Domingo XI Tiempo Ordinario (C)

17-6-2007 DOMINGO XI TIEMPO ORDINARIO (C)
2 Sam. 12, 7-10.13; Slm. 31; Gal. 2, 16.19-21; Lc. 7, 36-8, 3
Queridos hermanos:
- La primera lectura y el evangelio de hoy nos hablan del mismo tema: del perdón de Dios y de su misericordia para con todos nosotros. Así, el profeta Natán le dice al rey David: “El Señor perdona tu pecado. No morirás.” Y Jesús en el evangelio narra la parábola de un prestamista que tenía dos deudores: uno le debía 500 denarios (al cambio de hoy pueden ser unos 24.000 €) y otro le debía 50 denarios (al cambio de hoy pueden ser unos 2.400 €; más o menos, no soy demasiado bueno en matemáticas). Jesús nos dice que el prestamista perdonó las dos deudas. ¡Imaginaros que llega a casa una carta del banco, en donde se dice que la deuda pendiente de la hipoteca queda cancelada! ¡Qué alegría y que noticia más estupenda sería para tanta gente! También Jesús perdona en el evangelio a la mujer pecadora, que le riega los pies con sus lágrimas. Las palabras de Jesús son éstas: “Tus pecados están perdonados […] Tu fe te ha salvado, vete en paz.”
Supongo que conocéis la historia del rey David, de Urías el hitita y de su mujer. La primera lectura de hoy nos cuenta el final de esta historia. Al narrar los hechos sucedidos, me voy a ir fijando en todos los pecados de David. Y voy a hacerlo así, porque, si no comprendemos la enormidad de los pecados de David (de nuestros pecados), podemos pensar que el perdón de Dios es una bagatela o una nadería: 1) David se queda en el palacio, mientras envía a los demás a la guerra. A pasar frío, calor, sed, hambre, sufrimientos, heridas, incertidumbres, muerte, lágrimas. El está bien, mientras los demás están mal (pecados de egoísmo, de asesinato, de robo, de desprecio hacia los demás…); 2) David disfruta de un palacio, de varias mujeres, de comida… Un día se levanta de la siesta y sale a dar un paseo por los torreones de su palacio. Observa a una mujer bañándose en una casa cercana. Sabe que es una mujer casada, pero pide que se la traigan. La mujer obedece, porque es el rey quien lo ordena. David comete adulterio y encima lo hace abusando de su poder, de su fuerza sobre una mujer que tiene a su marido luchando por aquel que va a abusar de ella (pecados de abuso, de adulterio, de violación, de pereza, de lujuria…); 3) cuando la mujer avisa a David que está encinta, él busca tapar su falta mandando avisar a Urías con el pretexto de que le informe cómo va la guerra. David emborracha a Urías, lo agasaja con regalos y le manda a dormir con su mujer para tapar su falta. Pero Urías no puede, en conciencia, acostarse con su mujer y dormir en cama blanda sabiendo que sus compañeros de armas están pasando penalidades (pecados de engaño, abuso de poder, doblez en la intención…); 4) al ver que no va lograrse lo que David quiere (tapar su falta, ya que, si se descubre ésta, quedará mal ante sus súbditos), entonces en una carta, que manda por el propio Urías, ordena su muerte (pecados de instigación al asesinato, de abuso de poder, de doblez de corazón, de desprecio de la vida humana, de soberbia y, por no perder su fama, está dispuesto a lo que sea…).
Así y todo, a pesar de todos estos pecados, David no es capaz de verlos en sí mismo. Y es cuando se le acerca el profeta Natán y le cuenta la siguiente historia: “‘Había dos hombres en una misma ciudad, uno rico y el otro pobre. El rico tenía una enorme cantidad de ovejas y de bueyes. El pobre no tenía nada, fuera de una sola oveja pequeña que había comprado. La iba criando, y ella crecía junto a él y a sus hijos: comía de su pan, bebía de su copa y dormía en su regazo. ¡Era para él como una hija! Pero llegó un viajero a la casa del hombre rico, y este no quiso sacrificar un animal de su propio ganado para agasajar al huésped que había recibido. Tomó en cambio la oveja del hombre pobre, y se la preparó al que le había llegado de visita’. David se enfureció contra aquel hombre y dijo a Natán: ‘¡Por la vida del Señor, el hombre que ha hecho eso merece la muerte! Pagará cuatro veces el valor de la oveja, por haber obrado así y no haber tenido compasión’. Entonces Natán dijo a David: ‘¡Ese hombre eres tú! Así habla el Señor, el Dios de Israel: Yo te ungí rey de Israel y te libré de las manos de Saúl; te entregué la casa de tu señor y puse a sus mujeres en tus brazos; te di la casa de Israel y de Judá, y por si esto fuera poco, añadiría otro tanto y aún más. ¿Por qué entonces has despreciado la palabra del Señor, haciendo lo que es malo a sus ojos? ¡Tú has matado al filo de la espada a Urías, el hitita! Has tomado por esposa a su mujer, y a él lo has hecho morir bajo la espada de los amonitas. Por eso, la espada nunca más se apartará de tu casa, ya que me has despreciado y has tomado por esposa a la mujer de Urías, el hitita’”. David no fue capaz de ver su pecado, pero vio enseguida el pecado del que robó la oveja al otro y lo condenó inmediatamente sin posibilidad de apelación: “¡Por la vida del Señor, el hombre que ha hecho eso merece la muerte! Pagará cuatro veces el valor de la oveja, por haber obrado así y no haber tenido compasión.” Nosotros somos, en muchos casos como el rey David: Pecamos y no vemos nuestro propio pecado, pero sí que vemos enseguida el de los demás. Vemos la mota de polvo en el ojo ajeno, cuando en nosotros no vemos la viga.
Ante las acciones pecaminosas de David, Natán presenta las acciones de Dios para con David: le ungió como rey de Israel, le libró de sus enemigos, le entregó miles de posesiones y le va a dar aún más. David ha pagado los dones de Dios con pecado y con el desprecio de su Palabra. ¿Cuál será el castigo de David? La lectura nos narra que David vio sus pecados y los reconoció: “He pecado contra el Señor.” Y el Señor perdonó sus pecados; todos ellos. Dios nos pide no pecar, pero, si pecamos, Dios nos pide el reconocimiento de tales pecados, el abajarnos ante el Señor, el sentir el dolor de estos pecados como los siente el Señor. Nadie reconoce de verdad los pecados propios, tal y como Dios quiere, si no percibe en su interior el dolor de los pecados como a Dios le duelen. Y sentir esto es un don de Dios. Ya os conté una vez que un padre dominico, Julio Figar, lloraba cuando le confesaban los pecados, aunque fuesen simplemente haber dicho tacos, haber murmurado, haberse enfadado con la mujer o el marido… Julio sentía en su espíritu el dolor de Dios, porque su espíritu era uno con el Espíritu de Dios.
¿Cuáles son los frutos del perdón de Dios en el hombre pecador? Como hemos visto más arriba, el perdón de Dios nos salva, nos da la paz, impide nuestra muerte, porque el hombre en pecado es un hombre muerto interiormente.
- El otro día estuve en casa de unos amigos. Coincidió también en aquel momento un conocido suyo. Mis amigos procuraron que yo pudiera hablar y/o confesar con este conocido, que no es practicante y es creyente “a su manera”. El decía que no tenía nada que confesar, que no tenía pecados. Igualmente llegó a decirme que veía como muy injusto una cosa que mantiene la Iglesia y/o Dios: que una persona muy mala, muy mala se arrepintiese en la última hora de su vida y se salvase. Este hombre parte de una concepción pelagiana de la salvación, es decir, que ésta depende de nuestras acciones, buenas o malas. Esta concepción no la tiene simplemente esta persona, sino que está muy extendida, incluso entre los que llamamos cristianos practicantes. Y lo que nos dice la segunda lectura de hoy es que la salvación no depende de nuestras obras, sino de muerte y resurrección de Jesús. Varias veces lo dice S. Pablo: “el hombre no se justifica (salva) por cumplir la ley (las buenas obras)”. Si fuera esto así, entonces la salvación provendría de las obras que hacemos, provendría de nuestro buen comportamiento. Entonces sería yo quien me salvara y no sería Dios o Cristo quienes me salvaran y me llevaran al cielo. Como dice S. Pablo, “la muerte de Cristo sería inútil.” La salvación –nos dice esta segunda lectura- proviene de Jesús, que me amó hasta entregarse por mí; la salvación proviene de que Jesús vive en mí; la salvación proviene de que vivo para Dios; y la salvación proviene de la fe que tengo en Jesús, y que El y sólo El me ha dado.