Domingo XXVII del Tiempo Ordinario (C)

3-10-2010 DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO (C)

Hab. 1, 2-3; 2, 2-4; Slm. 94; 2 Tim. 1, 6-8.13-14; Lc. 17, 5-10

ORACION (y IV)



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

Aunque habría aún muchas más cosas que explicar sobre la oración, sin embargo, con la homilía de hoy voy a cerrar el ciclo relativo a este tema.

Ya estamos haciendo oración. Porque al principio la hacemos para después empezar a percibir que recibimos la oración. Y ahora, ¿qué pasa? No tenemos que ser ilusos. Como os decía hace tiempo, al empezar a orar lo más normal es que no percibamos nada: Sta. Teresa de Jesús estuvo en torno a 20 años aburriéndose en la oración y contando baldosas y verjas, mientras estaba “oficialmente” en oración; tenía que ayudarse de un libro para concentrarse, para no aburrirse, para no marchar de allí inmediatamente. Yo estuve durante 3 años haciendo más o menos 5 minutos diarios (y no todos los días) sin percibir nada. Estos 3 años los pasé con lectura, con sacrificios, con insistencia y luchando por no pecar y por hacer el bien. Sólo recuerdo el caso de una mujer italiana que no tenía oración de meditación, vino a hablar conmigo y le dije cómo tenía que hacerlo y le “funcionó” en ese mismo momento (es decir, sintió al Señor instantáneamente). Si sorprendida se quedó ella, más sorprendido estaba yo, pues esto no es lo habitual. En efecto, en la oración encontramos aburrimiento, inapetencia, dudas, ganas de dejarlo, sensación de estar perdiendo el tiempo, tentaciones; nos sentimos mal, porque somos capaces de dedicar 1 hora ó 2 horas a la tele y no somos capaces de dedicar 2 minutos a Dios. En estos primeros momentos de inicio del camino de una oración meditada nos suceden algunas de las cosas que S. Ignacio de Loyola describía al hablar de la desolación en sus famosos apuntes sobre los ejercicios espirituales. Decía él que la desolación era “como oscuridad del alma, turbación en ella, inclinación hacia las cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, moviendo a desconfianza, sin esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste y como separada de su Creador”. La desolación se presenta siempre en la vida de un cristiano, en oración y fuera de ella, y ¡ay del que no pasa por ella! La desolación fue experimentada por Cristo y por todos los santos y los cristianos de todos los tiempos. Es necesaria esta desolación a fin de que seamos purificados. Dios, en su maravillosa pedagogía, nos va llevando a Él y con Él a través de oscuridades y luces, de soledades y compañías, de tentaciones permitidas y de presencias que nos rescatan de esas sensaciones, de pecados y de perdón… La purificación de Dios nos quita los pecados, las imperfecciones, las seguridades en las cosas que no son Dios. La purificación nos vacía de nosotros mismos para que ese vacío sea llenado únicamente por Él. “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).

Pero en la oración también percibimos paz, alegría, aumento de fe; en definitiva, la consolación. Decía S. Ignacio de Loyola en sus apuntes sobre los ejercicios espiritualeshaciendo oracinta para la oraci pr padre, y vete a la tierra que yo te indicar: “Llamo consolación espiritual cuando en el alma se produce alguna moción interior, con la cual viene el alma a inflamarse en amor de su Creador; y asimismo, cuando ninguna cosa criada sobre la faz de la tierra puede amar en sí, sino en el Creador de todas ellas. Asimismo, cuando derrama lágrimas que mueven a amor de su Señor, sea por el dolor de sus pecados o por la pasión de Cristo, o por otras cosas directamente ordenadas a su servicio y alabanza. Finalmente, llamo consolación todo aumento de esperanza, fe y caridad, y toda alegría interna que llama y atrae a las cosas celestiales y a la propia salud del alma, aquietándola y pacificándola en su Creador.” Estar consolados es percibir claramente en nuestro espíritu cómo se cumple en nosotros las palabras del profeta Oseas: “Esto dice el Señor: Yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón […] Me casaré contigo en matrimonio perpetuo […], y te penetrarás del Señor” (Os. 2, 16.21.22b).

Llegados a este punto, creo que ya nos hemos dado cuenta todos que para caminar en la oración, para entender el estado en que uno se encuentra y lo que ha de hacer en cada caso, es totalmente necesario conseguir un maestro de oración, alguien que nos oriente, nos anime y al que podamos ir a contar cada mes, más o menos, cómo nos va, es decir, para hacer un discernimiento de lo que nos pasa en la oración y en la vida de fe y por qué nos pasa. Para más encarecer la necesidad de un maestro de oración utilizaré las mismas palabras de S. Juan de la Cruz: “- El que solo se quiere estar, sin arrimo de maestro y guía, será como el árbol que está solo y sin dueño en el campo, que, por más fruta que tenga, los caminantes se la cogerán y no llega­rá a madurar. - El alma sola, sin maestro, que tiene virtud, es como el carbón encen­dido que está solo; antes se irá enfriando que encen­diendo. - El que a solas cae, a solas está caído y tiene en poco su alma, pues de sí solo la fía.”