Domingo XVII del Tiempo Ordinario (A)

27-7-08 DOMINGO XVII TIEMPO ORDINARIO (A)
1 Re. 3, 5.7-12; Slm. 118; Rm. 8, 28-30; Mt. 13, 44-52

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Queridos hermanos:
- Dice Jesús en el evangelio de hoy que el Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido o a una perla de gran valor, que, cuando uno los encuentra, vende TODO lo que tiene y, con lo que saca, se compra esa perla o ese campo en donde está enterrado el tesoro.
En la vida ordinaria esto se hace comúnmente: El otro día un amigo mío aprobó una oposición de funcionario y le tocó como destino la otra punta de España; deja aquí todo lo querido por él para ir a trabajar allá; renuncia, aunque sea momentáneamente, a todo por aquello que considera más valioso: su puesto de trabajo. Otro caso: un chico y una chica se conocen; cada uno es de un punto de España o del mundo; se enamoran y deciden pasar su vida juntos, pues cada uno es para el otro como esa perla de gran valor o ese tesoro escondido; por ello, uno o los dos dejan su familia, sus amigos, su trabajo, su ambiente de toda la vida y se va al lado de su amado o de su amada.
Pues si esto lo hacemos en nuestra vida ordinaria y es entendido como algo normal, ¿por qué no admitir como algo normal el “vender todo por el Reino de los cielos”? Tenemos el caso del P. Kolbe, sacerdote polaco, que murió en un campo de concentración nazi. Estaba en unos barracones del que un prisionero se fugó. El comandante del campo sometió al bloque a torturas espeluznantes, hasta que por fin se decidió a elegir a diez presos que irían a morir a las celdas de hambre. Formados en el centro del campo, a la vista de todos los compañeros de otros bloques, el comandante ordenó a los diez elegidos: - Descalzaos, vais a la celda del hambre. Los desgraciados gritaron adiós... Y se oyó el lamento desesperado de uno de ellos: -Decidles adiós a mi mujer, a mis hijos, decidles adiós. Hubo un instante de terror cuando los presos vieron que de la formación uno se atrevía a salir hacia el comandante. Los guardias echaron mano a la pistola. Pero se detuvieron atónitos. Nunca nadie en Auschwitz vio que un preso le hablara al comandante. "Kolbe, es el padre Kolbe", se pasaban la noticia los detenidos. Le conocían todos, porque hablar de noche unos minutos con él servía de consuelo. - Señor comandante... Kolbe se ha quitado el gorro de preso y habla educadamente. - ¿Qué pasa? -Señor comandante, yo le pido permiso para ocupar el puesto de uno de los condenados. -¿Morir tú en su lugar? ¿Por qué? -Yo estoy viejo y enfermo, ya no sirvo para trabajar. - ¿A cuál de los condenados quieres sustituir? - A ese que tiene mujer y tiene hijos. - Pero ¿tú quien eres? - Soy un sacerdote católico. - Un cura. Kolbe sabe que las SS ponen a los curas en el segundo lugar de la basura humana. Primero los judíos, segundo los curas. El comandante cederá. - Acepto, tú ocuparás su lugar. Duró quince días la lenta agonía, el martirio por hambre. A los diez condenados los encerraron desnudos en el sótano, en el famoso búnker, todos juntos en la celda del hambre. Ni una chispa de pan, ni una gota de agua. Al segundo, al tercer día, comenzaron a morir. Pero aquella vez los sótanos de Auschwitz, entre lamento y lamento, escucharon plegarias y cantos a la Virgen. Los alemanes tenían un polaco guardián encargado de sacar fuera el cadáver de los que morían y de vaciar la única letrina colocada en la celda. Él lo ha contado y su relato está en las arcas de los tribunales de justicia y en los archivos del Vaticano. Kolbe y otros tres duraron hasta el día quince: El comandante necesitaba la celda para un nuevo lote de condenados y mandó al médico del campo que con una inyección de ácido fénico apagara el último pulso de sus vidas.
Hay otro caso y que a mí se me quedó grabado desde que lo supe: hacia 1980 en El Salvador (Centroamérica) hubo una guerra civil en que se hicieron auténticas barbaridades. En una aldea había una capilla, a la que la gente acudía los domingos a cantar salmos y a escuchar la palabra de Dios. No había sacerdote y dirigía el culto un catequista. Un domingo, mientras estaba la gente allí, se presentó un capitán del ejército con algunos soldados y entraron en la capilla buscando guerrilleros. Dijo que aquello era una reunión subversiva, tiró el crucifijo al suelo y dijo que fueran saliendo todos, y que escupieran al crucifijo. Quien no lo hiciera, sería muerto allí mismo. Hubo un silencio y al cabo de unos minutos salió un hombre de la aldea de unos 45 años; al marchar escupió y calló el escupitajo en pleno rostro del Cristo. A continuación se adelantó una niña de unos 12 años, se arrodilló ante el crucifijo y puso sus labios en el rostro de Jesús, justo donde había caído el escupitajo. El capitán, al ver aquello, le pegó un tiro en la cabeza a la niña y le reventó el cerebro. El padre de la niña se lanzó hacia ésta y la abrazaba llorando. Entonces el capitán se marchó con sus soldados. La niña sólo vio a su amado Jesús escupido y por el suelo, y no pensó en su vida, sino en su Dios y su todo. Jesús era su tesoro escondido y su perla, por la que estaba dispuesta a perder todo, hasta su propia vida.
¿Cuál es mi tesoro y mi perla por la que estoy dispuesto a vender todo lo que tengo?
- En esta segunda parte de la homilía quisiera pararme en la primera lectura. Si, como a Salomón, Dios se nos apareciera y nos dijera: “Pídeme lo que quieras”. ¿Qué le pediríamos? Creo que habría gente que le pediría salud; poder jubilarse y disfrutar durante unos años de la pensión; un trabajo y algo de dinero para los hijos; que los hijos o los nietos acaben unos buenos estudios; que le toque la lotería; que le dé una enfermedad al jefe para que deje a uno tranquilo; que se muera un vecino, la mujer, el marido o el que me está fastidiando; etc.
Fijaros en lo que pidió Salomón: “Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien”. Y Dios valora mucho su absoluto desinterés y su falta de egoísmo cuando le responde: “Por haber pedido esto y no haber pedido para ti vida larga, ni riquezas, ni la vida de tus enemigos, sino que pediste discernimiento para escuchar y gobernar, te cumplo tu petición: te doy un corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti.”
Para acertar en la vida del cristiano hemos de mirar las cosas y los hechos que nos rodean con los ojos de Dios y no con los ojos del mundo, ya que, lo que un momento nos parece malo o negativo, a la larga puede ser lo mejor y lo conveniente (así se dice en la segunda lectura: “Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien”). Desde esta perspectiva se entienden perfectamente las palabras de los santos que encontraron un día a ese Dios. Por ejemplo, Santa Teresa de Ávila, la cual decía: “Dadme muerte, dadme vida: dad salud o enfermedad, honra o deshonra me dad, dadme guerra o paz cumplida, flaqueza o fuerza a mi vida, que todo diré que sí. ¿Qué queréis hacer de mí? Dadme riqueza o pobreza, dad consuelo o desconsuelo, dadme alegría o tristeza, dadme infierno o dadme cielo, vida dulce, sol sin velo, pues del todo me rendí. ¿Qué mandáis hacer de mí? Si queréis que esté holgando, quiero por amor holgar, si me mandáis trabajar, morir quiero trabajando”.