Domingo XXX del Tiempo Ordinario (C)

24-10-2010 DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO (C)

Eclo. 35, 12-14.16-18; Slm. 33; 2 Tim. 4, 6-8.16-18; Lc. 18, 9-14



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

En el día de hoy celebramos la Jornada del Domund. El lema de este año es éste: “Queremos ver a Jesús” (Jn. 12, 21). Estas palabras son las que unos griegos dijeron en una ocasión al apóstol Felipe. A los cristianos (sacerdotes y seglares) no nos debe bastar con hablar de Jesús, sino que hemos de hacer ver a Jesús a todos en la historia de cada día, en cada acontecimiento, en cada persona y en nosotros mismos, que creemos en Cristo.

En estos días se concedió el premio Príncipe de Asturias de la Concordia a Manos Unidas, que surgió de las mujeres de Acción Católica. Manos Unidas lleva muchos años dedicándose a luchar contra el hambre y la pobreza en todo el mundo. Su labor ha sido reconocida incluso a nivel civil, internacional y por parte de personas no creyentes. Hoy la Iglesia Católica dedica una jornada, no a dar de comer, sino a orar y a pedir medios económicos para ayudar en la evangelización, o sea, para transmitir la fe en Jesucristo a todo el mundo.

Nosotros estamos muy habituados –quizás demasiado habituados- a la fe en Jesucristo, a su evangelio. Pero, ¿qué supone esta fe en la vida de la gente que nunca oyó hablar de Jesús? Voy a tratar de contestar a esta pregunta de la mano de un testigo lo más imparcial posible: Hace poco leía una novela de Chinua Achebe, un escritor nigeriano nacido en 1930. Chinua está considerado como el padre de la literatura africana moderna. En su novela Todo se desmorona[1], nos narra el primer contacto con la fe cristiana de una aldea africana. Chinua no escribe desde el punto de vista cristiano, por eso su relato puede ser considerado a los ojos de los no creyentes como más objetivo, que si lo escribiera un sacerdote o un cristiano seglar. Narra Chinua que en aquella aldea africana vivían aterrorizados por sus dioses, a los que había que aplacar con sacrificios, con ritos y con una obediencia ciega. Por ejemplo, si una mujer daba a luz a gemelos, esto era considerado como algo sacrílego y, por ello, los bebés debían de ser abandonados en un bosque cercano, que estaba maldito, hasta que los recién nacidos morían de hambre o devorados por las fieras. También narra Chinua el caso de un adolescente (Ikemefuna) de otra aldea y que fue hecho prisionero. Durante tres años Ikemefuna vivió en una casa y fue tratado con un hijo más por el dueño de la casa, pero un día la aldea decidió que debía morir, según la voluntad de sus dioses, y fue el propio dueño de la casa quien lo mató. El hijo del dueño asistía atormentado a la muerte de los gemelos y al asesinato de Ikemefuna, el adolescente “enemigo”. Cuando este niño oyó la predicación de un misionero cristiano, la nueva religión le cautivó y dio “respuesta a un interrogante vago e insistente que atormentaba su alma juvenil: el de los gemelos llorando en la espesura y el de Ikemefuna que había sido asesinado. Cuando penetró la nueva religión en su alma sedienta sintió un alivio dentro. Eran como gotas de lluvia congelada que se funden en la capa reseca de una tierra anhelante” (p. 149).

Continúa narrando Chinua que el misionero y los cristianos que le acompañaban desde otras aldeas lejanas pidieron a los jefes de aquella aldea un terreno para construir el templo. “Todos los clanes y aldeas tenían un ‘bosque maligno’. Se enterraba en él a los que morían de enfermedades verdaderamente malignas, como la lepra o la viruela. Era también el basurero de los potentes fetiches de los grandes hechiceros cuando morían. Un ‘bosque maligno’ estaba, pues, poblado de fuerzas siniestras y de poderes de las tinieblas. Y fue uno de estos bosques el que los jefes de la aldea dieron al misionero. No les querían en realidad en su aldea y por eso les hicieron esa oferta, una oferta que nadie en su sano juicio aceptaría. ‘- Les daremos una parte del ‘bosque maligno’. Alardean de vencer a la muerte. Pues le daremos un campo de batalla real en el que demuestren su victoria’. Se rieron todos y aprobaron la propuesta y avisaron al misionero. Les ofrecieron todo el terreno del ‘bosque maligno’ que quisieran. Y se quedaron absolutamente asombrados cuando el misionero les dio las gracias y se puso a cantar con sus acompañantes. ‘-No comprenden –comentaron algunos ancianos-, pero ya comprenderán cuando vayan a su terreno mañana por la mañana’. Y se dispersaron. A la mañana siguiente, aquellos locos empezaron realmente a despejar una parte del bosque y a construir su casa. Los habitantes de la aldea esperaban que estuvieran todos muertos en cuatro días. Pasó el primer día y el segundo y el tercero y el cuarto, y no murió ninguno. Estaban todos desconcertados. Y luego se supo que el fetiche del hombre blando tenía un poder increíble. Se decía que llevaba cristales en los ojos para poder ver a los espíritus malignos y hablar con ellos. Poco después consiguió los tres primeros conversos” (pp. 150s).

“La joven iglesia tuvo varias crisis al principio de su existencia. Primero la aldea había supuesto que no sobreviviría. Pero siguió viviendo y ganando fuerza poco a poco. La aldea estaba preocupada, pero no demasiado. Si un grupo de extranjeros decidían vivir en el ‘bosque maligno’, era asunto suyo. El ‘bosque maligno’ era un hogar adecuado para gente tan indeseable, si te parabas a pensarlo. Era cierto que recogían a los gemelos de entre la maleza, pero no los llevaban nunca a la aldea. Por lo que se refería a los aldeanos, los gemelos seguían donde los habían tirado. La diosa de la tierra no iba a castigar a los aldeanos inocentes por los pecados de los misioneros” (p. 156).

“Al ver que la nueva religión aceptaba de buen grado a los gemelos y abominaciones parecidas, los parias de la aldea u osu creyeron que podrían acogerles también. Así que un domingo entraron dos de ellos en la iglesia. Se organizó inmediatamente un revuelo; pero la nueva religión había realizado una labor tan admirable con los conversos que nadie abandonó la iglesia inmediatamente al entrar los parias. Los que estaban más cerca de ellos se limitaron a pasar a otro asiento. Era un milagro. Pero sólo duró hasta que acabó el oficio. Entonces empezaron a protestar todos. Sin embargo, cuando estaban a punto de echar de allí a aquella gente, el misionero se lo impidió y empezó a explicar: ‘-No hay esclavos ni libres ante Dios –dijo-. Todos somos hijos de Dios y hemos de recibir a estos hermanos nuestros’ ‘-Tú no lo comprendes –replicó unos de los conversos-. Qué dirían los infieles cuando sepan que hemos aceptado osu? Se reirán de nosotros’. ‘-Dejad que se rían –dijo el misionero-. Dios se reirá de ellos el día del juicio. ¿Por qué se escandalizan las naciones e imaginan las gentes cosas vanas? El que se sienta en los cielos reirá’. ‘-Tú no lo comprendes –insistió el converso-. Eres nuestro maestro y puedes enseñarnos las cosas de la nueva fe. Pero esto es una cosa que nosotros sabemos’. Y le explicó qué era un osu. Era una persona consagrada a un dios, una cosa aparte: tabú toda la vida y sus hijos después de él. No podía casarse con los que habían nacido libres ni estos con él. Era en realidad un proscrito, un paria que vivía en una zona especial de la aldea. Y allá donde fuera, llevaba consigo la señal de su casta prohibida: el pelo sucio, largo y enmarañado. Las cuchillas eran para él tabú. Un osu no podía asistir a la asamblea de los que habían nacido libres, y ellos, a su vez, no podían cobijarse bajo el techo de él. No podía tomar ninguno de los títulos de jefatura de la aldea y, cuando moría, le enterraban con los de su clase en el ‘bosque maligno’. ¿Cómo podía un hombre así ser seguidor de Cristo? ‘-Él necesita a Cristo más que tú y que yo –contestó el misionero’. ‘-Entonces volveré con el clan –dijo el converso’. Y se fue. El misionero se mantuvo firme y fue precisamente su firmeza lo que salvó a la joven iglesia. Su fe inquebrantable aportó inspiración y seguridad a sus vacilantes neófitos. Ordenó a los parias cortarse aquel pelo largo y enmarañado. Al principio, tenían miedo a morir si lo hacían. ‘-Si no elimináis la señal de vuestra fe pagana no os admitiré en la iglesia –les dijo el misionero-. ¿Creéis que moriréis por ello? ¿Por qué? ¿Acaso sois diferentes de los hombres que se cortan el pelo? El mismo Dios os creó a vosotros y a ellos. Pero ellos os expulsaron como a leprosos. Eso va contra la voluntad de Dios, que ha prometido la vida eterna a todo el que crea en su santo nombre. Los paganos dicen que moriréis si hacéis esto o aquello. Y vosotros tenéis miedo. También dijeron que yo moriría si construía este templo en este terreno. ¿Acaso he muerto? Dijeron que moriría si cuidaba a los gemelos. Y todavía estoy vivo. Los paganos sólo dicen mentiras. Sólo la palabra de nuestro Dios es verdadera’. Los parias se cortaron el pelo y pronto figuraron entre los más fervientes seguidores de la nueva religión. Y lo que es más, casi todos los osu de la aldea siguieron su ejemplo”.

Como veis el encuentro de los hombres que no conocen a Cristo con éste supone un salir de sus miedos y terrores; supone una liberación; supone una humanización y un llenarse de misericordia; supone el reconocerse como hijos de Dios y valorarse como cualquier otro hombre; supone un ver el rostro real de Dios: misericordioso y humilde. Tan engañado estaba el fariseo del que nos habla hoy el evangelio como los habitantes de aquella aldea africana sobre Dios. Por eso, se entiende perfectamente el lema de este año de la Jornada del Domund: unos extranjeros griegos se acercan a un discípulo de Cristo y le dicen: “Queremos ver a Jesús”. Pues hoy la Iglesia quiere mostrar este rostro de Jesús por todo el mundo para liberar a los hombres de sus miedos, de sus engaños, de sus esclavitudes. También nosotros queremos ver a ese Jesús que nos libra de todo esto. ¡Que así sea!



[1] Edit. Debolsillo, Barcelona, 2010. La novela fue escrita en 1958 y se tradujo en más de 50 idiomas. Se han vendido más de 10 millones de ejemplares.