Domingo XI del Tiempo Ordinario (C)

13-6-2010 DOMINGO XI TIEMPO ORDINARIO (C)

2 Sam. 12, 7-10.13; Slm. 31; Gal. 2, 16.19-21; Lc. 7, 36-8, 3



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

En el relato del evangelio de hoy se nos cuenta un episodio de María Magdalena. Ella era una prostituta. Para conocer un poco más lo que sucedió aquel día tenemos que tratar de acercarnos a la realidad social de las mujeres de aquella época y de las prostitutas en concreto.

Ante todo hemos de decir que sorprende ver a Jesús en los relatos evangélicos rodeado de tantas mujeres: amigas entrañables como María Magdalena; las hermanas de Lázaro: Marta y María; mujeres enfermas como la hemorroisa o paganas como la siro-fenicia; prostitutas despreciadas por todos o seguidoras fieles, como Salomé y otras muchas que le acompañaron hasta Jerusalén y no le abandonaron ni en el momento de su ejecución. De ningún profeta de Israel se dice algo parecido. ¿Qué encontraban estas mujeres en Jesús? ¿Qué las atraía tanto? ¿Cómo se atrevieron a acercarse a Él para escuchar su mensaje? ¿Por qué se aventuraron algunas a abandonar su hogar y subir con Él a Jerusalén, provocando seguramente el escándalo de algunos?

En tiempos de Jesús se vivía una sociedad patriarcal en que la mujer vivía en inferioridad y sometida a los varones. Para los judíos había sido Eva, una mujer, quien se había dejado engañar por la serpiente y quien había instigado a Adán a desobedecer a Dios y a pecar. Por ello, el pueblo judío tenía una visión negativa de la mujer, la cual era fuente siempre de peligrosa tentación y de pecado. A la mujer había que acercarse con mucha cautela y mantenerla siempre sometida. Por otra parte, la mujer siempre era propiedad de un varón: primero pertenecía al padre; al casarse pasaba a ser propiedad del marido; si quedaba viuda, pertenecía a los hijos o volvía a pertenecer al padre o a sus hermanos. Era impensable una mujer con autonomía. La mujer tenía sólo dos funciones sociales: tener hijos y servir fielmente al varón. Además, la mujer era considerada un ser vulnerable al que había que proteger, por eso se la retenía recluida en el hogar. Lo más seguro era encerrarlas en casa para tener mejor guardado su honor y el honor de la familia. Fuera del hogar, las mujeres no “existían”. No podían alejarse de la casa sin ir acompañadas por un varón y sin ocultar su rostro con un velo. No les estaba permitido hablar en público con ningún varón. No tenían los derechos de los que gozaban los varones. Incluso hubo un maestro judío que mandaba rezar a los varones así: “Bendito seas, Señor, porque no me has creado pagano ni me has hecho mujer ni ignorante”.

Veamos ahora lo que podría ser la condición de las prostitutas en tiempos de Jesús. Eran mujeres, como hoy día, usadas como pañuelos de papel: usar y tirar. En ellas los hombres descargaban todas sus frustraciones, todas sus apeten­cias, todos sus complejos. Eran mujeres sobre las que se podía hacer o decir todo, porque para eso eran pagadas (seguro que muchos de los que gritaron contra María Magdalena habían ido en alguna ocasión a yacer junto a ella). Eran mujeres que, al ir a coger el agua en la fuente del pueblo, eran despreciadas, escupidas, insultadas o maltratadas de obra por las otras mujeres a las que les robaban sus maridos; por eso, tendrían que ir a coger el agua cuando más apretaba el sol y la fuente estaba vacía para evitar improperios y bofetadas. Las prostitutas eran mujeres sin derechos. Eran mujeres en las que sólo se veía un trozo de carne y no una persona con sentimientos. Eran mujeres que tenían que matar a los hijos engendrados de sus relaciones, pues una mujer embara­zada no era apetitosa y, además, no podía atender a sus hijos. Eran mujeres que no podían volver a sus hogares familiares, porque no eran admitidas; habían deshonrado, no sólo a ellas mismas, sino y sobre todo a su familia. Este era el caso de María Magdalena.

El encuentro que nos narra el evangelio de hoy entre María Magdalena y Jesús no fue el primero entre ellos. Seguramente María Magdalena había oído hablar de Jesús. Le habrían dicho que era un profeta, que hablaba en nombre de Dios, que curaba, que daba de comer a la gente…, pero María Magdalena conocía bien a los hombres. Bajo el manto de la riqueza, o del poder, o de la religión… los hombres eran todos iguales. Antes o después todos iban a lo mismo. Seguramente, por curiosidad, se acercó a él y encontró en Jesús un hombre que la miró entera: por dentro y por fuera. No miró de modo lujurioso sus senos, sus piernas, sus glúteos, sus labios… Jesús le miró el corazón, el espíritu y un cuerpo bello, pero cansado de que la sobaran todos los hombres con los que se encontraba. Jesús habló a María Magdalena como a una persona, tan importante como otra cualquiera. En Jesús María Magdalena encon­tró compresión, perdón, cariño, acogida, aceptación. Y ella no permaneció indiferente. Por fin, había encontrado un hombre, un ser humano que la miraba a ella y no a su cuerpo, que hablaba con ella y de lo que a ella le interesaba y no con la intención de acostarse con ella. María Magdalena encon­tró a alguien que no la juzgaba ni la condenaba, sino que la quería y la aceptaba sin más, independientemente de lo que fuera o de cómo se ganara la vida o de lo que hubiera hecho anteriormente. Jesús le devolvió su dignidad, la misma con la que Dios le había creado. María Magdalena encon­tró a un hombre que la quiso y… el amor con amor se paga. Por eso, ella quiso y amó a este hombre del mismo modo que se sintió amada por él: de un modo puro y desinteresado.

Ahora ya podemos entender un poco más el relato del evangelio de hoy. Ahora conocemos un poco más de la vida de las mujeres en tiempos de Jesús, de la vida de las prostitutas en tiempos de Jesús y de la relación entre Jesús y María Magdalena. El evangelio nos dice que María Magdalena “colocándose detrás junto a sus pies llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume”.

Sí, María Magdalena 1) se postró detrás de Jesús, pero no en la parte de su cabeza, sino de los pies, no de un modo servil, sino amoroso, y allí dio rienda suelta a su amor, al perdón y a la aceptación de Jesús hacia ella. 2) Sus lágrimas de arrepentimiento y de cariño bañaron los pies de Jesús para quitarle el barro del camino. 3) Sus bellos cabellos, esos que sólo se mostraban en el pueblo judío por parte de las esposas a los maridos o que le sirvieron a María Magdalena en tantas ocasiones para conquistar y atrapar a los hombres en su lazo, ahora ella los usaba para limpiar los pies de Jesús. 4) Sus besos no fueron entonces utilizados para dar placer a un hombre, sino como muestra del amor más rotundo y profundo a Jesús. Pero no le besa los labios, ni las mejillas, ni la cabeza, ni las manos…, sino los pies, porque para ella, lo más humillante (los pies), se convirtió en la expresión máxima de su amor. Él, que no rehusó tratar con una prostituta y amar a una prostituta, ésta, es decir, María Magdalena tampoco rehusó besar los pies de Jesús. 5) Los pies de Jesús ya estaban limpios, secos, ablandados por los besos de María Magdalena. Ahora sólo faltaba el perfume que cubriera aquellos pies que llevaban la buena noticia a tanta gente necesitada de Dios, de perdón, de comprensión y de amor.

Jesús se dejó hacer, porque comprendía el signifi­cado de todo aquello que hacía María Magdalena con él. No le importaba a Jesús lo que pudiera decir la gente que le rodeaba. A él sólo le importaba aquella mujer herida y necesitada de amor, y lo que dijera su Padre del Cielo.

Sería muy interesante profundizar en el personaje de Simón, el fariseo que invitó a comer a Jesús en su casa y que juzgó a María Magdalena, pero hoy no nos da tiempo. Hacedlo vosotros. A ver qué os dice Dios de él. ¿A quién me parezco yo más en mi vida ordinaria en la relación con Dios y con los demás: a Simón el fariseo o a María Magdalena?

Domingo del Cuerpo y de la Sangre de Cristo (C)

6-6-2010 CORPUS CHRISTI (C)

Gn. 14, 18-20; Slm. 109; 1 Co. 11, 23-26; Lc. 9, 11b-17



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

+ Como ya sabéis, celebramos hoy la festividad del Cuerpo y de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Estos dos domingos pasados os hablé de los dones y de los frutos del Espíritu Santo. Os dije que, para tenerlos, hay que suplicarlos y pedirlos a Dios, y una de las mejores maneras de pedir estos maravillosos regalos de Dios es la Adoración Eucarística, o sea, la oración y el diálogo frecuente con Jesús ante el sagrario. Ya el año pasado os hablé de la Adoración Eucarística. ¿Y qué es lo que sucede cuando uno se pone ante el sagrario? Pues que Dios nos da unas luces maravillosas y nos instruye, nos educa por dentro y nos hace ver las cosas con los ojos de Dios, al estilo de Dios… Es decir, vamos siendo cada vez más COMO DIOS.

Precisamente en estos días se celebraba en Toledo un Congreso Eucarístico Nacional y con ocasión del mismo nuestro Arzobispo, D. Jesús, nos decía a todos los católicos asturianos: “Si la presencia de Jesús en medio de nosotros es una certeza que ha llenado de consuelo y ha infundido fortaleza a tantas generaciones cristianas, es justo y necesario que esa compañía sea correspondida por un deseo nuestro de salir a su encuentro. Cuando tenemos una iglesia en la que está expuesto el Señor unas horas, o todo un día, incluso las veinticuatro horas del día, estamos viviendo esa preciosa relación con el Señor correspondiendo al deseo de su compañía: siempre habrá una luz que encender en Él, un llanto que enjugar a su lado, una debilidad que junto a Él sea perdonada y luego fortalecida, un motivo para dar gracias o mil razones para pedir gracia. Venid adoradores, vengamos al encuentro de quien no cesa de esperarnos. Está ahí el Señor”.

¿Cuántos de vosotros hacéis oración de un modo regular ante el sagrario, aunque sea una vez a la semana? Quienes tenéis este tipo de oración, habéis descubierto un gran tesoro. Esa es una de las perlas y tesoros escondidos de los que hablaba Jesús en su evangelio. A últimos de mayo me escribió una monja de clausura y en su escrito desvelaba algunas de las cosas que Jesús le “chivaba” al oído en esos tiempos “perdidos y aburridos” ante el sagrario. Esta monja descubrió lo siguiente:

- “Para poder amar, antes he sido amada. Mi vocación contemplativa no es ningún heroísmo, ni un logro de mi parte. No he sido más clarividente, ni más esforzada, ni mejor dotada, ni he hecho nada para merecerla…, mi vocación se debe a Dios, a su Amor”.

- “Si no amamos a quien tenemos a nuestro lado, a quienes caminan con nosotros, con quienes nos encontramos y relacionamos, no amamos nada. Si veo una hermana abatida, se conmueven mis entrañas. Sé que es Jesús quien la mira compasivamente en mi corazón, pues es Él quien nos da el aliento y quien sobrelleva, en su Amor, mi debilidad y la de mis hermanas”.

- “Hoy puedo amar, porque antes he sido amada. Puedo sostener, porque a mí me sostiene Cristo. Puedo tener manos y corazón para mis hermanos, porque Cristo me tiene en las Suyas y me da su Corazón. Solamente así se explica mi vocación contemplativa”.

- “Tú también puedes amar, porque Dios te ama y porque estás sostenido por la comunión de los santos. Aunque no lo veas, ni lo sientas, ni pienses en ello, sin duda Dios tiene tu vida, tu camino, tus luchas y sufrimientos en sus manos y en los de su Iglesia”.

+ En el evangelio de hoy se nos dice que los discípulos quisieron mandar fuera a la gente que seguía y escuchaba a Jesús, pero vemos a un Jesús que se preocupa de las necesidades espirituales de aquella gente (unos 5.000 hombres) y por eso les hablaba en nombre de Dios, pero también se preocupaba de las necesidades materiales de aquellos hombres. Por eso, Jesús dijo a los discípulos: “Dadles vosotros de comer”. También hoy Jesús nos dice a nosotros, sus discípulos, mirando para toda la gente que pasa necesidades de todo tipo: “Dadles vosotros de comer”. De ahí que la Iglesia católica destine este día del Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo a hablar sobre la caridad, sobre Caritas y toda la labor que está desarrollando y que tiene que seguir haciendo.

Recuerdo que siendo seminarista y estudiando la Biblia me encontré con algunos autores que quisieron explicar la presencia de los milagros en la Sagrada Escritura dando un origen racional y natural a los mismos y de esta forma “demostrar” que los milagros no existían y que habían sido inventados por quienes escribieron la Biblia. Por ejemplo, decían que la sangre en el Nilo (una de las plagas de Moisés) fue debido a que hubo tormentas en la cabecera del Nilo y allí las tierras eran rojizas; las aguas bajaban revueltas y los egipcios confundieron aquello con sangre. Otra explicación racional fue el milagro del paso del mar Rojo, y es que unas horas al año hay una sequía muy importante en este mar y se puede pasar a pie. Por coincidencia sucedió así en aquel momento en que los israelitas huían de los egipcios y aquellos lo achacaron a una intervención milagrosa de Dios. Ya por lo que se refiere al Nuevo testamento se decía que Jesús, cuando huyó a Egipto, estudió magia con los magos de allá y, al volver a Israel, aquí eran muy atrasadas las gentes e ignorantes, y sus trucos de magia fueron tomados por milagros. Y por lo que respecta al milagro de hoy se da la siguiente explicación racional por parte de aquellos “especialistas” de la Biblia, y es que no hubo tal milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, sino que Jesús obligó a los apóstoles a sacar la comida que llevaban para ellos y que no querían compartir con nadie e hizo que se la empezaran a dar a los demás. Todos los que estaban por allí, al ver este gesto de generosidad, también sacaron la comida que llevaban escondida y la compartieron con toda la gente. Todo el mundo quedó harto y, además, sobró comida. Por eso, el milagro –dicen- no consintió en multiplicar panes y peces, sino en mover el corazón egoísta para que todos compartieran generosamente lo que llevaban para sí.

Estas explicaciones me sorprendieron cuando las escuché, pero especialistas más serios las rechazaron, pues tales justificaciones “racionales” no explicaban todos los hechos milagrosos de la Biblia y hacían decir a ésta lo que en realidad no decía. Sin embargo, sí que me voy a quedar con la última explicación: en este día Cristo quiere mover nuestros corazones para que saquemos la comida y los bienes que llevamos escondidos bajo nuestros mantos y abrigos, y que son para nosotros y para los nuestros, y los compartamos generosamente con todos los hombres, sobre todo en este tiempo de carencia y de crisis por la que estamos atravesando. Y así cumpliremos lo que el apóstol San Juan nos dice en una de sus cartas: “Si uno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios? Hijos, no amemos con palabras y de boquilla, sino con obras y de verdad” (1 Jn. 3, 17-18).

Domingo de la Santísima Trinidad (C)

30-5-2010 SANTISIMA TRINIDAD (C)

Prov. 8, 22-31; Slm. 8; Rm. 5, 1-5; Jn. 16, 12-15

Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

En el día de hoy celebramos la festividad de la Santísima Trinidad y he pensado en seguir profundizando en el Espíritu Santo. En efecto, el domingo pasado, Pentecostés, os hablaba de los dones del Espíritu y hoy quiero hablaros de los frutos del Espíritu. Decía Jesús: “Por sus frutos los conoce­réis”. “Si un árbol es bueno, dará fruto bueno; pero si un árbol es malo, dará fruto malo. Porque el árbol se conoce por el fruto” (Mt. 12, 33).

Mucha gente cree que no es mala, porque no tiene pecados. Así se mide uno en el mundo, pero ante Dios uno se mide de otra manera. Jesús no mira si no tenemos pecados; Él mira más bien si tenemos obras buenas. Por eso, si cualquiera de nosotros desea saber si es bueno ante Dios, no mire las cosas malas que no tiene, sino las cosas buenas que tiene. ¿Y cuáles son esas cosas buenas? Pues son los frutos del Espíritu Santo.

La tradición de la Iglesia enumera doce frutos del Espíritu, los cuales están tomados en gran medida de una carta de San Pablo a los Gálatas, que dice así: “Los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Ga 5,22-23). Y hemos de saber que estos frutos, más que consecuencias de nuestro esfuerzo, son regalos de Dios, del Espíritu de Dios y, cuanto más cerca estamos de Él, más profundamente están los frutos en nosotros. Vamos ahora a ir examinando algunos de los frutos del Espíritu… hasta donde lleguemos.

- El amor es el primero entre los frutos del Espíritu Santo. ¿Por qué? Porque Dios es amor. Dad a un hombre el imperio del universo con la autoridad más absoluta que sea posible; haced que posea todas las riquezas, todos los honores, todos los placeres que se puedan desear; dadle la sabiduría más completa que se pueda imaginar; añadidle el poder de hacer milagros: que detenga al sol, que divida los mares, que resucite los muertos, que participe del poder de Dios en grado tan eminente como queráis, que tenga además el don de profecía, de discernimiento de espíritus y el conocimiento interior de los corazones. El menor acto de amor que haga, valdrá mucho más que todo eso, porque ese acto de amor lo acerca y lo hace semejante al Supremo bien. Sólo Dios es bueno, sólo de Dios procede lo bueno, y lo mejor que existe en la tierra y en el cielo es el amor: Amor a Dios, amor los otros, amor a uno mismo, amor a las criaturas. Si en vosotros encontráis este amor, entonces es que sois un árbol bueno y tenéis en vosotros el mejor de los frutos del Santo Espíritu de Dios.

- La alegría es uno de los indicativos más fuertes de la presencia del Espíritu Santo en nosotros. Los problemas nos han desaparecido, las circunstancias negativas siguen siendo las mismas, pero la perspec­tiva es otra muy distinta. "Por lo demás, hermanos míos, mante­neos alegres, como cristianos que sois" (Flp. 3, 1). Decía San Juan Crisóstomo: “Los seguidores de Cristo viven contentos y alegres, y se gozan de su pobreza más que los reyes de su corona”. Decía San José María Escrivá: “¿No tienes alegría? Piensa: hay un obstáculo entre Dios y yo. Casi siempre acertarás”.

- La mansedumbre y la paciencia. Ésta es el amor que comprende a las personas difíci­les o inmaduras, y que nos da esperanza en situaciones difíciles. Es propio de la virtud de la paciencia moderar los excesos de la tristeza y es propio de la virtud de la mansedumbre moderar los arrebatos de cólera que se levanta para rechazar el mal presente. El esfuerzo humano por ejercer la paciencia y la mansedumbre como virtudes requiere un combate que requiere violentos esfuerzos y grandes sacrificios. Pero, cuando la paciencia y la mansedumbre son frutos del Espíritu Santo, apartan a sus enemigos sin combate, o si llegan a combatir, es sin dificultad y con gusto. La paciencia ve con alegría todo aquello que puede causar tristeza. Así los mártires se regocijaban con la noticia de las persecuciones y a la vista de los suplicios. Cuando la paz está bien asentada en el corazón, no le cuesta a la mansedumbre someter los movimientos de cólera. Cuando el Espíritu Santo toma posesión de una persona, aleja de ella la tristeza y la cólera.

- La perseverancia. La perseverancia nos ayuda a mantenernos fieles al Señor a largo plazo. Impide el aburrimiento, la rutina, la desesperanza y la pena que provienen del deseo del bien que se espera y que no acaba de llegar, o del mal que se sufre. La perseverancia hace, por ejemplo, que al final de un tiempo consagrado a la virtud seamos más fervorosos que al principio.

- La bondad y generosidad que nos hace ser desprendidos de lo nuestro: de nuestras cosas y de nuestras personas. La bondad es un fruto que mira al bien del prójimo. Por ello, quien es regalado con este fruto se siente inclinado a ocuparse de los demás y a que los demás participen de lo que uno tiene, pues lo ha recibido de Dios y no es propietario, sino administrador. Es bondadoso quien pone por obra aquellas palabras de despedida de S. Pablo a los responsables de la comunidad de Efeso: "En todo os he hecho ver que hay que trabajar así para socorrer a los necesitados, acordándonos de las palabras del Señor Jesús: 'Hay más alegría en dar que en reci­bir'" (Hch. 20, 35).

- La fe, como fruto del Espíritu Santo, es la aceptación de todo lo que nos es revelado por Dios, es la firmeza para afianzarnos en ello, es la seguridad de la verdad que creemos sin sentir repugnancias ni dudas, ni esas oscuridades y terquedades que sentimos naturalmente respecto a las materias de la fe. No es suficiente creer, hace falta meditar en el corazón lo que creemos, sacar conclusiones y responder coherentemente. Por ejemplo, la fe nos dice que Nuestro Señor es a la vez Dios y Hombre y lo creemos. De aquí sacamos la conclusión de que debemos amarlo sobre todas las cosas, visitarlo a menudo en la Santa Eucaristía, prepararnos para recibirlo y hacer de todo esto el principio de nuestros deberes y el remedio de nuestras necesidades. Pero, cuando nuestro corazón esta dominado por otros intereses y afectos, nuestra voluntad no responde o está en pugna con la creencia del entendimiento. Creemos, pero no como una realidad viva a la que debemos responder. Hacemos una dicotomía entre la "vida espiritual" (algo solo mental) y nuestra "vida real" (lo que domina el corazón y la voluntad). Ahogamos con nuestros vicios los afectos piadosos. Si nuestra voluntad estuviese verdaderamente ganada por Dios, tendríamos una fe profunda y perfecta.

- La modestia regula los movimientos del cuerpo, los gestos y las palabras. Como fruto del Espíritu Santo, todo esto lo hace sin trabajo y como naturalmente. Nuestro espíritu, ligero e inquieto, está siempre revoloteando par todos lados, apegándose a toda clase de objetos y charlando sin cesar. La modestia lo detiene, lo modera y deja al alma en una profunda paz, que la dispone para ser la mansión de Dios: el don de presencia de Dios. Ésta sigue rápidamente al fruto de modestia. La presencia de Dios es una gran luz que hace al alma verse delante de Dios y darse cuenta de todos sus movimientos interiores y de todo lo que pasa en ella con más claridad que vemos los colores a la luz del mediodía. La inmodestia es señal de un espíritu poco religioso.

- El dominio de sí mismo es un fruto del Espíritu Santo que nos hace ser libres de los instintos animales y ciegos como la ira, la rabia, la gula, la lujuria. Mediante esta virtud el hombre se convierte realmente en el señor de la crea­ción y de las cosas creadas, sujetando su voluntad a la voluntad divina.

Domingo de Pentecostés (C)

23-5-2010 PENTECOSTES (C)
Hch. 2, 1-11; Slm. 103; 1 Co. 12, 3b-7.12-13; Jn. 20, 19-23

Homilía en audio de MP3
Queridos hermanos:
Cuando rezamos el Credo decimos que creemos en Dios Padre, en el Hijo (Jesucristo) y en el Espíritu Santo. En el día de hoy: domingo de Pentecostés, celebramos la venida del Espíritu Santo a los apóstoles y, a través de ellos, a toda la Iglesia.
Es muy poco lo que se habla del Espíritu Santo y ¡tanto lo que se puede decir de Él! Hoy profundizaremos un poco en este misterio del que depende nuestra vida de fe. En la segunda lectura nos dice San Pablo que “nadie puede decir ‘Jesús es Señor’, si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. Parece una tontería, pues todos podemos decir: ‘Jesús es Señor’, pero San Pablo no se refiere únicamente a mencionarlo o expresarlo con nuestros labios, sino sobre todo a decirlo con todo nuestro ser. O sea, lo que quiere decir San Pablo es que nadie puede creer en Jesús como Dios y como Señor, sino es porque el Espíritu Santo nos da la fe para decirlo, para creerlo y para vivirlo.
Supongo que habréis oído hablar de los dones que uno recibe con el Espíritu Santo. Cuando los apóstoles estaban reunidos en el día de Pentecostés, varias lenguas de fuego se posaron sobre ellos. En esas lenguas de fuego recibían el Espíritu Santo y sus dones. Estos permiten a los cristianos secundar con facilidad las mociones del propio Espíritu Santo al modo divino. Por lo tanto, los dones del Espíritu son infundidos por Dios. El creyente no podría adquirir los dones por sus propias fuerzas, ya que estos transcienden infinitamente todo el orden puramente natural. Los dones los poseen en algún grado todas las almas en gracia, y son incompatibles con el pecado mortal. Con estos dones el Espíritu Santo rige y gobierna inmediatamente nuestra vida sobrenatural. Ya no es la razón humana la que manda y gobierna; es el Espíritu Santo mismo, quien actúa como motor y causa principal única de nuestros actos virtuosos, poniendo en movimiento todo el organismo de nuestra vida sobrenatural hasta llevarlo a su pleno desarrollo.
Y ahora vamos a hablar de los dones que el Espíritu nos otorga. Ya sabéis que son siete:
- Don de sabiduría. La sabiduría es la luz que se recibe de lo alto: es una participación especial en ese conocimiento misterioso, que es propio de Dios. Este conocimiento está impregnado por la caridad, gracias al cual el alma adquiere familiaridad con las cosas divinas y gusta ya en la tierra de ellas. Con este don se es capaz de juzgar las cosas, los acontecimientos y las personas según la medida de Dios. Por otra parte, con esta sabiduría se sabe en cada momento lo que se tiene que hacer para agradar a Dios,
- Don de entendimiento o de inteligencia. Es una gracia del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios y profundizar las verdades reveladas. La palabra "inteligencia" deriva del latín intus legere, que significa "leer dentro", penetrar, comprender a fondo. Esta inteligencia sobrenatural se da, no sólo a cada uno, sino también a la comunidad: a los Pastores y a los fieles, que de este modo poseen el sentido de la fe.
- Don de consejo. Ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone, sugiriéndole lo que es lícito, lo que conviene más al alma. El Espíritu de Dios enriquece y perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, especialmente cuando se trata de opciones importantes (por ejemplo, de dar respuesta a la vocación), o de un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos.
- Don de fortaleza. Es la fuerza sobrenatural que Dios nos otorga para obrar valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar las contrariedades de la vida. Para resistir las instigaciones de las pasiones internas y las presiones del ambiente, y nos ayuda a superar los miedos, la cobardía, la rutina y el cansancio.
En nuestro tiempo muchos ensalzan la fuerza física, llegando incluso a aprobar las manifestaciones extremas de la violencia. Este don de la fortaleza encuentra poco espacio en una sociedad en la que está difundida la práctica, tanto del ceder y del acomodarse como la del atropello y la dureza en las relaciones económicas, sociales y políticas. La timidez y la agresividad son dos formas de falta de fortaleza que, a menudo, se encuentran en el comportamiento humano, con la consiguiente repetición del entristecedor espectáculo de quien es débil y servil con los poderosos, pero prepotente con los indefensos. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma no solo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.
- Don de ciencia. Nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador. El hombre contemporáneo, en virtud del desarrollo de las ciencias, corre el riesgo de absolutizar las cosas de este mundo y casi de divinizarlas hasta hacer de ellas el fin supremo de su misma vida. Esto ocurre sobre todo cuando se trata de las riquezas, del placer, del poder que precisamente se pueden derivar de las cosas materiales. Estos son los ídolos principales, ante los que el mundo se postra demasiado a menudo. Gracias al don de ciencia, el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida. Así logra ver las cosas como manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, del amor infinito que es Dios, y como consecuencia, se siente impulsado a traducir este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias. Además, el hombre con este don descubre la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación.
- Don de piedad. Este don sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre. La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración y nos da una profunda confianza en Dios. La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Así se da en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su corazón de alguna manera participe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. Por esto el cristiano se siente impulsado a tratar a los demás con la amabilidad propia de una relación fraterna. El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón.
- Don de temor de Dios. Se trata del temor a ofender a Dios y humildemente reconociendo nuestra debilidad. El creyente se preocupa de no disgustar a Dios, de "permanecer" y de crecer en la caridad. El creyente se presenta y se pone ante Dios con el «espíritu contrito» y con el «corazón humillado». Este temor no excluye el miedo que nace de la conciencia de las culpas cometidas y de la perspectiva del castigo divino, pero la suaviza con la fe en la misericordia divina y con la certeza de la solicitud paterna de Dios que quiere la salvación eterna de todos.
¡Ven, oh Santo Espíritu, y concédenos tus siete dones, ahora y por siempre! AMEN

Domingo de la Ascensión del Señor (C)

16-5-2010 DOMINGO DE LA ASCENSION (C)

Homilía de audio en MP3
Hch. 1, 1-11; Slm. 46; Ef. 1, 17-23; Lc. 24, 46-53
Queridos hermanos:
En este domingo celebramos la Ascensión de Jesús a los cielos. Este hecho se nos narra en el evangelio y en la primera lectura de hoy. En esta última se cuenta cómo un ángel se dirige a los discípulos que miraban al cielo viendo cómo ascendía Jesús: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse”. En efecto, el misterio de la Ascensión de Jesús a los cielos no es un camino de ida, sino que es un camino de ida y vuelta. Jesús se fue al Padre, pero volverá a nosotros de nuevo, volverá para buscarnos. Por eso, los cristianos siempre esperamos el regreso de Jesús a la Tierra. Por eso, en la Misa, después de la consagración, decimos todos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!” Y después del rezo del Padrenuestro, el sacerdote dice: “mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador, Jesucristo”. Igualmente en estos días de Pascua se leía en el Oficio de lectura de la Liturgia de las Horas el libro del Apocalipsis, y casi al final de este libro se lee así: “El Espíritu y la Novia[1] dicen: ‘¡Ven!’ Y el que oiga, diga: ‘¡Ven!’ […] ‘Sí, vengo pronto’. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap. 22, 17.20). En definitiva, el cristiano espera y lucha en esta vida y por esta vida, pero sobre todo el cristiano espera en el Señor y espera al Señor (cfr. Slm. 26, 14).
Sin embargo, por desgracia, existen muchos de nosotros, los cristianos, que estamos tan enfangados con las cosas de este mundo, que ya no esperamos casi nada de Dios, o, cuando nos dirigimos a Dios, es para pedirle cosas para este mundo. Difícilmente levantamos la vista del suelo, de esta tierra, y miramos fundamentalmente a Dios o al cielo. Al pensar esto, me vienen a la mente aquellas palabras que el ángel de Dios dijo a los cristianos de Efeso a finales del siglo I y que fueron recogidas en el Apocalipsis: “Tengo contra ti que has perdido el amor primero. Date cuenta, pues, de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a tu conducta primera (Ap. 2, 14-15). Por ello, San Pablo pedía para estos mismos cristianos de Efeso unos años antes que Dios “ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos”.
Bien, ésta es la idea fundamental que quiero predicaros en el día de hoy: Cristo Jesús nos llama con este misterio de su ascensión a los cielos a trabajar fuertemente en este mundo, pero sabiendo que nuestra patria está con Él, en el cielo, de donde vendrá el mismo Jesús a buscarnos. ¿Dónde tenemos nuestros ojos y nuestro corazón: en el cielo y en la tierra con las cosas de Dios, o sólo en la tierra con las cosas nuestras? ¿Hemos perdido “el amor primero” de una experiencia de Dios y seguimos instalados en una rutina, o luchamos por volver a los momentos de cercanía y amor de Dios en nosotros?
Quisiera ahora leeros una carta que una antigua religiosa dirigió al Papa para pedirle permiso y poder abandonar la congregación religiosa en la que estaba. Veréis cómo, desde mi punto de vista, esta mujer logra unir perfectamente su vida en la tierra, su preocupación por su familia, su deseo de ser feliz… con ese mirar al cielo y esperar todo de Jesucristo. Es una carta preciosa. Escuchad: “Santo Padre: Muchas veces he deseado escribirle, y no se imagina cómo me hubiera gustado que fuera en otras circunstancias. Mi nombre es N, de nacionalidad N. Hace trece años ingresé en la Congregación de N, convencida de que era el camino que Dios quería para mí: Los primeros años de formación fueron muy felices; lo que más agradezco es que me enseñaron a conocer mi religión y a dialogar con el Señor por medio de la oración. Había momentos en que me asaltaban las dudas, pero con la ayuda de mis formadoras me volvía a sentir animada.
La segunda etapa del juniorado la viví fuera de mi país, en España. No sabría decirle si me afectó el cambio de cultura; lo cierto es que a mis dudas se añadió un desencanto en mi vida religiosa, pero seguía adelante con el deseo y la esperanza que eso pasara pronto. Al terminar mi formación, sin duda cometí un error al profesar perpetuamente sin estar segura y esa inseguridad la pagué caro sin duda, pues lo que tendría que haber sido algo maravilloso, como es la consagración religiosa, para mí se volvió una carga insoportable en tal grado que me deprimía y veía todo negativo. Consulté con varios sacerdotes; algunos me decían que esperara y que viviera intensamente mi consagración, y Dios sabe que hacía lo posible por hacerlo. Otros me aconsejaban que dejara la Congregación, y no me atrevía, pues me sentía una infiel, ya que era consciente del compromiso que había adquirido. Así pasé dos años con una angustia interior en tal grado, que mi oración era una petición constante al Señor para que me quitara la vida.
No me cansaré nunca de agradecer a mi Dios lo bueno que ha sido conmigo, pues, en medio de tanta oscuridad, El se hizo presente por medio de un sacerdote que me ayudó mucho; me hizo comprender que, religiosa o no, Dios me amaba igual y que El permite las cosas por algo. Empecé a recobrar esa paz que había perdido hacía mucho tiempo. Me puse en las manos del sacerdote, y con su ayuda comencé a hacer un discernimiento para buscar la voluntad de Dios en mi vida. Pedí permiso para estar un año fuera de la Congregación y durante este tiempo he estado en contacto con mi director Espiritual y con su ayuda he llegado a la conclusión de que no tengo las fuerzas para continuar en la vida religiosa y que quiero rehacer mi vida, y ayudar a mi familia que se encuentra muy necesitada económicamente, pero quiero hacer las cosas bien y no alejarme de Dios. Por eso, quiero pedirle la dispensa de los votos religiosos, comprometiéndome a ser una buena cristiana, pues creo que es mejor a ser una mala religiosa.
Yo agradezco a Dios y no me arrepiento de todo lo que aprendí y viví en este tiempo, agradezco también a la Congregación todo el apoyo que me brindaron y todo lo que hicieron por mí, pues sé que, tanto a ellas como a mí, nos duele mucho esta situación.
Si me pregunta que si estoy segura de lo que le estoy pidiendo, le diré que no existe una seguridad total, pero tengo unas palabras de mi director grabadas en el alma que me dan consuelo. Me dijo: que, si me equivocaba, Dios tendría compasión de mí, por el deseo que tengo de hacer su voluntad y, la verdad, eso es lo que deseo con todo mi corazón. El lo sabe, sólo le pido perdón por si no he sabido buscarla. A usted también le pido perdón, pues sé lo que esto significa para usted. Por eso humildemente le pido una oración para que Dios me ayude y que no me pierda por los caminos fáciles que la vida seglar conlleva.
Yo también rezaré por usted para que el Señor le dé fuerzas para llevar a cabo su difícil tarea de guiar a la Iglesia.
Deseándole lo mejor se despide su hija”
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¡Que Dios nos conceda a todos nosotros trabajar en esta tierra esperando la vuelta de Nuestro Señor Jesucristo! ¡Él volverá un día por nosotros!
[1] La Novia indica a la Iglesia, es decir, a todos nosotros.