Domingo XXXII del Tiempo Ordinario (C)

11-11-2007 DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO (C)
2 Mcb. 7, 1-2.9-14, 2; Slm. 16; 2 Ts. 2, 16-3, 5; Lc. 20, 27-38
Queridos hermanos:
Os decía el otro domingo que los saduceos no creían en la resurrección de los muertos y pusieron ante Jesús el caso de la mujer que se casó con siete hermanos. De ninguno de ellos pudo tener hijos y entonces los saduceos planteaban la pregunta de que, al resucitar, de cuál de los siete hermanos sería mujer. Los judíos aceptaban que un hombre tuviera varias mujeres, pero no que una mujer tuviera varios maridos. Así, al plantear este caso ante los fariseos y ante Jesús querían hacer ver la ridiculez de creer en la resurrección de los muertos.
También hoy estamos en un momento en que hay muchos “saduceos”, es decir, muchas personas que no creen en la resurrección de los muertos. Piensan que, una vez que llega la muerte, ya no hay nada más después. Dicen que creer en la resurrección es poner la esperanza en algo vacío e irreal. El cielo está aquí y el infierno está aquí. Después no hay nada. Creer en la resurrección es hacer caso de cuentos de la Edad Media y de inventos de la Iglesia.
La realidad de la muerte está y sigue ahí, y se acerca a nosotros de modo inexorable. Veamos tres casos de personas que niegan la resurrección o que hay vida después de la muerte, y cómo se enfrentan a ello: 1) El primer caso es el de Simone de Beauvoir, mujer o pareja de Sartre, filósofo francés. Simone escribía esto: “‘Si alguna vez por la tarde había bebido un vaso de más, podía suceder que derramara ríos de lágrimas. Mi antigua ansia de absoluto se despertaba, y yo descubría de nuevo la vanidad del esfuerzo humano y la amenazadora proximidad de la muerte… Sartre niega que se pueda encontrar la verdad en el vino y en las lágrimas. En su opinión, el alcohol me ponía melancólica y yo disimulaba mi estado con razones metafísicas. Yo sostenía, en cambio, que la embriaguez retiraba la defensa y los controles que normalmente nos protegen de las certezas insoportables, y me forzaba a mirarlas a la cara. Hoy creo que, en un caso privilegiado como el mío, la vida contiene dos verdades entre las cuales no hay elección, y hay que ir a su encuentro al mismo tiempo: la alegría de existir y el horror ante el fin.’” 2) Asimismo Simone menciona en sus memorias a un conocido suyo, “el comunista Nizan, que oficialmente anunciaba la tesis del futuro que el ser humano encuentra en su trabajo a favor de las construcción de una sociedad futura sin clases, pero que en privado estaba totalmente convencido de que esta respuesta era completamente insatisfactoria y experimentaba con estremecimiento la tragedia de la ausencia de futuro del ser humano, detrás de la engañosa fachada de la promesa de un futuro colectivo. La llamada al futuro que surge del ser humano no se agota en un colectivo anónimo; el ser humano exige un futuro que lo incluya a él.” 3) También quiero traer aquí las palabras de un autor italiano, Indro Montanelli, ateo o agnóstico, sobre la muerte y la falta de fe: “Lo confieso, yo no he vivido y no vivo la falta de fe con la desesperación de un Guerriero, de un Prezzolini [...] Sin embargo, siempre la he sentido y la siento como una profunda injusticia que priva a mi vida, ahora que ha llegado al momento de rendir cuentas, de cualquier sentido. Si mi destino es cerrar los ojos sin haber sabido de dónde vengo, a dónde voy y qué he venido a hacer aquí, más me valía no haberlos abierto nunca.”
Y es que, ante la muerte, podemos adoptar una posición de rebelión o de resignación o de esconder la cabeza bajo el ala. Otras personas tienen otras interpretaciones de la vida después de esta vida: El lunes por la noche cenaba con unos amigos y me decía uno de ellos que había llamado a su primo, que estaba muy enfermo, para despedirse y le decía mi amigo que rezaría por él. Sin embargo, el primo moribundo decía que no creía en nada de eso del cielo o de la resurrección o de la Iglesia. Únicamente esperaba que, al morir, su energía se fundiera con la energía cósmica. En este caso y según esta interpretación nosotros vivimos con una individualidad determinada, pero que desaparece al morir y fundirnos en un magma impersonal.
Las personas que tenemos fe en Jesucristo sabemos que 1) Dios nos recogerá al otro lado de la puerta; 2) que nuestra muerte no es para siempre, pues reviviremos o pasaremos a otra forma de vida que ya nunca se acabará; 3) que merece la pena esforzarse para vivir aquí según Dios para VIVIR después con Dios. Desde esta fe y esta certeza tienen sentido las palabras que acabamos de escuchar en las lecturas. Decían los hermanos macabeos torturados por ser fieles a Dios: “’Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres.’ […] ‘Tú nos arrancas la vida presente; pero el rey del universo nos resucitará para una vida eterna.’ […] ‘Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará.’” Decía Jesús en el evangelio: “los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección […] No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.”
Para terminar voy a leeros un texto de un anciano creyente a las puertas de la muerte. Quizás ya conozcáis el texto. Se trata del testamento espiritual de Papa Pablo VI: "¡El fin! Llega el fin... ¿Quién soy yo? ¿Qué queda de mí? ¿A dónde voy? Veo que este diálogo debe desarrollarse con Dios, del cual vengo y al cual voy. Llega la hora. Hace algún tiempo que tengo el presentimiento. Habitualmente, el fin de la vida temporal tiene una oscura claridad propia: la de los recuerdos, tan bellos, tan atractivos y ahora para denunciar un pasado irrecuperable. Donde hay luz se descubre el engaño de una vida basada en bienes efímeros y sobre esperanzas falsas.
Esta vida mortal es, a pesar de sus trabajos, de sus oscuros misterios, de sus padecimientos, de su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor. Y no menos encantador es el marco que envuelve la vida del hombre: este mundo inmenso, misterioso, magnífico, este universo de las mil fuerzas, de las mil leyes, de las mil bellezas, de las mil profundidades. Es un panorama encantador. Ante esta mirada asalta la pena de no haberlo admirado bastante. ¡Qué distracción más imperdonable, qué superficialidad más reprobable! Yo te saludo mundo con inmensa admiración. Detrás de ti está un Dios Creador, que se llama Padre nuestro que estás en el cielo. ¡Gracias, oh Dios, gracias y gloria a ti, Padre!
Pero ahora, en el momento de mi muerte, ocupa mi espíritu otro pensamiento. ¿Cómo reparar las acciones mal hechas, cómo recuperar el tiempo perdido, cómo alcanzar la única cosa necesaria que eligió María, la hermana de Lázaro?
A la gratitud sucede el arrepentimiento. Al grito de gloria hacia Dios Creador y Padre sucede el grito que invoca misericordia y perdón: Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. Señor, ten piedad. Aquí en la memoria aflora la pobre historia de mi vida, tejida, por un lado de beneficios innumerables, derivados de la inefable bondad de Dios; y, por otro lado, atravesada por las miserables acciones, que preferiría no recordar, por tan defectuosas, imperfectas, erróneas, necias, ridículas. Que pueda ahora invocarte, oh Dios, y aceptar y celebrar tu dulcísima misericordia.
Después de esto, mirar sólo para adelante. En estos últimos momentos que me quedan hacer las cosas bien, con alegría. Inclino la cabeza y elevo el espíritu. Me humillo a mi mismo y te ensalzo, Dios. Ahora sólo me queda el encuentro con Cristo. Yo creo, yo espero, yo amo, en tu nombre, Señor.
Ruego al Señor que me dé la gracia de hacer de mi próxima muerte un don de amor a la Iglesia. Podría decir que siempre la he amado. Fue su amor el que me sacó fuera de mi cerrado y salvaje egoísmo y me puso a su servicio; y que por ella, y por nada más, me parece que he vivido. Hombres, entendedme; os amo a todos. Así os miro, así os saludo, así os bendigo. A todos.
Amén. El Señor Jesús viene. Amén".