizada. Cuando Cristo Jesús asciende al cielo y deja solos a los discípulos, surge enseguida una organización dentro de la comunidad: hay quienes predican y rigen la comunidad, como los apóstoles; hay quienes sirven y predican en la comunidad, como los diáconos (Felipe y Esteban); hay quienes hacen obras de caridad y repartía limosnas, como Tabita; hay quienes se dedican a la oración y tienen visiones de Dios, como Ananías, el que curó a Pablo de su ceguera; hay quienes están al frente de las comunidades que van surgiendo, como los episcopoi (obispos) y los presbíteros (de estos últimos se nos habla en la primera lectura de hoy);… S. Pablo ya escribía en sus cartas algunas de las cualidades que debían tener los ministros sagrados: “Es, pues, necesario que el epíscopo sea irreprensible, casado una sola vez, sobrio, sensato, educado, hospitalario, apto para enseñar, ni bebedor ni violento, sino moderado, enemigo de pendencias, desprendido del dinero, que gobierne bien su propia casa y mantenga sumisos a sus hijos con toda dignidad; pues si alguno no es capaz de gobernar su propia casa, ¿cómo podrá cuidar de la Iglesia de Dios? […] Es necesario también que tenga buena fama entre los de fuera, para que no caiga en descrédito y en las redes del Diablo. También los diáconos deben ser dignos, sin doblez, no dados a beber mucho vino ni a negocios sucios; que guarden el Misterio de la fe con una conciencia pura […] Los diáconos sean casados una sola vez y gobiernen bien a sus hijos y su propia casa” (1 Tm 3, 2-13).
- La Iglesia está impregnada de amor. Cuando la Iglesia es auténtica comunidad de fe en el mismo Dios, Creador y Salvador nuestro, surge inmediatamente el amor. Amor hacia Dios, pero amor también entre los creyentes. Por eso decía Cristo en el evangelio de hoy: "La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros". No amor de boquilla, sino amor concreto: que nos hace llorar con el que llora y reír con el que ríe; que nos hace compartir las penas y las alegrías, los bienes materiales y las necesidades espirituales, morales o materiales; que nos hace escuchar al que necesita hablar y acompañar al que se siente solo. Recuerdo un domingo de 1988, creo que era el 10 de junio. Estaba yo de cura en Taramundi y, después de celebrar las Misas en las parroquias, un matrimonio mayor de la villa de Taramundi me invitó a comer y en la sobremesa jugábamos a las cartas. Nos reíamos y lo estábamos pasando muy bien. En esto, hacia las 7 de la tarde, me vinieron a buscar el médico y el juez de paz. Resultó que un chico, de unos 26 años, se había ahorcado en una de mis parroquias y quisieron que los acompañara. Fuimos los tres a buscar al padre del chico y al hermano pequeño. Encontramos el cadáver aún colgado. No se podía mover nada hasta que el médico y el juez de paz dieran la orden. El chico llevaba desaparecido desde las 10 de esa mañana, le echaron de menos a la hora de comer, le salieron a buscar y le encontraron como a las 5 ó 6 de la tarde. Tenía la cuerda bien incrustada en su cuello, los labios llenos de saliva, pero ya verde y con moscas entre sus labios. Entre el padre, el hermano pequeño y yo lo descolgamos. Lo metimos en un Land Rover y las piernas sobresalían por detrás, pero no se doblaban por la rigidez de la muerte. Lo más terrible, sin embargo, fue cuando metimos al chico en la casa y la madre lo vio. Allí estaban acompañándola varias mujeres; mujeres cristianas que habíamos estado celebrando la Misa por la mañana. Acompañaban a esta madre desconsolada. Cuando regresé a Taramundi, el matrimonio mayor me esperaba para que siguiera jugando con ellos a las cartas, pues rara vez tenían visita y mucho menos al cura para que echara “unas manos” a las cartas con ellos. Amor concreto que comparte las penas y las alegrías

Domingo IV de Pascua

29-4-2007 DOMINGO IV DE PASCUA (C)
Hch. 13, 14.43-52; Slm. 99; Ap. 7, 9.14b-17; Jn. 10, 27-30
Queridos hermanos:
En este IV domingo de Pascua se celebra a Jesús, el Buen Pastor. Demos gracias a Dios por todas las personas que El ha puesto a lo largo de nuestra vida como guías, maestros, educadores y pastores: por nuestros padres y familiares, por los profesores y vecinos, por los catequistas y sacerdotes, por tantas personas que nos han hecho tanto bien y, sin los cuales, nuestra vida no sería como es, ni nosotros seríamos como somos.
Como leíamos el otro domingo, Jesús le preguntó por tres veces a Pedro si lo amaba, si lo quería, y Pedro decía que sí. A cada una de las respuestas de Pedro Jesús le decía: “Apacienta mis ovejas.” Y es que el amor a Dios no debe quedar encerrado en nosotros mismos, sino que nos debe llevar a amar y cuidar de nuestros hermanos los hombres, los cristianos… “Apacienta mis ovejas.”
Esta tarea de apacentar las ovejas de Jesús es tarea de todos y cada uno de nosotros, los creyentes en Jesús. Porque todos nosotros tenemos el sacerdocio real por haber sido bautizados. Nuestras cabezas han sido ungidas con el santo crisma y por ello todo nuestro ser está consagrado, o sea, dedicado y reservado por entero a Dios y para Dios.
Entre los cristianos, los cuales tenemos el sacerdocio real, hay algunos elegidos por Dios para desempeñar el sacerdocio ministerial (ministerio quiere decir “servicio”). Me estoy refiriendo a los presbíteros, a los curas. Cristo Jesús toma nuestros labios y predica su Palabra Divina. El toma nuestras manos y perdona los pecados. El toma nuestras manos y consagra su Cuerpo y su Sangre, que sirven como alimento para los creyentes. Jesús toma posesión de todos y cada uno de los sacerdotes ministros (=servidores) para actuar en ellos y a través de ellos. Por eso, no es el cura el que predica, sino que lo hace en nombre de Cristo Jesús. No es el cura el que perdona, sino que es el mismo Cristo Jesús quien lo hace. No es el cura el que consagra el pan y el vino, sino que es el mismo Jesús quien convierte el alimento humano en Alimento Divino. Los sacerdotes ministros (=servidores) tenemos que desaparecer, vaciarnos de nosotros mismos para ser poseídos por El, el único Sacerdote, el único y auténtico Mediador entre Dios y los hombres.
El miércoles me llamó por teléfono un chico. Este quiere casarse. Se va a casar por la Iglesia, aunque a él le bastaría hacerlo por lo civil. Pero es que su novia es creyente y quiere hacerlo sacramentalmente. Me vinieron a ver los dos hace mes y medio para preguntarme si podían casarse por la Iglesia, ya que él no es creyente, a pesar de estar bautizado. Les dije que sí podían hacerlo, pero que él tenía firmar en el expediente matrimonial que no era creyente; además, tenía que firmar un documento por el que aceptaba la doctrina católica sobre el matrimonio (la fidelidad, la indisolubilidad y el tener hijos); también le dije que debía firmar que iba a permitir a su mujer educar a los hijos en la fe católica y que le iba a permitir a ésta vivir su fe. Este chico dijo que aceptaba todo esto. Asimismo le dije que no podía comulgar en la ceremonia, y lo aceptó. Luego nos despedimos. Pues bien, repito que el chico me llamó el miércoles para decirme que había salido muy revuelto de nuestro encuentro, que se había dado cuenta que su falta de fe era más bien desidia y descuido, que quería luchar por recuperar su fe y que se había confesado el día anterior. Le costó mucho el decidirse, pero, al salir de la iglesia, sintió una paz y una tranquilidad en su interior como nunca había tenido. ¿De dónde le vino todo esto? Pues de la actuación de Cristo, Buen Pastor, a través del cura que le habló a él y a su novia por lo del expediente matrimonial, y a través del cura que lo confesó el miércoles. Su transformación no fue obra de los dos curas, que son “muy inteligentes”, sino de la acción de Jesús en su interior. Así, se cumplieron en él las palabras que acabamos de escuchar en la segunda lectura: “El Cordero que está delante del trono será su pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos.”
Hace un tiempo cayó en mis manos un escrito de un autor de la Edad Media, en el que describía cómo debía ser un sacerdote. Os lo transcribo:
“Debe ser muy grande y a la vez muy pequeño.
De espíritu noble, como si llevara sangre real, y sencillo como un labriego.
Héroe por haber triunfado de sí mismo y hombre que se negó a luchar contra Dios.
Fuente inagotable de santidad y pecador, a quien Dios perdonó.
Señor de sus propios deseos y servidor de los débiles y vacilantes.
Uno que jamás se doblegó ante los poderosos y se inclina, no obstante, ante los más pequeños.
Dócil discípulo de su maestro y caudillo de valerosos combatientes.
Pordiosero de manos suplicantes y mensajero que distribuye a manos llenas.
Animoso soldado en el campo de batalla y mano tierna en la cabecera del enfermo.
Anciano por la prudencia de sus consejos y niño por su confianza en los demás.
Alguien que aspira siempre a lo más alto y amante de lo más humilde.
Hecho para la alegría y acostumbrado al sufrimiento.
Transparente en sus pensamientos y sincero en sus palabras.”
Recemos por todos los sacerdotes ministros para que seamos fieles y dóciles al único, eterno y verdadero Sacerdote: Cristo Jesús.

Domingo III de Pascua (C)

22-4-2007 DOMINGO III DE PASCUA (C)

Hch. 5, 27b-32; Slm. 29; Ap. 5, 11-14; Jn. 21, 1-19
Queridos hermanos:
- Leemos en la última parte del evangelio de este domingo III de Pascua: “Dice Jesús a Simón Pedro: ‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?’ Le dice él: ‘Sí, Señor, tú sabes que te quiero.’ Le dice Jesús: ‘Apacienta mis corderos.’ Vuelve a decirle por segunda vez: ‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas?’ Le dice él: ‘Sí, Señor, tú sabes que te quiero.’ Le dice Jesús: ‘Apacienta mis ovejas.’ Le dice por tercera vez: ‘Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?’ Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: ‘¿Me quieres?’ y le dijo: ‘Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero.’ Le dice Jesús: ‘Apacienta mis ovejas.’” Fijaros que Jesús pregunta por tres veces a Pedro sobre su amor hacia El. ¿Por qué? Algunos dicen que, como Pedro había negado a Jesús tres veces antes de su muerte, ahora el Señor le dio la oportunidad de reparar aquella triple negación con una triple afirmación.
Las tres preguntas que le hace Jesús a Pedro son distintas, aunque son sobre lo mismo: el amor de Pedro hacia Jesús. En primer lugar pregunta Jesús: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” Es decir, ¿me amas a mí (Jesús) más que el resto de los discípulos? Pero, además, Pedro ¿me amas más a tu padre y a tu madre, más que a tu mujer e hijos, más que a tus amigos, más que a tus ilusiones y deseos, más que a tus posesiones (casas, dineros, ordenadores, CDs, DVDs, ropa…), títulos (de estudios, en el trabajo, ante los vecinos, ante la sociedad…), aficiones (Fernando Alonso, fútbol, juergas nocturnas y de fin de semana…), miedos, etc.? En segundo lugar pregunta Jesús a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” Ahora la pregunta no está planteada en términos comparativos. Simplemente Jesús le pregunta si lo ama. O sea, Pedro, ¿me amas por Mí mismo, me amas con Mi origen (pobre y sencillo) y con Mi destino (de pasión, de muerte, de desprecios, de trabajos), en Mi situación, con Mi manera de ser? ¿Me amas a Mí… cuando estoy resucitado, cuando me aplauden, cuando hago milagros? ¿Me amas a Mí… cuando soy insultado, escupido, vapuleado, puesto en ridículo, golpeado, flagelado y asesinado? ¿Me amas a Mí con todas mis circunstancias? ¿Me amas a Mí, simplemente a Mí? En tercer lugar Jesús pregunta a Pedro: “¿Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?” Jesús necesita sentirse, no sólo amado, sino también querido; no sólo querido, sino también amado. Jesús utiliza en el texto original dos palabras distintas (“¿me amas?”, “¿me quieres?”) para expresar la misma realidad: la del amor, pero utiliza los dos términos para abordar el amor desde todas las perspectivas posibles. Jesús pregunta con ansia a Pedro si de verdad le quiere.
A las dos primeras preguntas Pedro responde: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero.” Es decir, Pedro le dice a Jesús que sí le quiere más que nadie, y más a nada ni a nadie en este mundo. Además, Pedro le dice que El ya sabe que lo quiere. Cuando Jesús le pregunta, por tercera vez, si Pedro lo quiere, nos narra el evangelio lo siguiente: “Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: ‘¿Me quieres?’ y le dijo: ‘Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero.” Se entristece Pedro de que el Señor le pregunte por tercera vez, porque se le viene a la memoria las tres veces que lo negó, las veces que le falló a lo largo de los tres años que estuvieron juntos. Pero Pedro se mantiene firme y le contesta a Jesús que El lo sabe todo, que El sabe que de verdad lo quiere, y que eso no lo puede cambiar ningún pecado suyo pasado, presente o futuro. ¿Por qué digo lo de “futuro”? Pues porque me acuerdo ahora de la famosa leyenda del “Quo vadis, Domine?” Creo que la conocéis: cuando arreciaba la persecución de Nerón contra los cristianos. Muchos de éstos quisieron salvar a Pedro y le dijeron que se marchara de Roma para protegerse de la muerte. Pedro se dejó convencer y, huyendo de Roma por la famosa vía Apia, reconoció a Jesús que venía en dirección contraria, es decir, para entrar en Roma. Pedro le pregunta a Jesús: “Quo vadis, Domine?” (¿A dónde vas, Señor?) Y Jesús le contesta que va a Roma, a morir de nuevo crucificado, visto que Pedro abandonaba a Su rebaño. Pedro inmediatamente se da la vuelta, y huye de su propia huída, de su propia prudencia, de su propia cobardía y regresa a Roma siendo martirizado a los pocos días.
La vida de Pedro es la nuestra: llena de tantas caídas, cobardías, negaciones, búsquedas de nosotros mismos, egoísmos, iras, soberbia… y a la vez llena de tantas experiencias del amor incondicional de Jesús para con nosotros. Nosotros, como Pedro, hemos tocado el cielo y al Señor con nuestros dedos, y luego hemos embarrado en nuestros propios pecados esos dedos consagrados con el toque de Dios. Nosotros le hemos negado, y a la vez le hemos dicho a Jesús tantas veces que lo queríamos y que le queremos y que le amamos.
- Solamente desde esta experiencia del amor de Pedro hacia Jesús se puede entender lo que hemos escuchado en la primera lectura de este domingo. Dicen Pedro y los apóstoles en la primera lectura que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Sólo quien ama a Dios más que a nada ni a nadie puede obedecer a Dios antes que los hombres o antes que a su propio egoísmo. Nosotros, ¿a quién obedecemos primero, a Dios o a los hombres?..... Yo confieso que obedezco con muchísima frecuencia más a los hombres, a lo que me dice mi egoísmo, mi comodidad, a lo que me dice la sociedad, que a lo que me dice Dios. Entre otras cosas, porque es más cómodo y me produce más beneficios inmediatos obedecer a los hombres que a Dios.
El domingo pasado os hablaba en la homilía de la cobardía que tenemos los cristianos de ahora. Voy a leeros un testimonio de los primeros cristianos. Ellos morían y estaban dispuestos a morir simplemente por no dejar la Misa del domingo, en donde 1) escuchaban la Palabra de su Amado Jesús, en donde 2) comían y bebían el Cuerpo y la Sangre de su Amado Jesús, y en donde 3) se encontraban con otros hermanos que tenían su misma fe: "Victoria, la gloriosa testigo del Señor, dijo al procónsul Anulino: 'He asistido a las reuniones y he celebrado con los hermanos la Eucaristía dominical porque soy cristiana...' El procónsul dijo a Saturnino: 'Has actuado contra las prescripcio­nes de los emperadores y de los césares reuniendo a todas estas personas.' Y el presbítero Saturnino, inspirado por el Espíritu del Señor, respondió: 'Hemos celebrado la Eucaristía dominical sin preocuparnos para nada de ellos.' El procónsul preguntó: '¿Por qué?' Respondió: 'Porque la Eucaristía dominical no se puede dejar.' Volviéndose después a Emérito, el procónsul preguntó: '¿En tu casa ha habido reuniones contra el decreto de los emperado­res?' Emérito, lleno del Espíritu Santo, dijo: 'En mi casa hemos celebrado la Eucaristía dominical'. Y el procónsul le dijo: '¿Por qué les han permitido entrar?' Replicó: 'Porque son mis hermanos y no podría impedírselo.' Entonces respondió el procónsul: '¡Tú tenías el deber de impedírselo!' Y Emérito dijo: 'No habría podido porque nosotros, los cristianos, no podemos estar sin la Eucaristía dominical...' A Félix el procónsul le dijo así: 'No nos digas si eres cristiano. Solamente responde si has participado en las reunio­nes.' Pero Félix respondió: '¡Como si el cristiano pudiera exis­tir sin la Eucaristía dominical o la Eucaristía dominical pudiese existir sin el cristiano! ¿No sabes que el cristiano encuentra su fundamento en la Eucaristía dominical y la Eucaristía domini­cal en el cristiano, de tal manera que uno no puede subsistir sin el otro? Cuando escuches el nombre de cristiano, debes saber que él se reúne con los hermanos ante el Señor y cuando escuchas hablar de reuniones, debes de reconocer en ellas el nombre de cristiano... Nosotros hemos celebrado las reuniones con toda la solemnidad y siempre nos hemos reunido para la Eucaristía domini­cal y para leer las escrituras del Señor."

Domingo II de Pascua (C)

15-4-2007 DOMINGO II DE PASCUA (C)

Hch. 5, 12-16; Slm. 117; Ap. 1, 9-11a.12-13.17-19; Jn. 20, 19-31
Queridos hermanos:
- A finales del siglo XX el Papa Juan Pablo II instituyó el segundo domingo de Pascua como DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA. ¿De dónde viene esto? Una joven monja polaca, María Faustina Kowalska, que fue canonizada en abril de 2000, escribió un diario por indicación de su director espiritual en el que narraba las revelaciones que Cristo Jesús le hizo. Estamos hablando de 1930. Esta monja no tenía ni la EGB y falleció en 1938. Lo que ella escribió en el diario y que le fue revelado por Jesús no es nada nuevo: Dios es misericordioso y nos perdona, también nosotros debemos ser misericordiosos con los demás y perdonar. No importa lo grandes que hayan sido nuestras faltas, el mucho tiempo durante el cual hayamos pecado. Su misericordia es más grande que nuestros pecados y todos ellos han sido borrados por la sangre derramada por Cristo en la cruz.
- En este tiempo de Pascua celebramos que Cristo Jesús ha resucitado. La resurrección de Cristo significa su aceptación por el Padre. Este no lo ha abandonado, como podía pensarse durante su pasión y muerte de cruz. Dios ha acogido a su Hijo muerto y sacrificado por todos los hombres. La resurrección de Cristo significa el gran SI del Padre al Hijo: su respuesta de amor al amor del Hijo. Por eso, la resurrección de Cristo es el centro del mensaje evangélico. Como dice S. Pablo: “si Cristo no ha resucitado, tanto mi anuncio como vuestra fe carece de sentido […] Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido y seguís aún hundidos en vuestros pecados […] Si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más miserables de todos los hombres” (1 Co 15, 14.17.19). De este modo, la resurrección de Cristo conlleva: 1) nuestra propia resurrección y 2) el perdón irrevocable de todos nuestros pecados (los que hemos cometido hasta hoy, los que cometemos hoy, los que cometeremos hasta el día de nuestra muerte). La cruz ya no es un escándalo sin sentido; nuestra vida no es un inútil absurdo. La condición humana ha cambiado radicalmente.
- En el evangelio de hoy se nos habla de una aparición de Jesús a sus discípulos. En todas las apariciones de Jesús resucitado, narradas en los evangelios, hay algunos puntos esenciales y comunes:
1) Se parte de una situación humana de tristeza, de miedo y de incredulidad: María Magdalena está llorando; los discípulos de Emaús están tristes; los apóstoles, en el cenáculo, llenos de miedo; Sto. Tomás no cree en lo que le dicen los otros apóstoles…
2) Jesús se aparece y no es reconocido y, entonces, El interpela y pregunta. Jesús irrumpe en medio de las lágrimas, de la tristeza y del miedo preguntando: “¿Por qué lloras?”, a la Magdalena; “¿qué os pasa, a dónde vais?”, a los discípulos de Emaús.
3) Se produce la revelación de Cristo. Reconocen a Cristo. María Magdalena lo reconoce cuando El la llama; los discípulos de Emaús, al partir del pan; S. Juan, desde la barca del lago, al ver la pesca milagrosa, dice: “Es el Señor…”
4) Cristo da el encargo de una misión. La aparición nunca busca el consuelo para la persona a la que Jesús se aparece. El le da la misión de anunciar y compartir el gozo.
Veamos a continuación la aparición de Jesús a los apóstoles y a Sto. Tomás:
a) Se parte de una situación humana de miedo y de incredulidad. “Estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Cuando a Sto. Tomás se le dijo que se les había aparecido Jesús, aquél dice: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. También hoy Jesús se encuentra con cristianos encerrados en sus casas, en sus iglesias, en sí mismos… por miedo a los agnósticos, a los ateos, a los vecinos y familiares. Tenemos miedo de confesar nuestra fe, de que nos reconozcan como personas de fe o de Misa o de oración. Tenemos una fe vergonzante. También hoy Jesús se encuentra con cristianos tibios, con muchas dudas de fe, con pocas ganas de salir de esta apatía. Somos los cristianos comodones, miedosos y dubitativos: Nos da reparo hacer la señal de la cruz al pasar por delante de una iglesia, al entrar en un templo. Nos da reparo el bendecir la mesa al comer, cuando estamos en un bar o restaurante ante tanta gente desconocida. Nos da reparo y vergüenza hacer la genuflexión ante el sagrario. Nos da reparo y vergüenza defender el Vaticano, a la jerarquía de la Iglesia, la abstinencia de comer carne los viernes de Cuaresma… y todo aquello que huela a carca o no sea “política o culturalmente correcto”. Vemos normal el ir una semana a realizar un crucero al mar Egeo, pero no encontramos tiempo o nos da vergüenza hacer unos ejercicios espirituales o un retiro y el decirlo a nuestros familiares y conocidos.
b) Ante esta situación de miedo de los apóstoles y de incredulidad de Sto. Tomás, Jesús se presenta a éste y le dice: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. Sí, Jesús hoy también coge nuestro dedo y lo introduce, no en su bolsillo, ni entre sus labios, ni siquiera entre sus manos, sino en el agujero que los clavos dejaron en sus manos. Mete nuestro dedo en una parte de su cuerpo que le produce a El dolor, pero a nosotros nos confirma en la realidad de su dolor, pero también en la realidad de su amor por nosotros, ya que es capaz de no mirar su dolor (al reabrir su herida con nuestro dedo) con tal que nuestras dudas se disipen y percibamos su amor para con nosotros. Del mismo modo Jesús coge nuestra mano y la lleva a su costado abierto. Jesús no se preocupa de su sufrimiento, de sus necesidades, sino de nuestras necesidades, de nuestros miedos, incredulidades y dudas.
Todo esto (introducir nuestro dedo y nuestra mano en sus heridas) lo hace para que creamos. “Y no seas incrédulo, sino creyente”. Porque sabe que el que cree tiene otra forma de afrontar la vida distinta del que no cree. ¿Qué sería de nosotros sin fe, sin la certeza íntima de Su presencia, de Su amor, de Su ternura, de Sus detalles para con nosotros, de Su alegría y de Su fuerza? ¿Qué sería de nosotros sin El? Imaginemos por un instante nuestra vida sin la existencia de Dios. Pero los que creemos tenemos VIDA, según el evangelio de hoy: “Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.”
c) La respuesta de Sto. Tomás a las palabras de Jesús fue ésta: “¡Señor mío y Dios mío!”. El apóstol es incrédulo (“no lo creo”) y desconfiado (“si no meto…”), pero, cuando Jesús se le muestra, todas sus dudas y desconfianzas desaparecen, y hace un acto de fe en Jesús. ¿Qué significa un acto de fe? Significa que le confiesa, no como “maestro”, como hicieron los fariseos en la entrada triunfal en Jerusalén el Domingo de Ramos, sino que le confiesa como “Dios”, pero “Dios suyo” (hay una relación de comunión y de intimidad entre Dios y el creyente). Y también le confiesa como “Señor”, pero “Señor suyo”. Jesús es confesado como el único Dios y el único Señor. Sto. Tomás ha reconocido a Jesús y esto implica que ha renacido a la nueva vida del Resucitado. El Jesús que ha reconocido ahora Sto. Tomás, no es simplemente el Jesús físico y carnal, sino que es nuestro mismo Jesús: el Jesús de la fe. Y en este punto, Sto. Tomás y nosotros no nos diferenciamos en nada.
d) Y termina el evangelio de hoy con un mensaje para nosotros: los que no hemos comido y bebido con el Jesús físico y carnal, los que no hemos visto su pasión y muerte, los que no hemos metido físicamente nuestro dedo y nuestra mano en sus heridas. A nosotros, Jesús nos dice: “Dichosos los que crean sin haber visto”. Nosotros no hemos visto carnalmente. A pesar de ello, ¿creemos en su resurrección? Pues entonces DICHOSOS DE NOSOTROS, PUES TENEMOS VIDA EN SU NOMBRE.

Domingo de Pascua (C)

Estuve todo el Tríduo Pascual en cama con gripe y no pude celebrar los cultos en estos días. Tampoco he podido preparar la homilía para este domingo de Pascua como yo hubiera querido. Por lo tanto, no publicaré nada para este domingo. Lo siento.
¡¡Feliz Pascua de Resurrección!!