Novena delFresno - Grao (Asturias)



22-9-14                                   NOVENA DE EL FRESNO

(Comentario homilético a los números 52-75 de la Exhortación Apóstólica Evangelii Gaudium).   La pobreza


Queridos hermanos:
El Papa alude en su escrito (Evangelii gaudium), y en los números que me toca comentar, los bienes materiales y el uso que los hombres hacen de ellos. Avisa el Papa de los peligros que acechan en este ámbito: “Son de alabar los avances que contribuyen al bienestar de la gente, como, por ejemplo, en el ámbito de la salud, de la educación y de la comunicación. Sin embargo, no podemos olvidar que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a día, con consecuencias funestas” (52). “No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar” (53). “¡El dinero debe servir y no gobernar! El Papa ama a todos, ricos y pobres, pero tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar que los ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos, promocionarlos” (58).
            En base a estas palabras del Papa Francisco, hoy quisiera hablaros de la posesión de los bienes materiales en el mundo por parte de los hombres, del uso que hacemos de ellos, del robo de esos bienes por parte de alguien y del corazón humano ante cualquier tipo de posesión.
            - Cuando Dios creó el mundo, todo se lo entregó a los hombres para que tuviera cuidado de ellos, para que los dominara con su trabajo y se beneficiara de sus frutos (Gn. 1, 26-29). Por lo tanto, el dueño de todos los bienes de la tierra es Dios, el cual libremente los ha entregado a los hombres para que los administren. Además, está permitido a los hombres el apropiarse de estos bienes a fin de atender sus necesidades fundamentales y las de sus familias. El derecho a la propiedad privada es algo sancionado por el mismo Dios, pero que no debe obstaculizar el destino universal de los bienes para todos los hombres. Por eso, que el 20% de la población mundial posea el 85% de los bienes materiales de la tierra no está en sintonía con lo que Dios quiere. Pues, mientras unos pasan hambre, otros están saturados (cf. 1 Co 11, 21) y con necesidad de hacer régimen para cuidar el colesterol y la hipertensión.
            Por ello, “en materia económica el respeto de la dignidad humana exige la práctica de la virtud de la templanza, para moderar el apego a los bienes de este mundo; de la justicia, para preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es debido; y de la solidaridad, siguiendo la regla de oro y según la generosidad del Señor, que ‘siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza’ (2 Co 8, 9)” (Cat. I.C., nº 2407). Y así, siempre que se atente contra esta templanza, contra la justicia o contra la solidaridad se está conculcando el séptimo mandamiento de la ley de Dios, que dice: “no robarás”.
            - El Catecismo de la Iglesia Católica nos pone algunos ejemplos de cuándo robamos. Comúnmente se piensa que robar es únicamente entrar en un banco con la pistola y coger el dinero de la caja o entrar en un comercio con una navaja o cosas por el estilo. Para el Catecismo robar es retener deliberadamente bienes prestados u objetos perdidos; defraudar en el ejercicio del comercio; pagar salarios injustos (médico que gana 1.500 € diarios y paga a la enfermera unos 900 € mensuales por 12 horas diarias de trabajo); elevar los precios especulando con la ignorancia o la necesidad ajenas; apropiación y el uso privados de los bienes sociales de una empresa (militares que llenan sus coches con gasolina del ejército, o arreglan sus coches con materiales y trabajo del ejército, enfermeras o maestros que cogen cosas del hospital o de la escue­la); los trabajos mal hechos; el fraude fiscal; la falsificación de cheques o facturas; los gastos excesivos; el despilfarro; infligir voluntariamente un daño a las propiedades privadas o públicas (jóvenes en los fines de semana); no cumplir los contratos de trabajo o de venta o compra, etc. (Cat. I.C., nº 2409).
            El robo es un daño que se inflige a otros hombres y exige ser reparado, y la única reparación del robo es la restitución del bien robado a su propietario. El devolver lo robado deben hacerlo los que han cometido el robo material y quienes se han apropiado de ello a sabiendas de que el objeto procedía del robo. Se ha de devolver el objeto robado o el equivalente (frasco de perfume ya usado y gastado, pues se devuelve en dinero) y, además, se ha de devolver los frutos, si los hubiese habido, de lo que se robó. Quien robó, se confiesa y no devuelve, no se le perdona.
- Pero también quiero hacer referencia hoy a otra forma de adherirnos o apegarnos a riquezas en contra de la voluntad de Dios. Y es que el corazón humano se agarra a cualquier cosa. Voy a poneros tres ejemplos de esto y no se trata de riqueza económica, no se trata de cosas materiales:
Primer ejemplo, hace años había un Cardenal, prefecto de la Congregación de Religiosos en Roma. Todos le llamaban, las Superioras Generales y también los Superiores Generales. “Señor Cardenal, porque necesito esto, porque necesito lo otro… Lo que Vd. diga, señor Cardenal, cuando Vd. diga, como Vd. diga”. Y regalo va y regalo viene, pero… a los ochenta años el señor Cardenal se jubiló y a partir de ahí nadie le llamó por teléfono, nadie le envió regalos, salvo tres Superioras Generales de vez en cuando, que le estaban muy agradecidas por los servicios prestados. Y aquel Cardenal se hundió anímicamente: “¿Por qué todo el mundo me llamaba antes, por qué todo el mundo me hacía antes las reverencias, por qué todo el mundo me aplaudía, por qué todo el mundo estaba pendiente de mí y ahora que ya no soy Cardenal prefecto de la Congregación de Religiosos nadie mira para mí?” Pero, ¿de qué te extrañas, Cardenal? ¿Tú no sabías que estabas haciendo allí un servicio o quieres aún que todo el mundo te siga aplaudiendo o quieres que todo el mundo te siga aplaudiendo?
Segundo ejemplo. Había una vez una mujer en una parroquia y era quien se encargaba de colocar siempre las flores y colocaba las flores sobre los altares. Un día cambió el cura y ella siguió haciendo lo de siempre, pero al nuevo cura le pareció que un florero estaba mejor en otro sitio y de otra manera, y lo colocó a su gusto. La mujer al ver aquello se enfadó y con genio cogió el florero y lo puso en el sitio en donde ella lo había dejado. El cura al ver el cambio de las flores, las cogió y las puso nuevamente a su gusto. La mujer fue a discutir con el cura y a pedirle cuentas. La cosa fue a mayores y entonces la señora dejó de colaborar en la parroquia e incluso dejó de ir a Misa, al menos, mientras estuviera aquel cura desconsiderado y mandón. Y esto lo hizo por un puñetero florero, pero no era por el florero, sino porque su corazón lleno de soberbia y presunción se había agarrado a una cosa. En esa cosa mandaba ella: en el dichoso y puñetero florero.
Tercer ejemplo. Otra mujer, también en una iglesia, tenía la costumbre de sentarse en un banco, en una parte determinada. Sucedió que vino un día a la Misa una señora nueva y se sentó en aquel sitio. Cuando llegó la parroquiana de siempre y vio aquella extraña en su sitio, no dijo nada, pero por dentro estaba encendida de ira y de rabia, porque aquella le había quitado su sitio.
¡Veis cómo estamos agarrados a miles de tonterías!