Domingo II de Navidad (A)

2-1-2011 DOMINGO SEGUNDO DESPUES DE NAVIDAD (A)

Eclo. 24,1-4.12-16; Sal. 147; Ef. 1, 3-6.15-18; Jn. 1, 1-18



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

En estos días recibimos muchas felicitaciones de Navidad. Unas contienen los mensajes tradicionales y otras con algo no demasiado habitual. Yo he recibido una de estas últimas felicitaciones con una poesía de un autor anónimo. La poesía te titula: “Navidad es...”. Os leo la poesía:

“Si tienes enemigos, reconcíliate con ellos.

Navidad es Paz.

Si en tu corazón tienes soberbia, sepúltala.

Navidad es Humildad.

Si tienes deudas, págalas antes de gastar todo.

Navidad es Justicia.

Si tienes pecados, arrepiéntete y conviértete.

Navidad es nacer al Espíritu.

Si tienes pobres a tu lado, ayúdalos.

Navidad es un Don.

Si en tu mente tienes sombras y dudas, ilumina tus pensamientos.

Navidad es Luz.

Si tienes errores, piensa y reflexiona.

Navidad es Verdad.

Si tienes tristezas y preocupaciones, alégrate.

Navidad es Gozo.

Y si sientes odio y resentimiento, arrepiéntete, perdona a todos,

y perdónate a ti mismo, porque entonces Dios ya te ha perdonado.

Navidad es Amor”

¿Os acordáis que ayer os animaba a elaborar una oración para el nuevo año 2011 que estamos estrenando? Pues una manera de hacer esta oración consiste en tomar como base esta poesía y trabajarla durante unos cuantos días. Ciertamente la Navidad es sobre todo don y regalo de Dios. La Navidad nos es ofrecida completamente gratis. Pero también es verdad que la Navidad ha de ser “trabajada” por nosotros y tener una serie de frutos dentro de nosotros y a nuestro alrededor, pues de lo contrario quedaría reducida a una mera parafernalia o a una celebración vacía de contenido.

Por lo tanto, si la Navidad es paz, tendré que pensar quiénes son mis enemigos y para quién soy yo enemigo, y buscaré la paz y la reconciliación con todos ellos, al menos en lo que de mí dependa.

Si la Navidad es humildad, procuraré esconder mi enorme y gran ego detrás de los demás y de Dios. Buscaré que no se me vea tanto, que no se me oiga tanto, no presumir tanto, no hacerme tanto la víctima, no vanagloriarme tanto de mis virtudes y de mis éxitos. Desapareceré yo para que aparezcan Dios y lo demás.

Si la Navidad es justicia y don, buscaré reconocer lo bueno de los demás y disculpar lo malo ajeno, pues del mismo modo Dios hace siempre conmigo. Procuraré devolver las cosas prestadas que están meses y meses en mi casa. Haré lo posible por compartir mis bienes, pues son primero de Dios que míos, y Él quiere que también los entregue (al menos parte de ellos) a otras personas mucho más necesitadas que yo.

Si la Navidad es nacer al Espíritu, procuraré ir dejando atrás mis pecados sempiternos, mis vicios y defectos omnipresentes (con la ayuda de Dios, de su Santo Espíritu). Empezaré este mes de enero por uno solo de ellos; por el más fácil, y haré como el Papa Juan XXIII, “sólo por hoy procuraré…”

Si la Navidad es luz, aunque yo no pueda disipar mis propias dudas e incertidumbres, procuraré ser luz, certeza, compañía y comprensión para quien está a mi lado y duda. Quizás no logre ahuyentar mis dudas, pero habrá un poco más de luz en el mundo, si logro despejar una sola duda del que está cerca de mí, aunque sólo sea para decirle: ‘No sé darte ninguna razón de por qué te suceden esas cosas; sólo sé que estoy a tu lado y que te quiero’.

Si la Navidad es verdad, procuraré no vivir en la mentira, no mentir a lo tonto o para justificarme o para sobresalir o por cobardía. Soy como soy, y Dios me ama así. Vivir en verdad significa aceptarse tal y como soy, presentarme tal y como soy ante los demás. Si los demás nos aceptan así, ¡enhorabuena! Si no nos aceptan como somos, mejor así… que estar siempre sobreactuando para caer bien al otro y estar roto por dentro entre lo que soy y lo que aparento ser.

Si la Navidad es gozo, buscaré dicho gozo en lo profundo de mi vida, de la vida de los demás y en Dios. No dejaré que mi alegría dependa sólo y exclusivamente de las cosas externas a mí o de las circunstancias que me rodean. No maldeciré la oscuridad, sino que encenderé una vela; no pondré gestos oscos, sino que mostraré la sonrisa que Dios me ha dado.

Si la Navidad es amor, procuraré que el odio, el resentimiento, el egoísmo y la distancia respecto a los demás no ahogue mi espíritu, mi ser más íntimo. No dejaré que la amargura y el egocentrismo aniquilen la semilla del amor que Dios ha sembrado en mí al crearme. Si un hombre no ama o tiene el corazón endurecido como una piedra, no es hombre; es un monstruo. El hombre está hecho para ser amado, pero también está hecho para amar. El hombre es el ser para el amor: amor que se da y amor que se recibe.

La Navidad es una realidad y es posible porque nos lo dice Dios a través de la Sagrada Escritura: “Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria”. En esta frase está resumido el significado más hondo de la Navidad.

Santa María, Madre de Dios (A)

1-1-2011 SANTA MARIA, MADRE DE DIOS (A)

Num. 6, 22-27; Sal. 66; Gal. 4, 4-7; Lc. 2, 16-21



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

En la homilía de hoy quisiera tratar varios temas:

- En un primer momento quisiera aclarar un concepto de la predicación del día de la Sagrada Familia. Quien haya leído o escuchado la homilía del pasado domingo podrá haber sacado la idea de que pongo al mismo nivel la unión de hecho, el matrimonio civil y el matrimonio canónico o por la Iglesia. Nada más alejado de la realidad. Para mí no tienen el mismo valor los diversos modos de convivencia entre un hombre y una mujer. El domingo pasado lo que hice fue fijarme simplemente en la convivencia en las parejas, independientemente del modo de unión o enlace entre sí. Pero, por supuesto que, para los católicos, no es lo mismo una manera u otra de convivir el hombre y la mujer. Nosotros, los católicos, pensamos y creemos firmemente que la única unión que vale para un hombre católico y para una mujer católica es el matrimonio sacramental. ¿Por qué? Pues porque (1) Dios mismo ha instituido el sacramento del matrimonio y porque (2) sabemos que, ante las dificultades de las que hablaba en la homilía anterior, Dios mismo está presente en esa convivencia para hacerla posible, para ayudar a esos esposos en su amor conyugal. Todo católico sabe que Dios está en nosotros y entre nosotros, y que su presencia y su ayuda nos hacen la vida más feliz y provechosa para nosotros y para los que nos rodean. ¡Qué sería de nosotros sin Dios! Para quienes no tienen fe, esta frase no tiene sentido alguno, pero para los que creemos, sabemos la absoluta verdad de esta afirmación: ¡Qué sería de todos nosotros (casados, solteros, casados, viudos, jóvenes y mayores, ricos y pobres, sanos y enfermos…) sin Dios, sin su ayuda y sin su presencia!

- Otra cosa que quisiera aclarar en el día de hoy es un comentario que hice en la homilía del día de Navidad. El comentario no estaba escrito en el texto que publiqué en Internet, pero sí lo verbalicé. Os decía que, al preparar esa predicación para el día de Navidad, sentí en mi interior una voz que me decía que era todo una mentira, que era siempre lo mismo, que Dios no podía salvar a nadie, que todo era ya sabido y aburrido… Lo percibí como una tentación de Satanás; era una idea y un pensamiento molestos y persistentes, pero procuré retirarlos de mi voluntad y de mi mente, aunque siguieron rondando y siguen todavía. Los efectos de las tentaciones dejan a uno con intranquilidad, con desasosiego, con

dudas, con falta de alegría… Pero, ¿sabéis qué es lo peor de las tentaciones? Para mí lo peor no son las mismas tentaciones, sino el silencio de Dios. Dios en esos momentos de tentación suele callar y uno se siente que ha de luchar en completa soledad contra todo lo que se le viene encima. No obstante, la experiencia me dice una y otra vez que todo eso es necesario pasarlo para que se fortalezca la fe. En caso contrario, ante cualquier dificultad, enseguida claudicamos o entramos en la más absoluta de las mediocridades. Hace poco regalaron a mi casa un pollo de corral. Mi madre me decía que el pollo de corral tenía la carne más dura y era porque caminaba por la huerta y por el prado. Sin embargo, el pollo “de fábrica” estaba siempre encerrado en un pequeño compartimento y su carne era blanda. El pollo mejor y más caro es el de corral, por supuesto. Pues Dios quiere que nuestra fe sea probada, profunda y buena como el pollo de corral, y no como el pollo “de fábrica”. En medio de la tentación habitualmente no sentimos ni percibimos sensiblemente a Dios, pero Él siempre está. Así nos lo dice San Pablo: “Ninguna prueba habéis tenido que rebase lo soportable, y podéis confiar en que Dios no permitirá que seáis puestos a prueba por encima de vuestras fuerzas; al contrario, junto a la prueba, os proporcionará fuerzas suficientes para superarla” (1 Co. 10, 13).

- Ya para ir finalizando esta homilía quisiera leeros una oración que me enviaron hace poco tiempo. Se titula así: Oración para terminar el año”. La leo:

“Señor Dios, dueño del tiempo y de la eternidad, tuyo es el hoy y el mañana, el pasado y el futuro.

Al terminar este año quiero darte gracias por todo aquello que recibí de TI.

Gracias por la vida y el amor, por las flores, el aire y el sol; por la alegría y el dolor, por cuanto fue posible y por lo que no pudo ser.

Te ofrezco cuanto hice en este año; el trabajo que pude realizar y las cosas que pasaron por mis manos y lo que con ellas pude construir.

Te presento a las personas que a lo largo de estos meses amé, las amistades nuevas y los antiguos amores, los más cercanos a mi y los que están más lejos, los que me dieron su mano y aquellos a los que pude ayudar, con los que compartí la vida, el trabajo, el dolor y la alegría.

Pero también Señor, hoy quiero pedirte perdón; perdón por el tiempo perdido, por el dinero mal gastado, por la palabra inútil y el amor desperdiciado. Perdón por las obras vacías y por el trabajo mal hecho, y perdón por vivir sin entusiasmo.

También por la oración que poco a poco fui aplazando y que hasta ahora vengo a presentarte. Por todos mis olvidos, descuidos y silencios nuevamente te pido perdón.

Hoy te pido para mí y los míos la paz y la alegría, la fuerza y la prudencia, la claridad y la sabiduría.

Quiero vivir cada día con optimismo y bondad llevando a todas partes un corazón lleno de comprensión y paz.

Cierra Tú mis oídos a toda falsedad y mis labios a palabras mentirosas, egoístas, mordaces o hirientes.

Abre, en cambio, mi ser a todo lo que es bueno, que mi espíritu se llene solo de bendiciones, y las derrame a mi paso.

Cólmame de bondad y de alegría para que cuantos conviven conmigo o se acerquen a mi encuentren en mi vida un poquito de TI.

Danos un año feliz y enséñanos a repartir felicidad.

Amén”

Hasta aquí ‘la oración para terminar el año’, pero hoy estamos a 1 de enero de 2011. Por tanto, es necesario que hagamos otra oración para empezar el año. Esta oración para 2011 la tendremos que elaborar cada uno de nosotros. En esta nueva plegaria (1) pidamos a Dios lo que deseamos para este año que empieza, pero también (2) hemos de incluir en esa oración lo que nosotros pensamos o lo que podemos hacer para entrar en la voluntad de Dios y lo que podemos hacer en favor de los demás; de esta manera no tendremos que pedir “perdón por el tiempo perdido”, como en la oración de despedida de 2010.

Sagrada Familia (A)

26-12-2010 SAGRADA FAMILIA (A)

Eclo. 3, 2-6.12-14; Slm. 127; Col. 3, 12-21; Mt. 2, 13-15.19-23



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

En el día de hoy celebramos la festividad de la Sagrada Familia. El año anterior me fijé en los niños al predicar la homilía. En este año quisiera fijarme un poco en los esposos.

La semana pasada un joven soltero y sin compromiso me decía que la Iglesia tiene que cambiar en muchas cosas, pues se está quedando atrás y sola. Le pedí que me pusiera algún ejemplo de estos cambios que ha de hacer la Iglesia e inmediatamente me habló de las parejas y de los matrimonios. Me contaba el caso de sus hermanos: dos varones y una chica. Todos ellos con pareja. Su hermano mayor llevó un noviazgo “por el libro”, se casó por la Iglesia y su matrimonio… es un auténtico desastre. Me decía este joven que, si su hermano hubiera convivido con su novia, se hubieran podido conocer más y mejor antes de llegar al matrimonio y quizás no estarían como están ahora. Me comparó este matrimonio canónico y fracasado con la relación de pareja que lleva su otro hermano con una chica y las cosas van bastante mejor entre ellos. Lo que pasa es que, como yo conozco un poco las tres relaciones de sus hermanos, le hice ver las contradicciones y las tensiones de las convivencias de sus otros dos hermanos que están sin casar, ni por lo civil, ni por la Iglesia. El joven me acabó reconociendo esto. Parece que hoy día casarse por la Iglesia no es garantía de que el matrimonio y la convivencia conyugal “funcione”, pero… casarse por lo civil o convivir como pareja de hecho tampoco es garantía de conocerse mejor y de que la relación “funcione”. Hay que ir profundizar más que lo que este joven hacía –desde mi punto de vista- sobre la vida de pareja.

Hace poco leí en un periódico una carta de una mujer que pasaba por dificultades conyugales. Decía la carta: Querido marido de más de media vida juntos: Sin necesidad de acuerdo previo, desde siempre coincidimos, primero en enamorarnos fulminantemente y luego en esas menudencias que ensamblan la vida. Coincidimos en política, en religión, en dedicación a nuestra casa y a nuestros hijos, en cuidar uno de otro cuando hemos estado enfermos y… ¡vive Dios que no nos han faltado sustos de salud! Juntos hemos disfrutado de los pequeños triunfos y juntos, codo con codo, hemos sufrido, padecido y luchado, contra la variada injusticia que nos tocó en el lote. No hemos sido una idílica pareja de esas que nunca discuten. Hemos discutido, nos hemos enfadado y nos hemos amigado; en fin, lo normal, hemos vivido. Sin embargo, ahora estás imposible. Sentadas las grandes bases, sin problemas irresolubles, te veo sonreír y hablar amablemente… pero no conmigo. Mi presencia te agobia, mi ausencia te disgusta. Rechazas mis iniciativas, te niegas a acompañarme (porque no te encuentras bien, me dices) y, a continuación, sí que te encuentras bien para ir a ver a cualquiera que yo no haya mencionado. Si hay verdura, quieres pasta. Si hay pasta, quieres arroz. Si hay sopa, quieres puré. Si te pregunto qué quieres, contestas que cualquier cosa. Si dispongo “cualquier cosa”, apareces con algo nuevo que tú has ido a buscar. Si hablas con los hijos, no haces de correa de transmisión. Si yo hablo con ellos, te molestas si no comento nada. ¿Te muestras correcto? Sí. Correcto y distante, correcto y despegado. ¿Hablas conmigo? Sí, sin entablar conversación alguna. Si muestro interés por las cosas que tienes que hacer, me contestas con vaguedades o si alguna vez me contestas algo concreto… luego me reprochas que no lleve una memoria exacta de lo que has dicho. Si me acerco a ti, retrocedes porque te parece que te mando o que te fiscalizo. Si procuro mantenerme distante, acaba escapándosete algún suspiro como de pena. Si te pregunto, me contestas algo bien críptico y abstruso, que me suma en la indignación o en la tristeza… Tiene que bastarte esta muestra para comprender porqué digo que estás imposible”.

¡Qué preciosa es la vida matrimonial, pero al mismo tiempo qué difícil y cuántos sinsabores aporta a tantos hombres y a tantas mujeres! Seguro que todos, los maridos y las mujeres, tienen miles de razones para quejarse -¡y con razón!- de lo mal que se comporta su cónyuge. Cuando el párroco de La Corte (Oviedo) me llama para hablar un día a los novios que se preparan para el matrimonio, al llegar a la sala veo en la pizarra que hay una serie de palabras escritas el día anterior en que el párroco les pregunta qué actitudes deben existir en un matrimonio y cuáles no. Leo siempre lo que han dicho los novios en dos columnas: amor, respeto, cariño, comprensión, fidelidad,/ malos humores, gritos, rencores, etc. Y siempre me fijo que falta una actitud muy importante: el perdón. Sí, en toda relación humana, y sobre todo en toda relación de pareja-matrimonio el perdón debe de estar siempre presente, pues uno, otro o los dos comenten errores y fallos, y el otro debe siempre perdonar.

La buena relación entre los esposos no se consigue durante el noviazgo llegando su cenit en el momento de la celebración de la boda. No. Dicha relación es fruto de toda la vida. Constantemente hay que estar luchando, ambos y codo con codo, por esta relación. Hace tiempo leí una frase de un autor cristiano (Tertuliano), que hablando de los esposos escribía así: “¡Qué vinculación la de dos fieles que tienen la misma esperanza, el mismo deseo, la misma disciplina, el mismo Señor! Dos hermanos comprometidos en el mismo servicio: no hay división de espíritu ni de carne; realmente son dos en una misma carne. Juntos oran, juntos se acuestan, juntos cumplen la ley del ayuno. Uno y otro se enseñan, uno y otro se exhortan, uno y otro se soportan. Juntos están en la Iglesia de Dios, juntos toman parte en el banquete de Dios, juntos pasan las angustias, las persecucio­nes, las alegrías. No se ocultan nada el uno al otro, todo es compartido, sin que por eso sea carga el uno para el otro...” En esta misma línea me ha emocionado la actuación de San José en el evangelio de hoy. Cuando Dios le avisa para que huya ante Herodes, que quiere matar a su hijo, San José coge a su hijo y a su mujer y se las lleva al extranjero a fin de protegerlos. Cuando años más adelante Dios le avisa que puede regresar, San José vuelve a coger a su hijo y a su mujer y los trae de vuelta a Israel, pero temiendo que el hijo de Herodes aún busque al niño para matarlo, lleva a éste y a su mujer a una aldea remota de Galilea: Nazaret. San José es padre que protege a su hijo. San José es esposo que protege y cuida de su esposa.

En esta Misa pido a San José y a la Virgen María, verdaderos esposos según la voluntad de Dios, que protejan y cuiden de todos los esposos y de todas las parejas de la tierra, y que les enseñen que el amor esponsal verdadero es olvidarse de sí mismo para darse al otro por entero.

Navidad (A)

25-12-2010 NAVIDAD (A)

Is. 52, 7-10; Slm. 97; Hb. 1, 1-6; Jn. 1, 1-18



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

En este año para predicar sobre el día de Navidad no recogeré reflexiones ‘sesudas’, sino que leeré las sencillas palabras de una mujer que el año pasado se acercó a su parroquia el 28 de diciembre y vio las figuras del nacimiento con María, con San José, con la estrella, el ángel y los animales, pero sin el niño Jesús. Aquella visión de la cuna vacía revolvió a esta mujer y aquí están los pensamientos que tuvo y lo que sucedió:

“Cuando hoy llegué a la iglesia me encontré con María y José en el portal, pero sin el Niño. Esta ausencia produjo una fuerte sacudida a mi corazón. Y de pronto, sin saber como, me embargó una gran tristeza y se estremeció mi alma ante aquella cuna vacía y lloré; lloré porque era como si Jesús no hubiera nacido. Aquella cuna vacía ante mí era la representación de nuestros corazones; corazones que no habían recibido al Niño ni lo habían dejado nacer en ellos. Era aquélla una cuna desolada, solitaria y fría; un espacio de desesperanza sin vida de Dios. Lloré ante la cuna vacía; lloré con arrepentimiento y dolor, con un profundo y amargo dolor. ¿Dónde estaba el Niño? ¿Quién se lo había llevado? La desolación y la tristeza tomaron posesión de mi alma, pues ante mi física presencia faltaba la presencia física de la figura del Niño: la imagen de aquel pequeño bebé tierno y frágil, pero a la vez fuerte y divino. Faltaba el Niño. ¡Qué tristeza! ¡Un nacimiento sin Niño no es nacimiento! Fue el dolor de este llanto el que abrió mi corazón al amor e hizo nacer al Niño en mí: amor derramado por la pena de ver el lugar vacío, frío y triste. Faltaba su divina presencia. La misteriosa alegría que produce un nuevo nacimiento. Un divino nacimiento. Y así, en medio de abundantes lágrimas, el Niño Jesús fue dado a luz en mi alma con retraso, pues estos días estaba demasiado ocupada con mis cosas, con las comidas y con la familia. Sólo cuando me contemplé en aquella cuna vacía, descubrí en mí el vacío de su presencia y me embargó el dolor de no saber decir sí como María y dar a luz en mí al Hijo de Dios. Ante este descubrimiento mi corazón se enterneció, y en ese acto de amor la cuna de mi corazón se llenó de su presencia.

Después de todo lo experimentado por mi alma, hablé con el párroco y le hice ver que un nacimiento sin Niño no estaba completo. Pues mucha gente, -le dije-, viene a la iglesia todos los días mientras hago adoración ante el sagrario y, como estoy en un rincón y apenas me ven, creyéndose solos, hacen actos de amor que a mí me estremecen y enfervorizan más en mí la fe. Lo cierto es que todo empezó hace unos siete años, cuando se llevaron al Niño Jesús del portal, y eso causó mucho revuelo en la parroquia, sobre todo al sacerdote que estaba en aquel momento. Pero a mí, al contrario de todos, me pareció un acto de amor. Alguien que estaba solo o enfermo o quien sabe cuántas cosas más, miró al Niño y el Niño lo miró a él, y se fueron a pasar la Navidad juntos. Y ese alguien que se llevó al Niño dejó en la cuna una flor. Se llevó lo más bello y nos dejó en su lugar una bella flor. En aquel momento ante el revuelo montado me fui a la ciudad a comprar un Niño Jesús para reponer al que se habían llevado, pero, cuando llegué a la iglesia, ya había otro Niño en el portal, así que me llevé el que había traído para mi casa. Ahora, ante el temor de que se llevasen el Niño Jesús, decidieron retirarlo y ponerlo solamente a la hora de la Misa. Pero yo desde mi oscuro rincón, había visto a algunas personas llorar ante el Niño y besarlo y adorarlo, así que mi alma se estremeció cuando vio a María y a José y la cuna vacía. Por tanto, le dije al párroco que tenía un Niño Jesús en mi casa y que se lo traería para el portal y a él le pareció bien. Así que fui a casa a por el Niño que había comprado años antes para la parroquia y lo puse sobre la cuna vacía… dejando vacía la cuna que yo tenía en casa. Cuando vaya a la ciudad, me compraré otro Niño Jesús, porque después de estos años me acostumbré a su presencia cerca de mí. Ahora espero que sea la cuna que representa mi corazón la que se llene de su presencia y que nazca en mí una y mil veces. Pues deseo que mi corazón sea una cuna divinamente llena y que rebose de su presencia en un nacimiento infinito”.

En estas palabras de un hecho sencillo se han hecho presentes las palabras del evangelio de hoy:

- La Palabra era Dios […] y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria”. Esta mujer contempló la gloria de Dios ante una cuna vacía que la revolvió, la estremeció y le hizo llorar. Quienes iban como a hurtadillas a la iglesia parroquial y a escondidas o creyéndose a solas besaban y adoraban aquel “belén” sin Niño Jesús también contemplaron la gloria de Dios. Y, finalmente, quien “robó” el Niño Jesús para llevárselo a su casa y en la cuna vacía dejó una flor también contempló la gloria de Dios.

- “En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres”. Esta Palabra es Jesús mismo, y parece mentira que su imagen, ya sea en la cruz o en el portal de “belén”, ya sea la ausencia de su imagen en un “belén” de una parroquia cualquiera, pueda remover tanto a los hombres y darles sentido a sus vidas. Sí, en estos días me ha tocado ver a distintas personas cómo se emocionaban hasta llorar por hablar de Dios o por acordarse de Jesús. ¿Quién es Éste que tanto nos enternece y nos hace vivir para Él? Éste es Jesús, el Hijo de Dios. Él nos da Vida y nos da Luz.

- “A cuantos recibieron (la Palabra-Jesús), les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre”. Esta mujer fue tocada por Dios en su corazón. Vio, a través de los ojos de Dios, su corazón duro y vacío de Dios. Esto le produjo dolor y arrepentimiento, y al mismo tiempo deseo de llenarse del Niño Jesús. Esta mujer fue escuchada y “concibió” a Jesús en su corazón.

Pidamos que estas gracias que tuvieron estas personas en las Navidades pasadas también nos sean concedidas a todos nosotros en las Navidades de este año.

¡Que así sea!

Domingo IV de Adviento (A)

19-12-2010 DOMINGO IV ADVIENTO (A)

Is. 7, 10-14; Slm. 23; Rm. 1, 1-7; Mt. 1, 18-24



Queridos hermanos:

- Existe un texto de la primera carta de San Pedro que es muy utilizado y hoy quiero comenzar con él al inicio de esta homilía. El texto dice así: “Estad siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os pida explicaciones. Hacedlo, sin embargo, con dulzura y respeto” (1 Pe. 3, 15-16). Imaginaros que se acerca a nosotros un musulmán, o un ateo, o una persona bautizada, pero no creyente, y nos pregunta: ‘¿Qué es lo que celebráis los católicos en este tiempo o en estos días, que vosotros llamáis de “Adviento”?’ ¿Qué contestaríamos? No, no se trata de dar una simple respuesta teórica, sino que se trata de una respuesta de evangelio y de vida. Entre otras cosas, podemos decir lo siguiente:

1) Los católicos celebramos en estos días de Adviento el amor de Dios Padre, que no has creado. Él nos ama más que nuestros propios padres y tiene una paciencia infinita con todos nosotros.

2) Los católicos celebramos en estos días de Adviento que, a pesar del amor infinito que Dios nos tiene, nosotros hemos pecado y no le hemos sido fieles. Dios todo lo ha creado bueno, incluso los hombres, pero nosotros, con nuestra libertad, hemos dado la espalda a Dios (y lo seguimos haciendo a día de hoy).

3) Los católicos celebramos en estos días de Adviento que Dios no nos ha abandonado a nuestra suerte ni nos guarda rencor perpetuo por nuestros pecados. Por eso, como se dice en la profecía de Isaías que acabamos de escuchar, “el Señor, por su cuenta, os dará una señal. Mirad: la virgen está encinta y da a luz a un hijo, y le pone por nombre Enmanuel (que significa: ‘Dios-con-nosotros’)”. Esta señal ha sido anunciada por los profetas ya varios cientos de años antes de que sucediera y con una precisión tremenda. Esta precisión sólo pudo provenir de una revelación de Dios mismo. En efecto, a los profetas se les anunció que Dios iba a darnos una señal de perdón para nuestros pecados. Esa señal sería una doncella, una virgen que, sin conocer varón, estaría, sin embargo, encinta de un niño. Esa señal sería igualmente que ese niño no sería un niño cualquiera, sino que sería el mismo Dios en medio de todos los hombres y de toda la creación.

4) Los católicos celebramos en estos días de Adviento que esperamos el nacimiento de ese Niño maravilloso. En ese Niño se encontrarán el hombre y Dios. Así lo dice San Pablo en la segunda lectura: “se refiere a su Hijo, nacido, según lo humano, de la estirpe de David; constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios”. En estas palabras se encierra el dogma, aunque yo prefiero decir hoy el misterio de la Encarnación: Dios mismo en su Segunda Persona, o sea, el Hijo viene a salvarnos a los hombres y lo hace hecho hombre. Es un hombre verdadero, de carne y hueso. Es un hombre verdadero sujeto al frío y al calor, al hambre y a la sed, a la alegría y al sufrimiento, a la vida y a la muerte. Es semejante en todo a nosotros, menos en el pecado. En este Niño que viene no hay pecado: no hay pecado original, no habrá pecado personal, pues es Dios mismo; el Santo entre los santos.

5) Los católicos celebramos en estos días de Adviento que, si Dios se hizo hombre, también nosotros, los hombres, podemos ser alzados y convertidos en dioses. Sí, nosotros estamos llamados a convertirnos en el dios con minúscula del Dios con mayúscula. Y todo esto gracias a este Niño que esperamos ahora en el Adviento y que nacerá en la próxima Navidad.

Por todo esto y para todo esto los católicos nos preparamos en este tiempo de Adviento. Ya en el siglo VI los católicos en este mes de diciembre ayunaban algunos días, o acudían diariamente al templo para la oración litúrgica. Y hoy día existen católicos que hacen un plan personal para las cuatros semanas que dura el Adviento. Este plan personal debe tener dos facetas: por una parte, librarnos de todo aquello que nos aparta de Dios y de los hermanos, es decir, quitar malas o inútiles costumbres, pecados, egoísmos…; por otra parte, llenar nuestro ser de todo lo que procede de Dios, como la oración, el perdón de los pecados, la lectura de la Palabra de Dios, la reconciliación con nuestros enemigos, etc.

¿Por qué y para qué hacer todo esto? Si realmente nuestra fe se alimenta de lo dicho más arriba, debemos preparar nuestro espíritu para recibir a ese Niño que viene a nosotros. San José lo hizo. Él recibió y acogió en su casa, no sólo al Niño, sino también a la Madre. Mirad cómo no es dicho esto en el evangelio de hoy: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados […] Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.

- Ya para terminar, y como hago todos los años por estas fechas, voy a romper delante de vosotros un décimo de la lotería de Navidad. Es un décimo de este año, no del año pasado, y lo rompo porque siento que Dios me lo pide (a otros les pedirá Dios otras cosas); lo rompo porque no quiero que me toque; lo rompo porque quiero con este gesto denunciar todo el mundo del juego y de los males que el juego trae consigo a tantas familias; lo rompo porque quiero denunciar el afán de poner nuestras esperanzas en golpes de fortuna y no en el trabajo y en el ahorro personal y familiar; lo rompo porque quiero que mi tesoro sea el Niño Jesús y no el dinero que me pueda tocar el 22 de diciembre. Sé que muchos de vosotros no estáis de acuerdo con este gesto mío. Hay quien me dice: ‘dáselo a los pobres si te toca y no lo rompas’. A lo que yo replico: ‘lo que no quiero para mí, no lo quiero para los demás’. Hay quien me dice: ‘pero, si te toca y no lo cobras, se lo quedará Zapatero’. A lo que yo replico: ‘¡que se lo quede!’

Os deseo una santa preparación para el nacimiento del Niño en vuestros espíritus y en vuestras familias, y entre todos nosotros, los hombres, que bien que lo necesitamos.