Domingo III de Pascua (A)

8-5-08 DOMINGO III DE PASCUA (A)
Hch. 2, 14.22-33; Slm. 15; 1 Pe. 1, 17-21; Lc. 24, 13-35


Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
En la primera lectura se nos presenta un texto en donde San Pedro habla a los judíos sobre los últimos hechos ocurridos en Jerusalén y en todo Israel. Se refiere San Pedro a Jesús, a su muerte violenta y a su resurrección. En sus palabras San Pedro cita el salmo 15, que hoy hemos leído antes del evangelio.
En esta homilía quisiera profundizar un poco en el salmo 15. Es un salmo precioso y que fue inspirado por Dios (por eso es Palabra de Dios), pero fue escrito a través de un enamorado de Dios: el rey David. Este salmo lo compuso David sobre su propia experiencia personal y, por tanto, vale para cualquier persona que tenga contacto con Dios y, además, fue profético, pues se estaban adelantando hechos, que sucederían cientos de años más tarde en la persona de Jesús.
- “El Señor es el lote de mi heredad”. Estas mismas palabras del salmo 15 son repetidas en el salmo 118 (Salmo 118, 57) En una sociedad tan materializada e interesada como la que hoy vivimos estas palabras son una locura. En el testamento de los padres, tíos o amigos puede haber legados o lotes para repartir la herencia. Quien escribió este salmo dice cuál es su lote y, además, lo ve como el mejor legado: el Señor. Tiene razón Jesús cuando dice que aquí, en la tierra, amontonamos cosas y más cosas, pero, al final, todo ha de quedar aquí. Me ha sucedido en diversas ocasiones que algunas personas me piden orientación a la hora de elaborar sus testamentos y últimas voluntades. En ocasiones quieren dejar todo tan bien atado y contemplar todas las posibles situaciones. A algunos les gustaría poder disponer de sus bienes hasta tiempo después de muertos: ‘y si hace esto y no lo otro, entonces se le quita su legado o se le deshereda’. Yo les contesto que eso no es factible: no se puede disponer después de muerto y mes tras mes o año tras año de lo que fueron nuestras cosas. En definitiva, valoremos las cosas materiales que tenemos o que nos dejan en herencia, pero el mayor bien que tenemos o que se nos puede entregar no es nada material, sino que es el Señor. Con Él todo lo demás tiene una importancia relativa.
- “Bendeciré al Señor, que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré”. Como dice San Pablo en su carta a los romanos: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rm 8, 31). En efecto, Dios mismo vela siempre nuestros pasos, pero también nuestro sueño. De esto último tengo experiencia diaria. Creo que hace tiempo ya os he contado cómo, nada más despertarme (sea la hora que sea), siento en mi espíritu la palabra y la presencia de Dios que me dicen algo, que me animan, que me consuelan, que me reprenden…, que me acompañan y que me aman. Y es que una de las certezas que da la fe y es fruto de ella es la presencia de Dios. Otro de los frutos de esta fe y de este consejo de Dios es ver las cosas con los ojos de Dios. Hace poco me encontré con esta narración que ejemplifica muy bien esto último que quiero deciros. Escuchad: “Una historia china habla de un anciano labrador que tenía un viejo caballo para cultivar sus campos. Un día, el caballo escapó a las montañas. Cuando sus vecinos deploraron la mala suerte que había tenido al perder el caballo, él les replicó: -¿Buena suerte?, ¿mala suerte? ¿Quién sabe? Una semana después, el caballo regresó trayendo consigo una manada de caballos salvajes. Entonces sus vecinos felicitaron al labrador por su buena suerte, y él les respondió: -¿Buena suerte?, ¿mala suerte? ¿Quién sabe? Cuando el hijo del labrador intentó domar uno de aquellos caballos salvajes, se cayó y se rompió una pierna. Todo el mundo consideró esto como una desgracia. No así el labrador, quien se limitó a decir: -¿Buena suerte?, ¿mala suerte? ¿Quién sabe? Unas semanas más tarde, el ejército entró en el poblado y fueron reclutados todos los jóvenes que se encontraban en buenas condiciones. Cuando vieron al hijo del labrador con la pierna rota, lo dejaron tranquilo. ¿Había sido buena suerte?, ¿mala suerte? ¿Quién sabe?” Sólo Dios sabe lo que es mejor para nosotros. Aprendamos a ver las cosas con los ojos de Dios y esto lo podremos hacer sólo por su medio: Dios “me aconseja, hasta de noche me instruye internamente”.
- “No me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida”. En realidad Jesús sí que murió, pero no fue entregado a la MUERTE. Ésta no pudo retener a Jesús más que tres días. Al cabo de este tiempo Jesús se escapó de sus garras. Su cuerpo no conoció la corrupción del sepulcro. De hecho, en el evangelio que leímos en la Pascua se nos decía que María Magdalena, San Pedro y San Juan vieron el sepulcro vacío, pero nunca vieron el cadáver de Jesús. De la misma manera, todos los creyentes sabemos que vamos a morir, pero también sabemos que no seremos entregados a la MUERTE. La MUERTE no puede retenernos para siempre. Hay gente que me dice que raramente visita los cementerios. Cuando le pregunto el por qué, me contestan: ‘Porque allí no está mi padre o mi madre. Mi padre o mi madre ya no están en sus cadáveres; están en Dios’. En efecto, sabemos que una vez muertos, se va deshaciendo la carne que recubre nuestro ser, pero éste no puede ser alcanzado nunca por la MUERTE. Dios nos ha enseñado el camino de la vida, y ese camino ha sido recorrido por Jesús y, detrás de Él, todos nosotros.
Para terminar os leeré a continuación tres palabras de gente que ya ha caminado por el sendero de la VIDA. La primera ya la he leído hace poco: se trata del monje francés asesinado en Argelia en 1996: Fr. Christophe Lebreton: “Mi cuerpo es para la tierra, pero, por favor, ninguna protección entre ella y yo. Mi corazón es para la vida, pero, por favor, nada de retoques entre ella y yo. Mis manos para el trabajo… sencillamente se cruzarán. Pero el rostro, que quede completamente desnudo para no impedir el beso. Y la mirada, dejadla VER”.
La segunda es de un sacerdote español, J. L. Martín Descalzo: “Morir sólo es morir. Morir se acaba. Morir es una hoguera fugitiva. Es cruzar una puerta a la deriva y encontrar lo que tanto se buscaba. Acabar de llorar y hacer preguntas, ver el amor sin enigmas ni espejos […] Tener la paz, la luz, la casa juntas. Y hallar, dejando los dolores lejos, la noche-luz tras tanta noche oscura”.
La última es de S. Juan de la Cruz:
"Esta vida que yo vivo
es privación de vivir;
y así es continuo morir
hasta que viva contigo.
Oye, mi Dios, lo que digo,
que esta vida no la quiero;
que muero porque no muero"
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