Domingo III del Tiempo Ordinario (B)

25-1-2009 DOMINGO III TIEMPO ORDINARIO (B)
Jon. 3, 1-5.10; Sal. 24; 1 Co. 7, 29-31; Mc. 1, 14-20
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Queridos hermanos:
El domingo pasado nos hablaban las lecturas de la vocación o llamada de Dios a los hombres. La llamada consiste en permitir que la voluntad de Dios se cumpla en todos y cada uno de nosotros. Sin embargo, cuando Dios nos llama, nadie parte de cero. Todos tenemos nuestra historia personal detrás: una historia de logros y conquistas, pero también de fracasos y pecados. Cuando Dios nos llama, El ya sabe todo esto. Mas no podemos seguir esa llamada de Dios sin más. ¿Por qué? Porque no partimos de cero. Tiene que haber una preparación previa, la cual al mismo tiempo es ya seguimiento de la llamada. Es decir, nadie debe casarse sin antes mantener un noviazgo. Nadie debe ser ordenador sacerdote sin que antes reciba una formación adecuada en el Seminario. Nadie puede ejercer un oficio o una profesión sin que antes haya realizado unos estudios y tenido una práctica conveniente. Pues, del mismo modo, cuando una persona escucha la llamada del Señor en su corazón, debe convertir su vida al Señor.
- Y con la palabra conversión ya nos metemos de lleno en el tema de este domingo. En efecto, en la Misa se nos habla de ello: En la primera lectura, al predicar Jonás el mensaje de Dios, las gentes de Nínive se arrepintieron y “vio Dios sus obras, su conversión de la mala vida”; o en el evangelio se nos dice que “Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: ‘Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio’”.
La conversión es un regalo de Dios que se nos da sin mérito alguno de nuestra parte; pero a la vez cada uno debe conquistarlo con esfuerzo y lucha personal, que conlleva un cambio total interior. La conversión implica a toda la persona; supone una transformación radical y profunda de la mente y el corazón, pero no es algo que suceda de repente, sino que es tarea de toda una vida. De hecho, a muchas personas con las que me encuentro y que han tenido un encuentro personal con Jesús y desean cambiar su vida, yo siempre les exhorto a que tengan paciencia consigo mismos. No pueden pretender lograr en dos meses lo que llevan 30, 40, 50, 60 años o más de su vida sin hacer. Siempre les digo que, si Dios ha tenido paciencia con ellos en todos estos años, ahora han tener ellos paciencia consigo mismos en este camino de conversión. Asimismo afirmo que todas las personas que siempre nos hemos criado en un ambiente de fe y de Iglesia, como es mi caso, también estamos en camino de conversión hacia el Señor. Y hemos de vivirlo como don de Dios y como tarea nuestra.
- ¿Qué implica y supone la conversión? El hombre que se convierte abandona cuanto le tenía alejado de Dios, rompe con su autosuficiencia -sus idolatrías y pecado-, renuncia a poner toda su seguridad y su afán en sí mismo, y pasa a dejarle todo el espacio a Dios, que se transforma para el que está en camino de conversión en el único apoyo fiel y seguro, en el criterio último y definitivo de su obrar. Esta persona deja todo por ese “Tesoro escondido”, que acaba de encontrar. Se abre a Dios, que pasa a ser el centro de su persona y le acoge con una adhesión personal llena de confianza abso­luta y firme esperanza en El. En el convertido se opera como un nuevo nacimiento, el surgimiento de una nueva criatura que reconoce que no hay, fuera de Dios, poder alguno al que debamos someter nuestra vida ni del que podamos esperar la salvación.
La conversión, por su misma naturaleza, es ante todo y primariamente una realidad personal[1]. Acontece en la intimidad de la persona, en su encuentro con Dios, y conlleva una honda modi­ficación de la orientación existencial que marca, a partir de entonces, la conducta total. El pecador como el hijo pródigo de la parábola, libremente alejado de la casa paterna para vivir independientemente la propia existencia con todas sus consecuencias de vacío, de sole­dad, ruina y miseria, llega un momento en que, movido sin duda por la gracia misericordiosa, se encuentra solo, con la dignidad perdida y con hambre, entra dentro de sí, vuelve en sí y toma conciencia de su real situación personal y, se reconoce a sí mismo desilusionado por el vacío que lo había fascinado. En este momento es cuando se arrepiente de su egoísmo, de su autosufi­ciencia y esta conversión y arrepentimiento cristianos están impregnados de fe y confianza en el Dios que nos ama. Todo ello implica inseparablemente por parte del pecador, el dolor sincero de haberse alejado personalmente del Padre y haberle ofendido junto con el rechazo claro y decidido del propio pecado y el propósito de no volver a pecar por el amor que se tiene a Dios y que renace con el arrepentimiento. No le basta al pecador volver a sí mismo y advertir su situación de pecado y ni siquiera recordar la bondad de Dios. Es necesario que el pecador se arre­pienta, decida volver toda su persona a Dios, corregirse no sólo en tal o cual punto concreto, sino cuestionarse a sí mismo en la totalidad del propio ser y disponerse para el cambio sin reser­vas. La conversión exige la ruptura con el viejo mundo de pecado. La conversión sincera supone la decidida voluntad de no volver a pecar expresada y realizada normalmente en un lento y laborioso proceso de madura­ción y de vida nueva, con altibajos y aún sus retrocesos prosi­guiendo el camino hacia adelante, a pesar de las recaídas, con humildad y confianza, puestos los ojos en Aquél que nos busca y sale al encuentro.
Este proceso de la conversión personal no es nada fácil, porque supone un desdecirse de actitudes vitalmente aceptadas y romper lazos afectivos que rompen el corazón, ha de ir acompa­ñado de la oración humilde. Sólo con la gracia se puede llevar a cabo el milagro del arrepen­timiento.
- Si me permitís, ya para terminar, voy a poner ante todos vosotros un caso de conversión en la persona de David Rico. Es un joven que escribe sus comentarios en el blog en donde “cuelgo” todas las semanas las homilías. Leo tres comentarios suyos:
“Hasta hace muy poco yo no conocía a Dios, no sabía qué era la Iglesia; vamos era como el famoso (de la homilía) que no necesitaba a Dios para nada. Pero ahora, gracias a una persona maravillosa, empiezo a descubrir la importancia que tiene Dios y la Iglesia. Cada vez que rezo los laúdes por la mañana, cada vez que entro en una iglesia a orar o cada vez que me confieso, es como si se me recargasen las pilas, es una sensación que nunca antes había sentido. Espero nunca volver a ser como el famoso, porque yo... sí que necesito a Dios”.
Yo he recibido muchas veces la llamada del Señor, y muchas veces fueron las que no acudí. Siempre he tenido cosas más importantes que hacer que acudir al Banquete de Dios; siempre ponía trabas; en definitiva, nunca acudía. Un día, sí acudí a esa llamada, y desde entonces, estoy feliz. Estoy feliz de pertenecer a la comunidad cristiana; estoy feliz de empezar a ser cristiano, como digo yo un “proyecto de cristiano”. Ahora, que sé lo maravilloso que es esto, intento animar a aquella gente que conozco para que vivan en comunión con Dios, aunque tengo que reconocer que sin mucho éxito, pero no me cansaré de intentarlo, porque quiero que ellos también descubran lo maravilloso que es Dios”.
“Yo, como ya he dicho en otras ocasiones, soy un “proyecto de cristiano”, es decir, que no os llego ni a la suela de los zapatos a la mayoría, pero he sentido hace poco la llamada del Señor e intento dar lo máximo por El. Yo ahora intento, que no siempre lo consigo, dar amor al prójimo. Este fin de semana he estado de retiro espiritual con los chicos que van a hacer la confirmación en la parroquia de San Francisco, y les he intentado hacer ver que tienen una oportunidad impresionante de conocer a Dios, que la aprovechen, que no la desperdicien como yo he hecho, porque, desde que he descubierto quién es Dios, soy mucho más feliz. La verdad es que son unos niños fantásticos; se apoyan unos a los otros, se dan ánimos, se quieren, en definitiva... se dan amor. Muchos de nosotros, el primero yo, deberíamos aprender de ellos. Rezare por que ninguno de ellos pierda la oportunidad de conocer a Dios”.
[1] También es una realidad comunitaria, pero hoy no me va a dar tiempo de tocar este punto.