Domingo III de Cuaresma (C)

7-3-2010 DOMINGO III CUARESMA (C)

Ex. 3, 1-8a.13-15; Slm. 102; 1ª Cor. 10, 1-6.10-12; Lc. 13, 1-9



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

No quisiera que este examen de conciencia fuera una especie de losa sobre nosotros. No. La miseria humana, en cristiano, va siempre acompañada de la misericordia de Dios. Sólo a través de los ojos y del corazón de Dios el hombre puede y debe mirar sus propios pecados. El nos los descubre, y al mismo tiempo nos los perdona. Pero yo no puedo cambiar y caminar hacia Dios si no veo dónde estoy de verdad, y esto me lo hace ver Dios con su luz admirable y con la paz maravillosa que nos concede su perdón.

¿He sentido envidia hacia alguien por las cosas que tenía, por su carácter más simpático o por su saber más grande que el mío, por su físico; de tal manera que me alegraba de sus fallos o cuando las cosas le iban mal, y me entristecía cuando las cosas le salían bien? El sentimiento de la envidia en muchas ocasiones no es buscado por nosotros, pero es algo que surge en nuestro interior y nos da mucha vergüenza. En determinados momentos la envidia que sentimos es fruto de la tentación a fin de quitarnos la paz.

¿He sentido celos ante otras personas porque ellas son más valoradas que yo, más tenidas en cuenta que yo, más apreciadas que yo? ¿He sentido celos porque a los demás se les reconoce enseguida lo “poco” que hacen, y a mí no se me reconoce todo lo que hago (al cuidar a unos padres, al hacer las tareas de casa, en el lugar de trabajo…?

¿He hecho juicios en mi interior acerca de otras personas, desca­lificando las actuaciones de los otros, como si todo o casi todo lo de ellos fuese malo? El juicio interior supone ponerse en una posición de superioridad y desde ahí considerar como negativo lo que los demás dicen, hacen o dejan de decir y/o de hacer.

¿He murmurado contra alguien, bien iniciando yo la conver­sa­ción o siguiendo lo comenzado por otros? ¿He sacado los defec­tos de los demás a la luz pública? La murmuración presupone un juicio previo. El juicio queda en mi interior, mientras que la murmuración sale al exterior por la lengua. Lo malo o negativo que veo en los demás, ¿soy capaz de decírselo al interesado o interesada? La mayoría de las veces no, entonces ¿por qué lo digo?: ¿Porque me interesa de verdad esa persona y que mejore; por pasar el rato; por despecho; por quedar por listo o gracioso ante quien estoy murmurando? Si no soy capaz de decir lo negativo al interesado, entonces es mejor que me calle o en todo caso que se lo diga a Dios rezando por esa persona. Lo peor de la murmuración no es lo que decimos, que en muchas ocasiones es cierto, sino el “tonillo” con el que decimos esas cosas, es decir, no hay caridad. Y la verdad que no va acompañada de la caridad-amor, no es la verdad de Cristo. Yo no he descubierto nunca a Dios diciéndome las cosas, ni a mí ni a nadie, restregándolas por las narices. Dios me muestra las cosas, mi verdad, mis defectos, pero lo hace con tanto amor, que veo lo que me dice, lo acepto y mi amor hacia El crece más. Aprendamos a hacerlo así y, si no lo hacemos así, es que estamos murmurando.

¿He difamado, es decir, he dicho cosas negativas de los demás que son falsas, bien porque exagere lo que digo o porque no me cercioro y aseguro de la veracidad de lo que escucho sobre los otros y “alegremente” lo suelto sin más? CUANTO DAÑO HACE LA LENGUA, NUESTRA LENGUA. Ya leemos en la epístola del apóstol Santiago que “la lengua ningún hombre es capaz de domarla: es dañina e inquieta, cargada de veneno mortal; con ella bendecimos al que es Señor y Padre; con ella maldecimos a los hombres creados a semejanza de Dios; de la misma boca salen bendiciones y maldiciones”. “Todos faltamos a menudo, y si hay alguno que no falte en el hablar, es un hombre perfecto, capaz de tener a raya a su persona entera”.

¿Soy una persona mal hablada con frecuentes tacos, con blasfemias, con palabras soeces o hirientes (“cada día te pareces más a tu madre…”, “cállate, gorda…”); buscando siempre el insulto, el dejar mal a los otros, el decir la palabra graciosa, aunque sea a costa de los demás?

¿He mentido a alguna persona, a mi familia, en el trabajo para no quedar mal, por aprovecharme de otros, por venganza, etc.? ¿He dicho medias verdades por las mismas motivaciones? Cuando Jesús fue condenado a muerte por los judíos del Sanedrín, para ello utilizaron sus propias palabras. Le preguntaron si El era el Hijo de Dios y Jesús contestó que sí, que lo era. Y esto le ocasionó su muerte. Podía haber dicho una mentira piadosa. Total esa mentira piadosa le hubiera permitido vivir más años, curar a muchos enfermos, hacer muchos milagros, enseñar mejor a los apóstoles, asentar mejor la Iglesia que quería fundar, anunciar mejor el mensaje de Dios Padre. Pero no, El dijo siempre la verdad, aún a costa de ser muerto, aún a costa del fracaso de su misión entre nosotros. Y su verdad le llevó a la cruz, y esta cruz, fracaso entonces, es salvación para todos nosotros.

¿He sido impaciente con los demás y conmigo mismo? El impaciente es aquél que no tiene paz en su corazón y por eso “salta” con frecuencia. Estoy impaciente cuando no soy capaz de esperar con sosiego y tranquilidad que llegue el ascensor al que he llamado, a que el semáforo se ponga en verde, a que te atiendan en el médico, o que atienden en el supermercado a la persona que está por delante de mí. Estoy impaciente cuando no me pongo en el lugar de los otros y quiero que ellos hagan las cosas como yo las hago y en el tiempo en que yo las hago. No aguanto los fallos de los demás, pero los míos propios… tampoco.

¿He tenido ira, rabia, enfados hacia alguna persona (familiar, amigo, en el trabajo, etc.), y he manifestado esta ira externamente con expresiones hirientes o soeces, con voces, o incluso también en mi interior?

¿Tengo rencor hacia alguna persona, de tal modo que no hablo con esa persona, ni la perdono de ningún modo y, cuando la veo o surge una conversación sobre ella, siempre se nota mi inquina contra ella? ¿Llevo mi “agenda” de los agravios que me han hecho los demás y las fechas en que me las han hecho y ante quien me las han hecho? ¿Hay alguien a quién no salude ni tenga intención de hacerlo? ¿Soy una persona vengativa; las cosas que me han hecho las tengo bien guardadas y presentes, y ante la más pequeña oportuni­dad se las "restriego" en la cara o suelto mi "veneno" ante otras personas?

¿He tenido pereza para levantarme, para acostarme, para hacer los estudios, el trabajo, mis oraciones, asistencia a la Misa, etc.? Perezoso es aquel que hace las cosas que le gustan, y las que no, las va dejando siempre de lado: el cesto de la plancha, los azulejos, tareas en el trabajo, escribir cartas, visitar a personas, enfermos. Con frecuencia la pereza va asociada al egoísmo, pues saco tiempo para las cosas que me gustan y me interesan, pero las otras cosas quedan las más de las veces sin hacer o a medio hacer.

¿He perdido el tiempo? Tenía diversas cosas que hacer y las he ido dejando de lado para hacer lo que me gusta: ver la Tv, hablar por teléfono, leer una novela, dar la lengua con alguien… y mientras tanto las cosas sin hacer.

¿He tenido gula, es decir, me dominan las apetencias y los gustos por encima de mi voluntad: domina el dulce sobre mi voluntad, domina el alcohol sobre mi voluntad, domina el café sobre mi voluntad, domina el tabaco sobre mi voluntad…? Seguramente que en muchas ocasiones pensamos como el gallego: “perdono o mal que me fai, por o ben que me sabe”. Tengo gula cuando como entre horas por el simple hecho de picar, o como nada más de lo que me gusta, o no como jamás lo que no me gusta, o protesto por la comida, o como o bebo con ansia, etc.?

¿He sido egoísta en el trato con los demás preocupándome tan solo de lo que me venía bien a mí, pasando o dejando de lado las necesidades de los otros? ¿Soy de los que cojo el mando de la TV y no lo suelto en modo alguno, y todo el mundo tiene que ver el programa que a mí me gusta? ¿Al sentarme en el coche o en casa escojo el mejor puesto… sin pensar en los otros? ¿Pienso en los otros, en lo que les gusta a los otros, en lo que les viene bien a los otros, o nada más me veo a mí mismo y mis apetencias y mis necesidades?

¿He faltado a la pobreza cristiana con gastos superfluos en cosas que no son del todo necesarias (ropas, tabaco, cafés, revistas, consumiciones, CD, bisutería, viajes, etc.)? ¿Compro cosas baratas que no necesito o que ya poseo más que suficientemente? Al comprar pregunto a mi gusto, a los demás… ¿y a Dios? Porque El tendrá algo que decir, sobre todo si me confieso cristiano y deseo que su Voluntad se cumpla en mí. Un cristiano no puede caer en el consumismo igual que otra persona que le dé igual vivir en su Santa Voluntad o no. ¿Tengo codicia y ansío poseer cosas materiales? ¿Doy limos­nas a la Iglesia o a ONGs o a familias necesitadas (es bueno aquí comparar cuánto gasto para mí al mes y cuánto doy en limosnas para los demás al mes; se verá que la diferencia es mucha)? La limosna es lo que yo llamo el dinero de Dios. Es suyo y yo he de administrarlo según su Voluntad y no según mi capricho. El dinero de la limosna nunca puede quedarse en mi bolsillo. Si no lo doy yo directamente, entonces debo de buscar a organizaciones o personas que busquen donde entregarlo y que conocen mejor que yo diversas necesidades de otros hombres. ¿Tengo mi corazón pegado a cosas mías (coche, ropa, objetos), personas, opiniones, mi físico, etc.? Para entender la pobreza cristiana se ha de partir de que sólo Dios es nuestra riqueza, porque es lo totalmente Absoluto, lo demás es relativo (Mt. 10, 37). ¿He robado, es decir, me ha apropiado de cosas que no son mías? Me apropio de cosas que no son mías, robo, cuando en el hospital en el que trabajo cojo tiritas, esparadrapos, tijeras... y lo llevo para mi casa o para mis familiares. Robo cuando en el colegio donde trabajo cojo hojas, bolígrafos... y los llevo para mi casa. Robo en el trabajo llegando tarde y saliendo temprano. Robo en el trabajo al no pagar lo justo y debido a mis empleados y no reconocerles sus derechos. El hecho de que lo hagan los demás no quiere decir que está justificado que lo haga yo.

¿He sido desobediente en mi casa, con mi familia, con Dios, con la Iglesia, con mi director espiritual, con las normas de tráfico, con las cosas que me piden muchas veces por favor; y soy más bien de los que siempre hace lo que les da "la realísima gana"? La obediencia no es simplemente hacer sin más lo que me digan o me pidan, también hay que mirar el modo y las maneras en que lo hago. Por ejemplo, si realizo las cosas que se me piden pero con protestas, interiores o exteriores, entonces no estoy obedeciendo. Yo nunca he visto ni he leído que, cuando Dios Padre indicó a su Hijo que fura a la Cruz, por el perdón de los pecados de los hombres, Jesús obedeciera pero diciendo: “¡Vaya, hombre! ¡Siempre me toca a mí!” ¿A quién tengo que obedecer yo? Pues en primer lugar a Dios, a mis padres, a mis hijos, a mi marido, a mi mujer...

¿He faltado a la castidad con pensamientos, deseos, miradas, actos impuros (solo o acompañado); he respetado mi cuerpo y el de los demás por ser Templo del Espíritu de Dios, me he mantenido alejado de aquello que me tentara en este punto como TV, revis­tas, conversaciones, etc.?

¿He tenido el pecado de la vanidad de tal manera que estoy demasiado pendiente de mi aspecto físico, de la moda, y al final soy un esclavo de ello? Hay personas que son incapaces de salir desconjuntadas de casa o de no salir a la calle con prendas que no son de marca. Hay personas que visten o se acicalan de una determinada manera, pero no por convencimiento o gusto propio, sino por obtener el parabién de la gente con la que están.

¿He tenido soberbia al considerarme superior a otros, al considerarme inferior y esto me hacía sufrir, puesto que no me acepto tal y como soy? ¿Me ando siempre quejando de la sociedad, de los demás, de mí mismo? ¿"Engordo" cuando los demás hablan bien de mí, y me entretengo después pensando y "repensando" lo que se dijo bueno de mí? ¿Me enfada el que los demás hablen mal de mí, sea mentira o verdad, y "despo­trico" contra ellos y busco rápidamente el justificarme? ¿Me cuesta admitir mis errores? ¿Me cuesta pedir perdón? ¿Hago o dejo de hacer cosas, digo o dejo de decir cosas por el qué dirá la gente, de tal manera que soy un esclavo de lo que piensen los demás? Veamos algunos de los frutos de la soberbia: En las relaciones con el prójimo, el amor propio y la soberbia nos hace susceptibles, inflexibles, impacientes, exagerados en la afirmación del propio yo y de los propios derechos, fríos, indiferentes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Nos deleita en hablar de las propias acciones, de las luces y experiencias interiores, de las dificultades, de los sufrimientos, aun sin necesidad de hacerlo. En las prácticas de piedad nos complace en mirar a los demás, observarlos y juzgarlos; nos inclinamos a compararnos y a creernos mejor que ellos, a verles defectos solamente y negarles las buenas cualidades, a atribuirles deseos e intenciones poco nobles, llegando incluso a desearles el mal. El amor propio y la soberbia hacen que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, insultados o postergados, o no nos vemos considerados, estimados y obsequiados como esperábamos.

¿He faltado en el amor al prójimo hacia los enfermos, ancia­nos, familiares, marginados, etc.? ¿Tengo verdadera preocupación por las necesidades materiales, morales y espirituales de las personas que me rodean, de la gente que vive en Asturias, en España, en Europa, en el mundo? ¿Considero a las demás personas como hermanos míos al ser hijos todos del mismo Padre?

¿He tenido falta de confianza en Dios buscando yo siempre el encontrar solución a todo y rápida; y cuando no salía tal y como era mi deseo me enfadaba con Dios o me descorazonaba con El? No tengo confianza en Dios cuando las cosas positivas o negativas que me suceden me afectan sobremanera. No quiere decir con esto que tengamos que ser insensibles a las circunstancias que acontecen a nuestro alrededor, pero sí es cierto que nuestra seguridad total está en Dios y no tanto en que las cosas me salgan bien o mal.

¿He dejado mis oraciones de lado, o las he hecho con rutina y sequedad? ¿He sido fiel a lo que el Señor me iba mostrando o pidiendo en ellas?

¿He faltado a la Misa de los domingos, o he asistido a ella con rutina, falta de fervor, de mala gana y distracciones?

¿He realizado alguna lectura espiritual para alimentar mi ser y abrirme a otras experiencias y a otros horizontes que puedan acercarme más a Dios?

Se podían sacar muchas más cosas, pero de momento yo creo que con esto vale para tener una guía más o menos exhaustiva.

Domingo II de Cuaresma (C)

28-2-2010 DOMINGO II CUARESMA (C)
Gn. 15, 5-12.17-18; Slm. 26; Flp. 3, 17-4, 1; Lc. 9, 28b-36



Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
- En el evangelio del domingo I de Cuaresma se nos dijo que Jesús estuvo en el desierto empujado por el Espíritu Santo. Allí fue tentado por Satanás. En el evangelio de hoy se nos presenta a Jesús yendo con tres de sus apóstoles a orar aun monte, y aquí tuvo Jesús un momento muy fuerte de unión con Dios y con lo sagrado. Este hecho se conoce como la transfiguración del Señor. Es decir, este domingo es la antítesis de lo experimentado por Jesús el domingo pasado. O sea, aquel domingo veíamos cómo Jesús lo pasaba mal en el desierto entre el hambre, la sed, la soledad y las tentaciones de Satanás, y hoy vemos cómo Jesús “está en la gloria”, pues conversa con Moisés, con Elías y con su Dios Padre, el cual lo llama su Hijo querido.
Puede parecer que en el domingo de las tentaciones se concentró todo lo malo sobre Jesús, y hoy, domingo de la transfiguración del Señor, se concentró todo lo bueno. Pero vamos a fijarnos un poco más: En el episodio de las tentaciones de Satanás Jesús contó con dos ayudas inestimables: por una lado, la Palabra de Dios que lo asistía para responder a cada una de las tentaciones y, por otra lado, la presencia y compañía del Espíritu Santo, el cual lo empujó al desierto y lo acompañó todo el tiempo. En el episodio de la transfiguración, cuando más cerca estaba Jesús de Moisés, de Elías y de su Padre Dios, sin embargo, le hablaron de su muerte, de la muerte que iba a tener pronto en Jerusalén. Como se ve, nada hay tan malo tan malo, que no tenga algo bueno. Ni nada hay tan bueno tan bueno, que no tenga algo malo.
No obstante lo anterior, yo creo firmemente que las tentaciones que sufrió Jesús no fue algo malo, ni la transfiguración de Jesús fue algo bueno. Toda vida humana tiene sus momentos, y todo nos ayuda a ir creciendo en caminando hacia Dios y a encontrarnos con Él. Así es como tiene que ver un cristiano su vida en el mundo.
Voy a contaros a continuación dos historias de transfiguración, es decir, de encuentro con Dios y con los hermanos, los hijos de Dios. Estas historias y hechos nos ayudan a ser un poco mejores. Una sucedió… no sé dónde y la otra en Asturias. Vamos con la primera, la que sucedió no sé dónde: “Un niño pequeño quería conocer a Dios, sabía que era un largo viaje hasta donde Dios vive, así que preparó su mochila con pastelitos y refrescos, y comenzó su jornada. Tras caminar por aquella larga avenida, se encontró con una mujer anciana. Ella estaba sentada en el parque, sola, ahí parada contemplando algunas palomas. El niño se sentó junto a ella y abrió su mochila. Estaba a punto de beber su refresco, cuando notó que la anciana parecía hambrienta, así que le ofreció un pastelito. Ella agradecida aceptó el pastelito y sonrió al niño. Su sonrisa era muy bella, tanto que el niño quería verla de nuevo, así que le ofreció uno de sus refrescos. De nuevo ella le sonrió. ¡El niño estaba encantado! Allí estuvieron toda la tarde, comiendo y sonriendo, pero ninguno de los dos dijo nunca una sola palabra. Cuando empezó a oscurecer, el niño se percató de lo tarde que se había hecho, se levantó para irse, pero antes de seguir sobre sus pasos, dio vuelta atrás, corrió hacia la anciana y le dio un abrazo. Ella, después de abrazarlo le regaló la más grande sonrisa de su vida. Cuando el niño llegó a su casa y abrió la puerta, se encontró con su madre que estaba sorprendida por la cara de felicidad que tenía. Entonces le preguntó: - Hijo, ¿qué hiciste hoy que te hizo tan feliz? El niño contestó: -¡Hoy almorcé con Dios…! Y antes de que su madre contestara algo, añadió: -¿Y sabes qué? ¡Tiene la sonrisa más hermosa que he visto! Mientras tanto, la anciana, también radiante de felicidad, regresó a su casa. Su hijo se quedó sorprendido por la expresión de paz que había en su rostro, y preguntó: -Mamá, ¿qué hiciste hoy que te ha hecho tan feliz? La anciana contestó: -¡Comí con Dios en el parque…! Y antes de que su hijo respondiera, añadió: -Y ¿sabes? ¡Es más joven de lo yo pensaba!”.
La segunda historia, que le sucedió a un amigo mío, dice así: “Estaba en la sala para pacientes cuando escuché a Olaya preguntar a su familia si podría recibir la comunión antes de la operación. Tiene 17 años y me impresionó. La familia le comentó que ya habían solicitado la presencia del capellán a las enfermeras y que éstas lo intentarían. Finalmente apareció el capellán. Más tarde, hablé con la familia de Olaya. Ella tiene, como te he dicho, 17 años. Con cuatro sufrió un primer tumor y, por el tratamiento, perdió la audición. Ahora, se ha reproducido el tumor y mañana viernes la operan. Su madre ha muerto hace un mes de otro tumor, en apenas tres días. Y ahí la tienes, confiando en el Señor antes de entrar en el quirófano, cuando otros posiblemente no pensarían en Él. Es el calor del hogar que da el Espíritu Santo, el calor que sentí de mi esposa cuando compartimos el funeral por mi tía y yo sentía en ese momento que era el final del camino, pues entonces no tenía fe, y mi mujer, que sí tenía fe, sentía la victoria sobre la muerte que supone la Cruz, un calor que me ayudó a volver a acercarme a la Iglesia y la Fe, a cuidar mi vida espiritual. También es el calor y la serenidad que veo en mi madre que, en estos momentos, demuestra su grandeza de cristiana. El pronóstico apunta a malo. Ella, sabiendo la gravedad, nos tranquiliza y da ánimos y nos dice que debemos asumir lo que nos da Dios. En este mes no le he oído ni una queja, tan sólo ánimos. Nos suele decir que es mejor que ella tenga esa enfermedad a que la sufra un hijo. Anima a las compañeras de habitación y la familia de estas nos comentan que ahora, cuando igual le dan el alta hospitalaria, que lamentan su marcha. Para mí es un buen ejemplo, un gran ejemplo de cristianismo vivo. Bueno, perdona todo este rollo, pero necesitaba escribirlo y compartirlo con alguien más que con mi mujer. Un abrazo”.
- Estas historias nos enternecen y acercan más a Dios. ¿Sabéis por qué? Pues porque, como nos dice San Pablo en la segunda lectura, “nosotros somos ciudadanos del cielo”. Hace pocos días salía de mi casa por la mañana, en Oviedo, y vi toda la calle sembrada de cascotes de botellas, de vomitonas y de suciedad. Todo ello era fruto de los restos del carnaval. Nosotros no nos sentimos atraídos por esa manera de vivir la “alegría” (¿?), yo al menos, sino que a nosotros nos motivan las cosas de Dios y la cercanía a los seres humanos. Ahí es donde somos transfigurados por el Señor. Que Él nos lo conceda en esta Cuaresma que estamos celebrando.

Domingo I de Cuaresma (C)

21-2-2010 DOMINGO I CUARESMA (C)

Dt. 26, 4-10; Slm. 90; Rm. 10, 8-13; Lc. 4, 1-13



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

- ¿Qué es la Cuaresma? Hoy celebramos el primer domingo de Cuaresma. Ésta dura 40 días: desde el Miércoles de Ceniza hasta antes de la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo.

La Cuaresma es un tiempo fuerte para los cristianos.

La Cuaresma es el tiempo litúrgico por excelencia dedicado a la conversión de nuestras vidas, lo cual es un medio excelente para prepararnos a la gran fiesta de la Pascua de Resurrección. La Cuaresma no tiene sentido en sí misma, sino como preludio y preparación de la fiesta cristiana por antonomasia: la Pascua.

La Cuaresma es un tiempo para arrepentirnos de nuestros pecados y de nuestra vida tantas veces vivida de espaldas a Dios, y también es un tiempo para cambiar algo en nosotros a fin de ser mejores y poder vivir más cerca de Cristo. En efecto, en la Cuaresma, Jesús nos invita a cambiar de vida.

La Cuaresma es el tiempo del perdón y de la reconciliación fraterna. Cada día, durante toda la vida, hemos de arrojar de nuestros corazones el odio, el rencor, la ira, la envidia, los celos que se oponen a nuestro amor a Dios y a los hermanos.

Para mejor vivir este tiempo cuaresmal Dios y su santa Iglesia nos propone algunos medios que nos faciliten este camino hacia El:

La lectura de la Palabra de Dios, especialmente los textos que se leen en las Misas durante estos cuarenta días tienen una fuerte exigencia para nosotros. Esta lectura sosegada ha de estar acompañada de la oración.

Además, en la Cuaresma la Iglesia nos insiste en vivir la austeridad y en hacer penitencia. Y esto no es por masoquismo, sino por seguir el ejemplo de Jesús, nuestro Señor, que vivió pobre y austeramente toda su vida.

La participación en las celebraciones litúrgicas también nos facilitará la vivencia de la Cuaresma. Así, en la Iglesia se nos presentan varios signos externos que nos ayudan a vivir y profundizar en este tiempo, por ejemplo, la imposición de ceniza al inicio de la Cuaresma, practicar el ayuno el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, la abstinencia de comer carne los viernes de Cuaresma, y también el color morado de las casullas de los sacerdotes que ofician la Misa o en los atriles de los templo. Este color morado es signo de penitencia.

Compartir con el prójimo nuestros bienes y haciendo obras concordes con la voluntad del Padre.

Como veis aquí os propongo algunas pistas para que podáis elaborar un plan para la Cuaresma, al cual siempre aludo por este tiempo. Cada uno ha de preparar este plan de acuerdo a sus posibilidades y circunstancias concretas. Es preferible proponerse poco y cumplirlo, que mucho y dejarlo por el camino. Sería también conveniente que, al final de la Cuaresma, examinarais el plan en cuanto a su cumplimiento y los frutos espirituales alcanzados.

- El desierto en la vida del cristiano. Nos dice el evangelio de hoy que el Espíritu Santo fue llevando a Jesús al desierto.

Dios nos invita a todos nosotros a entrar en el desierto, como a los israelitas, un lugar donde se pasa sed, calor, hay alimañas y peligro de perderse; pero entrar en el desierto y atravesar es desierto es necesario para llegar a la tierra prometida: Jesús.

Como ya podemos barruntar, el desierto no es un lugar geográfico. No tenemos que irnos al desierto de los Monegros (Huesca), ni al de Tánger u otro parecido. El desierto es aquella vivencia en la que se da una situación ambivalente: es el momento propicio para encontrarnos con Dios y sentirlo muy cerca sin cosas extrañas y superfluas que nos distraigan, pero también el desierto es el momento de la tentación, de la rebeldía y del pecado. Este fin de semana pasado estuve en la Casa de Ejercicios de Meres (en las cercanías de Oviedo) dando una tanda de ejercicios espirituales. Estuvimos allí cerca de 50 personas. Aparte de las charlas, la Misa diaria, el tiempo prolongado de oración y silencio, tenía entrevistas con las personas que acudieron a los ejercicios. Ellas me contaban cómo lo estaban pasando: Algunas tuvieron ganas de marcharse de allí enseguida, otras se aburrieron por momentos, otras lo pasaron mal al mirarse interiormente y no gustarles lo que vieron[1], y muchas percibieron la gracia de Dios y su amor generoso y desbordante.

Ir al desierto, como Jesús, significa pasar hambre, sed, ser tentado por el demonio, pero también significa salir más purificado y percibir mucho más cerca a Dios. Por tanto –repito– el desierto no es un lugar geográfico, sino que se trata de una experiencia de conversión, de comunicación con Dios y de lucha.

Hay varias cosas que debemos tener claras y que yo tengo el deber de decíroslas por la misión que Cristo me confió como sacerdote:

1) Todo creyente que quiera llevar una vida auténticamente cristiana ha de pasar necesariamente por esta situación de desierto, es decir, de luchas, sufrimientos, tentaciones, pero también de presencia y de cercanía de Dios. Podemos no querer entrar en el desier­to, pero entonces nos quedamos, como los israelitas en Egipto, como esclavos. Son los que no pueden superar la primera tentación de Jesús. Piensan que sólo de pan vive el hombre, que lo importante es que tenga uno el estómago lleno, aunque sea esclavo del demo­nio, de su propio miedo a sufrir, de su comodidad.

2) Dios no nos deja solos en el desierto. Lo mismo que acompañó al pueblo de Israel, lo mismo que el Espíritu Santo guió a Jesús, así Dios está con nosotros: confortándonos y guiándonos.

3) Esta lucha nos llena de alegría y de fe, porque nos esforzamos por algo que tiene sentido. Esta lucha está llena de agradecimiento, porque todo lo que consigamos es porque Dios nos lo ha dado. Esta lucha está llena de sentido, porque caminamos hacia la tierra prometida, es decir, la resurrección de Cristo y la nuestra, hacia una vida feliz, ya aquí en la tierra y mucho más feliz en el cielo.

¡Señor, ayúdanos a serte fieles durante esta cuaresma y no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal! Amén.



[1] Hace ya un tiempo, una señora me decía que había mirado su vida anterior y se daba cuenta cómo había sido: “En mi vida anterior fui soberbia, falsa, presumida y un poco ‘gilipollas’, perdón por esta palabra”.

Domingo VI del Tiempo Ordinario (C)

14-2-2010 DOMINGO VI TIEMPO ORDINARIO (C)


Jr. 17, 5-8; Slm. 1; 1ª Cor. 15, 12.16-20; Lc. 6, 17.20-26



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

- Ante todo os recuerdo que hoy se celebra la Campaña contra el Hambre organizada por Manos Unidas. Demos en la medida de nuestras posibilidades. Cualquier ayuda es bien recibida y lo poco que demos cada uno de nosotros aquí, allá donde sea recibido, será multiplicado.

- La frase de Jeremías, en el inicio de la primera lectura, es muy dura: Así dice el Señor: ‘Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita’”. De la lectura rápida de esta frase parece que se desprende una contraposición entre Dios y el hombre. En efecto, alguien puede interpretar que, si uno quiere estar con Dios y en Dios, parece que tiene que renegar del hombre, y viceversa: si uno quiere estar con los hombres, parece que tiene que renegar de Dios. Os pido que leamos tranquilamente al profeta y tratemos de escuchar lo que realmente nos quiere decir Jeremías con estas palabras. Yo he procurado hacer esa lectura atenta y he pedido luz al Espíritu Santo, y os diré lo que yo he ido sacando y extrayendo del texto, por si a alguien le sirve de algo. También es verdad que cada uno ha de hacer su propia lectura y reflexión:

* El profeta no quiere que nos convirtamos en personas desconfiadas, recelosas y encerradas en nosotros mismos. No es esto lo que Jeremías quiere decirnos. Alguien entregó su amor a un chico o una chica, y lo traicionó; alguien invirtió su dinero con un amigo o un pariente en un negocio, y salieron riñendo entre sí y, además, perdió todo el dinero; alguien contó un secreto a un amigo y éste lo ha traicionado divulgándolo por todos lados; alguien tuvo una necesidad y ayudó a otra persona y, cuando él mismo necesitó ayuda, el otro le volvió la espalda. Podemos imaginar multitud de situaciones. En estos casos estas personas pueden decir: ‘¡Sí, qué tenía razón Jeremías! “Maldito quien confía en el hombre”.

* Para mí el profeta lo que quería hacer realmente era llamar la atención sobre aquellas personas que confían en el hombre: en otros hombres o en sí mismos, y dejan a Dios de lado y lo alejan de sí. Reniegan de Dios, el bueno entre los buenos, el santo entre los santos, para confiar en hombres de carne y hueso, débiles y pecadores. Por eso, yo creo que el sentido de la frase quedaría mucho más claro si estuviera redactada de este modo: “Maldito el que aparta a Dios de su corazón y sólo confía en el ser humano y en su propia fuerza”. Y esto creo que es así porque, a continuación de la frase anterior, Jeremías escribe refiriéndose ya únicamente a Dios: “Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza”.

* Dice Jeremías que, quien se aparta de Dios y sólo confía en sí mismo o en otros hombres, “será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita”. Una persona, que viene a hablar conmigo mensualmente, con mucha frecuencia se queja contra la vida, contra los demás, contra Dios. Los demás no pasan estreches económicas, y esta persona sí; los demás son considerados en el mundo y en la sociedad, y esta persona no; los demás tienen buenas casas, y esta persona no. Un día se me ocurrió mientras estaba en una continua queja lo siguiente: le dije que yo era sacerdote de Dios, que tenía el poder de consagrar y de perdonar pecados, que tenía el mismo poder de Dios y que la iba tocar con mi dedo. En cuanto la tocara con mi dedo, toda su vida iba a cambiar: tendría una casa mucho mejor, un status social buenísimo, unos ingresos económicos descomunales, pero…, en contrapartida, se le quitaría la fe en Dios, el amor de Dios y su pertenencia a la Iglesia. Mientras le decía esto iba acercando mi dedo a su mano para tocarla, y entonces esta persona retiró rápidamente su mano y dijo que se quedaba como estaba; me dijo que, por favor, no la tocara, que no podía prescindir de la fe, porque entonces sería como un cardo en la estepa, viviría en el desierto y sería una tierra salobre e inhóspita. Prefería vivir con estreches y desconocida para los demás, pero con fe, a ser famosa y rica, pero sin fe.

* Sólo quien confía en Dios de verdad es bendecido entre los hombres y, suceda lo que suceda a su alrededor, es capaz de mantenerse ecuánime, equilibrado, pacífico, sereno. Quienes tenemos experiencia de fe y de Dios, sabemos que sólo Dios es nuestro salvador y quien nos ama de verdad.

* Sólo quien confía en Dios, se sabe amado por Dios y experimenta ese amor, aprende a confiar en el hombre, pero no por el hombre mismo, sino porque todo hombre es criatura de Dios y está hecho a su imagen y semejanza. Sólo el hombre de Dios acepta a los hombres de verdad y, lleve los desengaños que lleve, no deja de confiar, porque sabe y aprende que Dios confía siempre en nosotros a pesar de los continuos desengaños que nosotros mismos le damos.

- Algo muy parecido a lo que nos comenta Jeremías pasa en el evangelio de hoy: el de las bienaventuranzas. Dice Jesús: “Dichosos los pobres […] Dichosos los que ahora tenéis hambre […] Dichosos los que ahora lloráis […] Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten…” Parece que Dios quiere que seamos pobres, que lloremos, que pasemos hambre, que nos insulten… Y parece que Dios tiene inquina contra los ricos, contra los afortunados de la vida, de este mundo: “¡Ay de vosotros, los ricos! […] ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados! […] ¡Ay de los que ahora reís! […] ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros!”

Repito que hemos de profundizar en estos textos y no prejuzgar ni contentarnos con una lectura y reflexión superficial sobre los mismos. Nos preguntaremos: ¿Por qué Jeremías dice lo que dice? ¿Por qué Jesús dice lo que dice?

Existe una frase de San Pablo que a mí siempre me ha gustado mucho y la he visto como una gran verdad: “El hombre del mundo no capta las cosas del Espíritu de Dios. Carecen de sentido para él y no puede entenderlas, porque sólo a la luz del Espíritu pueden ser comprendidas. Por el contrario, quien posee el Espíritu lo comprende todo y no está sujeto al juicio de nadie. Porque, ¿quién conoce el pensamiento del Señor para poder darle lecciones?” (1ª Co 2, 14-16).

En efecto, sólo quien confía en Dios y experimenta a Dios en su vida ordinaria puede decir y vivir las bienaventuranzas predicadas por Jesús. Los que confían en el hombre y en este mundo quieren ser ricos, estar saciados, no llorar, no ser insultados, sino ensalzados. El otro día me invitaban a comer una mariscada y yo dije que no podía ir, que estaba de ejercicios espirituales y que, por tanto, no podía ir. A la persona que me invitó no le entraba en la cabeza que yo prefiriese unos ejercicios espirituales a comer una mariscada.

- ¿Cuál es la moraleja que sacamos de las lecturas que acabamos de escuchar en la Misa? Pues que Dios, Jesús cambia totalmente los criterios y perspectivas del hombre sobre la vida.

¡Señor, enséñanos a ver las cosas como las ves Tú, a vivirlas como las vives Tú! Así seremos dichosos, estaremos alegres y saltaremos de gozo, pues nuestra recompensa será grande en el Reino de los cielos, como nos dice Jesús en el evangelio de hoy.

Domingo V del Tiempo Ordinario (C)

7-2-2010 DOMINGO V TIEMPO ORDINARIO (C)

Is. 6, 1-2a.3-8; Slm. 137; 1ª Cor. 15, 1-11; Lc. 5, 1-11


HOY NO APARECE EL AUDIO DE LA HOMILÍA EN MP3 POR PROBLEMAS TÉCNICOS; EN VÍDEO TAMPOCO. Lo siento.

Queridos hermanos:

- La primera lectura y el evangelio siempre han sido y son muy usados en los ejercicios espirituales, en convivencias, en retiros o en oraciones personales para iluminar y reflexionar sobre las vocaciones al sacerdocio o a la vida religiosa. En mes y medio dos chicas de Oviedo se han marchado, llamadas por Dios, al monasterio de las religiosas clarisas de Lerma. Ésta es una noticia estupenda, y estoy seguro que ellas en algún momento de su vida oraron sobre estos dos textos bíblicos. Sin embargo, estos textos de la Palabra de Dios no pueden ni deben quedar reducidos sólo para seminaristas, curas, novicios y monjas o monjes. Hacer esto sería falsear las palabras de Jesús. Nadie puede apropiarse de tales pasajes bíblicos sólo para curas y monjas, pero tampoco nadie puede escudarse en la disculpa y justificación fácil de que Jesús no habla aquí para los laicos, solteros o casados. En conclusión, la primera lectura y el evangelio están destinados para todos los cristianos, pues la llamada de Dios es universal: Dios nos llama a existir como personas; Dios nos llama a ser hijos suyos y a la fe en su Hijo; Dios nos llama a la santidad de vida, al amor, a la libertad, a la esperanza perpetua, a su Santa Iglesia…

En algunas ocasiones me permito haceros alguna confidencia espiritual. ¿Por qué? Pues porque, como a mí me ha hecho tanto bien, quiero que también a vosotros os lo haga, si Dios quiere. En estos días de Adviento he recibido una luz de Dios, que quiero compartir con vosotros. Se refiere a que, cuando trato de conseguir algo, siempre procuro esforzarme por ello. Pero el Señor me ha enseñado que todo logro personal mío, a la hora de anunciar el evangelio de Cristo Jesús, o de conseguir una virtud, o de vencer un pecado, es tarea (esfuerzo mío), pero sobretodo es don (regalo de Dios). Es decir, ha de ser suplicado y a la vez trabajado. Dios lo concede y el mismo esfuerzo es también regalo del Señor. Parece una simpleza, pero a mí me ha confortado el corazón y deseo comunicároslo para que Dios os conceda vivirlo como yo lo he vivido y lo estoy viviendo. Sí, la vida de un cristiano, de cualquier cristiano es tarea y don a la vez, don y tarea; esfuerzo mío y regalo de Dios. Sí, en muchas ocasiones podemos sentir en lo más profundo de nuestro ser la tentación de abandonar la vocación cristiana (la llamada de Cristo Jesús) debido al cansancio, al aburrimiento, a la depresión, a nuestros pecados o los de otros. Pero el Señor renueva siempre su amor y su llamada cada día. Siempre es tiempo de responderle generosamente y de empezar cada mañana de nuevo el seguimiento y una nueva vida. Esta respuesta sólo se puede dar desde esta perspectiva: tarea-don, y don-tarea. Nunca conseguiremos nada, si Dios no nos lo concede (don), y a la vez Dios quiere contar con nuestra colaboración (tarea).

- No sé si ya os conté que hace años conocí a un sacerdote hispanoamericano que tenía familia en Estados Unidos. Me dijo que en una ocasión fue hasta allá para pasar unos días con ellos y se acercó a la parroquia para ofrecer sus servicios los días que estuviera por allá. El párroco aceptó inmediatamente y le encomendó que celebrara y presidiera algunas Misas. Resultó que en una de las Misas dominicales se le ocurrió a este sacerdote predicar unas ideas que había leído recientemente en un libro de teología. Al terminar la Misa se acercaron a la sacristía algunos feligreses y le preguntaron que de dónde había sacado esas ideas. Él contestó que del libro de un teólogo, a lo que replicaron los feligreses que para otra vez se guardase esas ideas para sí o propusiese una charla en la parroquia sobre ellas, pero que en la Misa predicase, por favor, únicamente la Palabra de Dios. La gente estaba durante la semana muy ocupada en su trabajo, con su familia…, y que necesitaba escuchar la Palabra de Dios y no ideas de teólogos o de otra gente. Para eso ya tenían ellos libros o Internet o la televisión o charlas en centros sociales.

¿Por qué os cuento esta anécdota? Pues porque, cuando me la contó aquel sacerdote hispanoamericano, me sorprendió y he reflexionado en muchas ocasiones sobre este hecho. Leemos en el evangelio que “la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios”. También hoy vosotros estáis aquí, porque queréis acercaros más a Dios y no venís simplemente a pasar el rato.

En esta misma línea habla San Pablo en la segunda lectura. Él y el resto de los apóstoles no predican lo que se les ocurre. Cada uno no predica su propia idea o su propia reflexión sobre Jesús. No. Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos […]; por último, como a un aborto, se me apareció también a mí […] Pues bien; tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído”.

La fe cristiana es una fe revelada, es decir, nos ha sido entregada por el mismo Dios a través de su Hijo. Nosotros solos nunca hubiéramos podido encontrar la verdad del evangelio. Cada uno de nosotros, todos los que estamos aquí, hemos recibido esta fe de nuestros padres, de catequistas, de sacerdotes, de otras gentes, es decir, de la Iglesia. Nadie ha venido con ella bajo el brazo al nacer. La hemos recibido de Dios a través de la Iglesia y no podemos cambiarla, ni recortarla, ni agrandarla. Hemos de transmitir lo que su vez hemos recibido. Esto es lo que se nos ha predicado y en lo que hemos creído: “que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce”.

Siendo seminarista leí que San Agustín, que era muy buen predicador y catequista, utilizaba un método para enseñar y transmitir la fe a sus feligreses: En las charlas y homilías que les daba les iba exponiendo ideas heréticas o contrarias a la fe, por ejemplo, la salvación depende sólo del esfuerzo de los hombres y no de la acción de Dios; o Jesús era verdadero hombre y el mayor de los profetas, pero no era Dios; o el bautismo y el sacramento de la confesión no nos quitan realmente los pecados, sino que su acción consiste simplemente en que Dios echa una especie de sábana sobre nosotros para no ver nuestros pecados, los cuales continúan presentes bajo la sábana (es como si yo barro y el polvo reunido lo echo bajo la alfombra y no lo recogiera y lo echara a la basura); etc. Cuando San Agustín predicaba así todos los feligreses suyos movían la cabeza negativamente, pues ésa no era la fe de Jesucristo, ni la fe de los apóstoles, ni la fe de la Iglesia. A continuación San Agustín pasaba a explicarles la doctrina evangélica recibida en el evangelio de Cristo a través de los apóstoles y entonces sí que todos los fieles asentían a lo que les decía su obispo, pues esta vez lo que les predicaba coincidía con los recibido por los apóstoles y con lo transmitido por éstos. Quienes estuvisteis en la Misa de la toma de posesión de D. Jesús, nuestro arzobispo, fuimos testigos de cómo, en medio de la homilía y al final de ésta, los fieles aplaudieron sus palabras. Este aplauso fue una muestra externa y palpable, no simplemente de que estaban de acuerdo con lo que éste dijo, sino y sobre todo que sus palabras coincidían con lo recibido y transmitido de parte de Dios a través de toda su Iglesia. Aquello era evangelio puro.

¿Sabéis por qué los fieles saben en su interior lo que procede del Señor y lo que no? Pues porque poseen un don o carisma del Espíritu Santo que se llama el “sensus fidei”: el sentido de la fe. Así nos lo dice el Concilio Vaticano II: La universalidad de los fieles que tiene la unción del Santo no puede fallar en su creencia […] Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y sostiene, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio, al que sigue fidelísimamente, recibe no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios, se adhiere indefectiblemente a la fe dada de una vez para siempre a los santos, penetra profundamente con rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en la vida (Lumen Gentium 12a).